sábado, 27 de febrero de 2010

MADRE no hay más que uno (El Museo de Arte Contemporáneo de Nápoles y el barroco contemporáneo)

MADRE: planta
Álavaro Siza: boceto para el MADRE


MADRE: entrada


MADRE: patio interior



MADRE: salas expositivas


MADRE: acceso y escalera



ORLAN



Mauricio Cattelan








En medio de coches desvencijados y motos aparcadas a lado y lado de un callejón, bolsas rasgadas y sucios cubos rellenos de basura, un sillón raído abandonado ante un portal, adoquines irregulares húmedos de grasa y cantos que sobresalen, flores y velas encendidas ante la imagen de una santa en una hornacina, y sombrías esquelas enmarcadas con gruesas cintas negras, mal pegadas en paredes desconchadas, un portal barroco, y una altísima fachada que no se descubre por la angosto de la calle, dan acceso a una primera sala deslumbrante: la entrada del MADRE (Museo Arte Contemporáneo Donna Regina), en el corazón de Nápoles, quizá el museo de arte contemporáneo más hermoso del mundo, en un palacio barroco napolitano, perfecta y discretamente restaurado por el arquitecto portugués Álvaro Siza Vieira.

Siguiendo el tema de una serie de manifestaciones culturales que tienen lugar este año en Nápoles, dedicadas al barroco, y que permiten la restauración y la apertura de un sinfín de iglesias y mansiones deslumbrantes, habitualmente siempre clausurados (por los robos, y la falta de personal y mantenimiento), el MADRE presenta una exposición dedicada al estilo, o, mejor, dicho, al concepto de barroco (tal como lo definiera Eugeni d´Ors: una pulsión hacia la vida desbordante que acontece cíclicamente a lo largo de la historia) -tan presente, tan obsesivo, en cualquier esquina del centro del Nápoles hispánico-, en el arte contemporáneo:


BAROCK – Art, Science, Faith and Technology in the Contemporary Age (del 12 de diciembre de 2009 al 5 de Abril de 2010).


La lista de artistas seleccionados, y de obras escogidas, son de manual (o de revista internacional de arte contemporáneo): Damien Hirst (con todos sus "hits": tiburones y ovejas partidas en dos, mantenidos en gigantescos contenedores llenos de formol, descomunales tondos monocromos cubiertos de millones de moscas negras disecadas, etc.), Orlan, Paul McCarthy, Bruce Nauman, Matthew Barney, Maurizio Cattelan, Jake & Dinos Chapman, Gilbert & George, Douglas Gordon, Mona Hatoum, Damien Hirst, Anish Kapoor, Jeff Koons, Jannis Kounellis, Shirin Neshat, Cindy Sherman, Jeff Wall, etc. No falta ni un nombre.

Las obras se agrupan por temas. Éstos son los que, a juicio de los comisarios, Eduardo Cicelyn y Mario Codognato, los que han brillado sobre todo en el siglo XVII y se han desarrollado en las pinturas penumbrosas de escenas cruentas, en las fachadas ondulantes y desmesuradas de las iglesias, y de palacios construidos para gigantes, en los experimentos científicos en los que ciencia y alquimia se conjugaban para descubrir los secretos de Dios, en los cánticos y poemas, expresión de un anhelo torturado hacia la luz divina que llega cada vez más débilmente al ser humano, etc.

Las obras, de acuerdo con estos rasgos, son descomunales, ostentosas, y, en ellas, la luz deslumbrante y la oscuridas alternan, junto con la máxima podredumbre y la cristalización diamantina.


Textos y disposición ilustran bien lo que los comisaros han descubierto en las obras y lo que quieren comunicar a través de éstas.

Pero, también se percibe que las obras contemporáneas barrocas (o juzgadas barrocas) ya no tratan (ni pueden tratar) el que es, en el fondo (y en la superficie), el rasgo más característico del barroco del setecientos (y de toda la cultura católica, si aceptamos que el barroco no es un estilo, propio del siglo XVII, sino una manera de enjuiciar y representar la vida, que se ha podido dar en diversas épocas): el esplendor de la carne, o el estudio de la carne.


La manifestación de la carne se hace patente, sobre todo, en el arte naturalista, ya que de la carne del ser humano (o del cordero -de Dios- como bien insinua Hirst, se trata). Sin embargo, no faltan las obras "naturalistas"; tan naturalistas son (tanto se aproximan a la realidad) que algunas ya no consisten en imágenes de seres sino en estos mismos seres transplantados al mundo del arte: los tiburones y los carneros de Hirst no son estatuas realistas, sino verdaderos animales disecados. Catellan, Orlan, los hermanos Chapman: todos han compuesto imágenes miméticas. ¿Qué ocurre entonces?


Un crítico de arte, que interviene en una obra de la artista francesa Orlan, consistente en la filmación de una operación estética a la que se somete la artista, sin anestesia, a fin de poder retansmitir sus sensaciones y de dialogar con críticos que asisten, a través de video-conferencia, a la operación, lo deja entrever: Orlan ha tratado de reintroducir la carne como tema y problema del arte, pero lo que ha conseguido, al igual que otros artistas, es devolver la primacía, no a la carne (tortuara u operada, o no), sino al cuerpo.


La carne es un concepto metafísico, teológico. El cuerpo, un concepto, o una realidad, físico y político.


La carne existe porque el dios cristiano se "encarnó": es decir, "se hizo" -y el verbo (en todos los entidos de la palabra) designa una "acción artística", un hacer u obrar- carne. Asumió la naturaleza humana. Estando ésta, entonces, unida a la naturaleza divina, habiendo sido subsumida por ésta, la naturaleza humana, en cuanto tal -es decir, en cuanto a naturaleza mortal-, desaparece. Y el ser humano se redime (de su condición mortal en la que había caído" debido a los "pecados de la carne" -de los primeros humanos, Eva y Adán), y, al igual que Cristo transfigurado, se libra de la muerte. Desde entonces, el fin es un tránsito hacia la inmortalidad, que se alcanza en cuerpo y alma, es decir: con toda su carnalidad. Es la carne la que se transfigura.


Las imágenes de santos (pecadores) que se retuercen de placer y de dolor (como María Magdalena, o San Sebastían), las torturas (físicas y espirituales) de la carne, que tan bien retrataron los artistas barrocos, tenían como finalidad paradójica exaltar al ser humano, tan digno en su carnalidad que un dios aceptó hacerse hombre -y no disfrazarse de ser humano, como los dioses paganos que se revestían de una apariencia humana para mostrarse a los humanos-: al hacerse Cristo un hombre, convirtió al hombre en dios; y la unión entre lo humano y lo divino se materializaba en la carne. Las torturas y los temblores de la carne, detallados morosamente (o morbosamente) por los artistas barrocos, no humillaban, sino que cantaban, divinizaban incluso, al ser humano. Las torturas no eran condenas, aprisionamientos, encastillamientos, sino liberaciones. Facilitaban la ascención, el retorno glorioso a la luz. Se santificaba a través de la ostentación de la carne (trabajada, labrada).


Pero, como bien descubró Foucault, si las torturas a las que el poder sometía a la carne, antes del siglo XVIII, tenía como paradójica finalidad hacer brillar la naturaleza divina (a veces oculta u apagada) en la carne -gracias a las torturas físicas, el hombre alcanzaba el cielo: su sufrimiento, similar al de Cristo en la cruz, su muerte, incluso, le identificaba con Aquél, y, ya que Cristo resuscitó, tras morir, así también los condenados resucitarían, tras padecer lo que Cristo padeció: los verdugos eran instrumentos de la economía divina, dedicada a la redención humana-, a partir de entonces, con la pérdida de fe en la condición divina humana, el poder ya no pudo ejercerse sobre o en la carne, sino solo sobre o en el cuerpo.

A fin de evitar que el hombre, apagada las espurnas divinas, se convierta en una bestia o en un ente envilecido, asilvestrado, "natural", toda una serie de prácticas de control (policíacas, hospitalarias, militares, educativas) tenían como fin "ordenar" la vida humana, reintegrándo al hombre en la cultura, la civilización, es decir en la naturaleza pautada, ordenada.

La exposición de la carne implica la creencia en la doble condición humana: humana o animal, y divina. Si la asunción de este credo falla, si ya no puede producirse (por la lógica falta de fe -dios ha muerto), solo se pueden retratar cuerpos, cuerpos sometidos, quizá, pero nunca seres carnales, gloriosamente carnales (ni divinidades encarnadas). La carne, en la que brilla la mirada barroca, ya no tiene sentido.


Por eso, esta muestra, deslumbrante, es fallida (empero en absoluto inintersante). Pretende mostrar lo que ya no puede darse: una creencia en la redención de la carne (en el cuerpo transfigurado por el alma).


El torturado canto a la esperanza que el barroco ejemplificaba se ha apagado para siempre. Resucitarlo solo da lugar a obras banales o complacientes, es decir carentes de fe.


http://www.museomadre.it/index.cfm
Documentación gráfica sobre el MADRE:

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