Mujer y niño de frente en la esplanada en la entrada de la ciudadela de Damasco.
Mujeres cerca de la ciudadela de Damasco.
No ven nada. De día caminan, casi siempre acompañadas, de manera más o menos segura, pero en cuanto cae el sol, se agarran al varón, vestido con tejanos y camisetas de manga muy corta, ceñidos, que miran torvamente a quien se atreva a cruzar la mirada (¿cómo, si no ven ni pueden ser vistas?) con ellas, o se detienen inseguras.
En este momento, es posible que se levanten fugazmente el velo. La visión es aún más electrizante que la de una pantorrilla femenina en el siglo XIX: por un instante se descubre el rostro, blanquísimo (no ha visto -ni verá- jamás el sol), de mirada huidiza, que se inclina hacia el suelo, tanteando, sobre el que cae el telón negro cuando intuyen miradas.
En 1995, eran tres o cuatro mujeres cubiertas de pies a cabeza, el rostro incluso, enteramente de negro, en Damasco. Ninguna en Aleppo. El porcentaje apenas ha aumentado en la capital. Son tantas en la segunda ciudad siria, grande como Barcelona, que las mujeres que solo portan un pañuelo parecen casi descocadas. Dan casi ganas de pedirles que se cubran más.
Las telas son sintéticas. A veces, de lana gruesa. En ocasiones, un segundo velo negro, colgado de un gorro negro, cuelga sobre el primer sudario negro. Largos guantes negros -y medias negras- acaban por difuminar el cuerpo, por desmaterializarlo o desencarnarlo. Unas gafas de sol, negras pueden llegar a superponerse sobre el doble velo negro.
Ven tan poco que, en las tiendas, escondidas por alguna mujer, revestida de igual modo, que monta guardia, alzan un poco el velo o el doble velo para ver, casi palpar con los ojos, de tan cerca que se colocan, la mercancia que quieren comprar.
El gobierno sirio -dictatorial y laico- ha reaccionado. No solo ha prohibido el chador -y el sudario- en la universidad, sino que, desde Mayo, guardias situados en las principales entradas al zoco de Alepo prohiben la entrada a las mujeres enteramente celadas. Si no se detienen, les arrancan secamente el velo, con la aprobación en voz baja de muchos comerciantes.
Existe un "segundo" Aleppo (un barrio casi independiente), construido recientemente, a unos pocos quilómetros del centro histórico . Es quizá el mayor lupanar del mundo: cincuenta mil prostitutas rusas trabajan en condiciones indescriptibles. Los clientes son rusos, iranís y de Arabia Saudita.
No lejos de la vía rápida que une el aeropuerto de Damasco con la ciudad, semi-escondido por polvorientos árboles, se vislumbra el remate de neón de un gran edificio, alejado de cualquier carretera visible. Una salida estrecha y llena de curvas lleva hasta dos grandes construcciones de estilo arabizante y neones chillones: un gran restaurante, en el que comen mujeres, casi siempre, vestidas de negro, y un descomunal prostíbulo, visitado por los esposos o los hermanos, erizado de barras verticales, en el que retumba música discotequera. El público no es sirio, sino que acude de Arabia Saudí y de Irán.
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