Versión del texto aparecido en el último número de la revista de viajes Altaïr, del mes de noviembre de 2010, dedicada a la ciudad de Nueva York.
Agradezco a la Dra. Brigitte Pedde su comunicación sobre la influencia de la arquitectura babilónica en los rascacielos de Nueva Babilonia en los años 20 y 30 del siglo pasado, presentada en el último congreso de la RAI, Barcelona, julio de 2010.
Si algún visitante, fuera del tiempo, llegara aún por mar a Nueva York, como acontecía hasta principios de los años sesenta, desembarcara en uno de los muelles al sur de la isla de Manhattan, y se dirigiera hacia el norte, descubriría que a la altura de Washington Square la isla de Manhattan cambia. Asciende lentamente hasta los acantilados sobre el río Hudson, que acogen al Riverside Park. El paisaje urbano también se transforma. Erizado de rascacielos, compone la imagen que los europeos asociamos a Nueva York: rascacielos plantados según una estricta trama ortogonal.
En 1811, el ingeniero municipal John Randell trazó un plan urbanístico para toda la isla de Manhattan: una cuadrícula con parcelas estrechas y alargadas, sin tener en cuenta la ondulante orografía de la Isla de las Colinas, ni prever zonas verdes. Solo el caprichoso trazado de Broadway fue incorporado a la rígida trama, un recuerdo de las antiguas sendas indias.
La denominación de las calles (de este a oeste) y de las avenidas (de norte a sur), simplemente numeradas (calles 1 a 212, y avenidas primera a onceava) acentuó la indiferencia del plan hipodámico ante las características del lugar.
Sin embargo, la abstracta trama geométrica de la calles se ha visto a menudo cuestionada por la disposición y forma de los rascacielos, cada vez más altos y singulares: ya el recorrido interior en espiral del museo Guggenheim, de Frank Lloyd Wright (1959), de planta circular, contradice los desplazamientos en línea recta, horizontales y verticales, a los que la ciudad invita; Gropius construyó el edificio Pan-Am (1958-1963) sobre Park Avenue, disponiéndolo perpendicularmente al resto de los edificios; la planta elíptica y girada con respecto a la dirección de las calles del Lipstick Building (1986) de Philip Johnson, parece una crítica a la parcelación ortogonal del territorio; igualmente la escalera al cielo de un rascacielos en construcción de Rem Koolhaas (Calle 22), volando sobre la calle, o el reciente New Museum, de los japoneses Sanaa (2006), un inestable apilamiento de cajas herméticas, en medio de un entorno de casas bajas, rompen con la erecta verticalidad del rascacielos, símbolo de una segura ascensión física y social; al igual que el arte contemporáneo, que ya no trabaja a partir de verdades asentadas, el museo de Sanaa asciende tanteando, cuestionando, planta a planta, su forma y el emplazamiento. Del mismo modo, la Blue Tower, de Bernard Tchumi (2007), que también se alza entre edificios de media altura, no es un monolito sino un volumen una de cuyas caras se curva, como si la trayectoria vertical se torciera. El apellido Hearst evoca, gracias a la película Ciudadano Kane de Orson Welles, la figura de un magnate con mano de hierro, que bien podría haber marcado la parilla urbanística que parcela Manhattan. Sin embargo, la torre Hearst (2006) que Foster ha proyectado, se alza como un capricho de formas exagonales, como un panal de vidrio situado sobre un edificio de ladrillo ya existente. No evoca la imagen de un rascacielos, sino la de una excrecencia, que contrasta vivamente con el entorno construido. Una fuerza geodésica habría irrumpido, que el orden urbano no habría podido impedir. De modo no muy distinto, el bloque de apartamentos (JAC Building, 2004-2007), de Frank Gehry, se compone como un acantilado de vidrio vertido sobre el río Hudson: fachadas curvas y ondulantes, como erosionadas por el viento y el agua, introducen curvas que no casan con los ángulos rectos que componen las calles. A través de la fachada enteramente de vidrio, los moradores parecen vivir al aire libre, como si acamparan, en los inicios, como si Nueva York aún no existiera. La geología de la isla es recuperada, como si la naturaleza volviera a imponerse sobre un urbanismo que no había tenido miramientos con el entorno.
Las formas caprichosas de los rascacielos construidos recientemente son una respuesta contemporánea a una edicto municipal de 1916, que transformó el paisaje urbano de Nueva York y lo dotó de la personalidad que, pese (o gracias) a los caprichos recientes, mantiene. En efecto, la creciente altura de los rascacielos componía gargantas cada vez más hondas que impedían que el sol llegara hasta la calzada y dificultaba la ventilación. La vida a pie de calle se estaba convirtiendo en una vida en la sombra.
Hecha la ley, los arquitectos tuvieron que hallar la “forma” de interpretarla; necesitaron modelos que les ayudaran a componer edificios que no podían ser monolíticos. La solución se encontró en las reconstrucciones, enteramente imaginarias, de la torre de Babel propuestas a finales del s. XIX y principios del s. XX. El imperio otomano se estaba descomponiendo, las grandes potencias coloniales se dividían el Próximo Oriente, Babilonia era un yacimiento por fin bien excavado. Las interpretaciones de la desaparecida torre (en realidad, el zigurat del templo del dios de Babilonia), mostraban un volumen escalonado, que respondía bien a las exigencias de la zonificación de Nueva York. Por otra parte, asociar Nueva York y Babilonia no era impertinente. Al igual que Babilonia, Nueva York es una metrópolis en la que se hablan una babel de lenguas.
Sin embargo, puede sorprender que un país puritano construyera rascacielos, ya que los edificios altos eran signos de orgullo equiparados a la bíblica torre. La religión reformada asociaba este motivo a la pecaminosa cultura católica. Sin embargo, Chicago y Nueva York no fueron ciudades fundadas por motivos religiosos sino comerciales. Además, la prosperidad, de la que el rascacielos da cuenta, denota que el hombre está en gracia con Dios. Industrias, bancos y rascacielos eran signos de la predestinación.
Diversos inventos o mejoras técnicos –el ascensor, las estructuras portantes de acero, el teléfono, las potentes bombas de agua – facilitaron la erección de rascacielos que prescindieron de los gruesos muros portantes de ladrillo en favor de estructuras de columnas de hierro envueltas por delgadas membranas de hierro y vidrio, sustituidas, en los años cincuenta, por paramentos enteramente vidriados.
Pues, en efecto, los rascacielos, tras la Segunda Guerra Mundial cambiaron, sobre todo de material. El escalonamiento, sin embargo perduró, salvo en aquellos casos, como el Seagram Building (1958), de Mies van der Rohe, en que todo el edificio, desde la planta baja, se retiraba, dejando una parte de la parcela libre, convertida en un atrio, un espacio público dispuesto en un basamento de poca altura al que se accede por una escalinata que compensa la inclinación de la avenida Madison.
La irrupción de los muros cortina de vidrio no es solo el fruto de mejoras técnicas que la Guerra causó, sino que también responde al ideario de los arquitectos germánicos exiliados. El desvelamiento de la estructura, y del interior, casa bien con la lógica protestante según la cual el hombre en gracia de dios no tiene nada que esconder. Por otra parte, Bruno Taut ya defendía el empleo del cristal para la construcción de edificios perfectos, inmateriales, signo del anhelo humano por escapar de la cárcel de la materia.
Sin embargo, los rascacielos espejeados de los años cincuenta y sesenta (como la Lever House, de Gordon Bunshaft, de 1950-1952, un juego de láminas vidriadas verticales y horizontales) dejaron de ser considerados como prismas puros para ser vistos como máquinas inhumanas que ya nada ofrecían a la vista y la imaginación. Durante los años ochenta arquitectos como Philip Johnson ofrecieron modelos alternativos, plagados de guiños neoclásicos y ornamentados como el Edificio ATT (hoy Sony) (1984)
Dos hitos en el centro de Manhattan, construidos casi simultáneamente, y que compitieron por el título de edificio más alto del mundo: el Edificio Chrysler (319 metros, de William van Allen, en 1928-30, el rascacielos más elegante de Nueva York), y el Empire State Building (381 metros, de William F. Lamb, en 1931, que sedujo a King Kong). El primero es una alegoría a la pujanza de la marca de automóviles Chrysler: el recubrimiento de acero inoxidable de la cúpula y de la pirámide que la corona, entre expresionista y art deco, los motivos ornamentales como los remates en forma de águila inspirados en el logotipo de la marca, el espacio de acogida triangular, el fresco con una alegoría al progreso que cubre la bóveda de la entrada. Nada presagiaba la crisis económica que estalló al día siguiente de la inauguración del rascacielos. El Empire State Building carece de la estilización, de la gracia del Edificio Chrysler. Con sus macizos volúmenes escalonados, y su aspecto pétreo, parece más antiguo que su rival; y, sin embargo, también fue un símbolo de los nuevos tiempos: era un aeropuerto en las alturas. Poseía de una terraza para el aterrizaje de zepelines (excesivamente peligrosa debido al viento) cuyos pasajeros descendían por la escalera interior de la flecha superior. La realidad era tan descabellada que el Empire State Building fue considerado la moderna encarnación de la torre babélica.
Hoy, sin embargo, las intervenciones más valiosas tienen lugar en espacios públicos. Destaca el parque elevado The High Line, de Diller + Scofidio (2006), en el otrora degradado Meatpacking District , no lejos de Greenwich Village, ajardinado sobre una antigua vía de tren elevada abandonada en la que crecía la maleza, que ha sido mantenida. El hermoso Hudson River Park, iniciado en 1999 (un extenso frente verde entre Battery Park y la calle 59, de arquitectos y paisajistas junto con asociaciones vecinales), la lenta recuperación del Gran Concourse, en el Bronx (una gran avenida, inspirada en los Campos Elíseos de París, proyectada por Louis Aloys Risse en 1890, que acoge el mayor número de edificios art decó de los Estados Unidos, tras Miami), simbolizada por el nuevo Museo de Arte del Bronx, de Arquitectonica (2006), y la peatonalización de Madison Square (2008, por la Oficina Municipal de Transporte), Time Square (2009, de Perkins Eastman Architects) y Union Square (proyecto de 2010) son también ejemplos de los recientes cambios en la valoración del entorno urbano . Los edificios singulares siguen cultivándose, pero es la recuperación y la peatonalización del espacio público, con un mobiliario funcional, que recuerda el sobrio estilo de los pioneros, muy alejados de los excesos de diseño europeos, la que está modificando positivamente la percepción de la ciudad.
Causa admiración la capacidad de transformación, regeneración y superación (tras el atentado de 2001) de Nueva York, que sigue siendo la ciudad en la que “enjambres de ventanas acribillan un muslo de la noche” (F. García Lorca, Poeta en Nueva York)
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