BAGDAD, 22 de Octubre de 2011
Bagdad ha cambiado desde el primer viaje en 2008. Algunas calles, como Al-Rubayat, y Khafala, han recuperado comercios; se han abierto bares musicales –mal considerados-, restaurantes y centros comerciales. La mayoría de cafés y restaurantes se ubican en la primera planta, de manera a evitar ataques de integristas. Cuando cae la noche, a las seis, esas calles siguen atestadas de luces –contrariamente al resto de la ciudad-, neones y paseantes, sombras que desfilan ante escaparates muy iluminados. Podemos caminar, pero en silencio, a fin que se nota aún más que somos extranjeros.
Aunque suelen explotar un par de coches bomba al mes –en la calle Khefala, precisamente, hace poco, con unos doscientos muertos-, el terror indiscriminado ha disminuido, o ha cambiado de rostro: el asesinato selectivo, en semáforos, y los secuestros son corrientes. La gente camina, interiormente aterrorizada –como reconocen algunos-, vigilando los coches mal aparcados y vacíos: pero no es morir lo que les da miedo –la muerte siempre acontece, y el islam parece ofrecer cierto consuelo-, sino las mutilaciones que las bombas cargadas de metralla producen.
En general, la seguridad ha mejorado con respecto al bienio negro 2006-2007, pero con altos y bajos. En estos momentos, la situación empeora, y se supone que se degradará hasta marzo de 2012, con la retirada definitiva del ejército norteamericano.
A las doce de la noche, como más tarde, las calles se vacían. A partir de la una de la madrugada está prohibido circular. Y los atascos, provocados por los controles, cada doscientos metros, siguen siendo importantes de noche, por las prisas de la gente en llegar a tiempo a su casa.
En dos días, hemos mostrado a los guardias el pasaporte una decena de veces, y un par obligados a dar marcha atrás. Un pasaporte es insuficiente.
Se palpa temor. Está prohibido hacer fotos en las calles. No ocurría en 2008. La policía nos ha llamada la atención.
Los controles están a cargo de la policía armada, a las órdenes del Ministerio del Interior, y el temido –pero más eficaz- ejército a las órdenes del Ministerio de Defensa. Tanques, tanquetas y camiones metálicos cortan el paso y obligan a circular en zigzag. Unos sesenta zepelines norteamericanos sobrevuelan la ciudad para localizar a los causantes de matanzas. Al parecer son eficaces.
La invasión del país, en 2003, provocó la muerte de un millón de jóvenes varones. Hoy quedan tres veces más mujeres, viudas o casaderas, que hombres.
Los altos muros de hormigón que protegen barrios y edificios, y dificultan o imposibilitan el libro movimiento, siguen aún en pie. Cada intento de desmantelarlos ha sido seguido por nuevos atentados que ha obligado a reponerlos. El cuidado del espacio público, en esas condiciones, es difícil. El servicio de recogida de basuras funciona, pero el agua carece de presión –el agua potable es privada-, y la energía procede de potentes generadores que consumen fortunas. Los esfuerzos, las inversiones se dedican a defensa, no a la recuperación del espacio comunitario.
Sin embargo, la ciudad está cambiando de aspecto. Nuevos edificios alternan con bloques que se restauran o se completan de dos modos: pintando las fachadas de hormigón con pintura industrial, ocre, rosa o azul cielo, o cubriéndolas con paneles metalizados de Alucobond, venidos de China, dorados, plateados o con colores chillones., dispuestos como un juego de ajedrez. Montados sobre guías, forran con poco gasto los edificios parcheados. Los paneles se alternan con grandes superficies acristaladas teñidos. Bagdad pierde su aspecto terroso, fundido con el desierto, y se va asemejando a la periferia de almacenes y macro-discotecas de cualquier ciudad mediterránea. Alguien ha comparado Bagdad, hoy, con Andorra.
Pero a Bagdad se la conoce como La Ciudad de la Esperanza. No es un mote cínico. Cuando se ha perdido todo, ya solo queda la esperanza; la esperanza de que la situación mejore, y la vida segura vuelva.
Una vida nerviosa, agotadora, recorre las calles. No queda otra.
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