sábado, 21 de abril de 2012

EL IMAGINARIO ARQUITECTÓNICO EN LA REVISTA ¡HOLA!











El Colegio Oficial de Arquitectos de Cataluña (COAC), en Barcelona, cuando no había dilapidado los ingresos ni éstos habían menguado drásticamente, organizó en 2006 una pequeña exposición sobre la imagen de la arquitectura modélica que la revista española ¡Hola! (y su versión inglesa Hello!) ofrecen.
El catálogo tenía unas pocas páginas. Debe de estar agotado.
Éste es uno de los textos que lo componían.


EL TIEMPO NO PASA: EL IMAGINARIO ARQUITECTÓNICO EN LA REVISTA ¡HOLA!


1.- Presentación (modelos de hogar)
Las revistas de arquitectura, nacionales y extranjeras están dirigidas por y para profesionales; no suelen traspasar el estrecho círculo de los técnicos y no llegan al gran público. Cuando esto ocurre, es a costa de que se destaque el carácter a veces abstruso o excesivamente teórico de los textos, la escasa funcionalidad de los espacios mostrados y la dificultad o imposibilidad de compararlos a edificios conocidos y asumidos que ayuden al reconocimiento y la valoración de los modelos propuestos. Los debates que suscitan y los modelos que ofrecen son de uso estrictamente interno.
Por el contrario, distintos tipos de revistas para el gran público ofrecen regularmente modelos de arquitectura y de interiorismo que van conformando, sin que seamos conscientes, el gusto común.
Entre estas revistas destacan las llamadas “revistas de decoración”, los suplementos dominicales de los periódicos (ambos de gran difusión) y, ante todo, la denominada “prensa del corazón”. A través de sus reportajes, ésta muestra un cierto imaginario arquitectónico que pretende al tiempo educar el gusto popular o mayoritario y coincidir con él.

Estas imágenes no son neutras. Transmiten, por el contrario, una ideología o un ideario que defiende casi siempre los seguros valores del hogar que se exponen paradigmáticamente. Este tipo des revistas está concebido para hacer soñar, mostrando mundos inalcanzables que, por un momento, se abren a la contemplación popular, para significar la distancia infranqueable a la que aquéllos se hallan.
Los interiores se presentan como modelos, inmunes al tiempo, al presente. Son como casas celestiales, palacios encantados, casas de ensueño que revelan que, en otra parte, existe un mundo seguro, recoleto y cerrado y, por tanto, ajeno a la (a una) modernidad juzgada turbadora, destructora[1].

El texto comenta modelos de espacio interior que aparecen regularmente en algunas revistas del corazón (y, en concreto, en un semanario, muy conocido y, en gran medida, “respetado” por el público: ¡Hola!) de gran tiraje.
Posiblemente sea ésta la revista de mayor venta en España. No posee una sección fija dedicada a la arquitectura y la decoración; sin embargo, tras revisar cada uno de los números publicados desde 1990, se ha comprobado que se publica, casi semanalmente, un reportaje, en ocasiones muy extenso –algunos son aún recordados pese al tiempo transcurrido-, dedicado a una casa (o a una mansión) habitada, en ocasiones bajo un epígrafe titulado Casas con Estilo, y no “casas de estilo (“clásico”, “romántico” o “campestre” o “montañés”, que son los “estilos que más abundan): la expresión adjetivada “con estilo” no remite a una determinada forma (del pasado, casi siempre) –aunque también este matiz está implícito-, sino a la imagen que transmiten, de contención, serenidad y orden, de “clase”, en todos los sentidos de la palabra. Estas viviendas pertenecen a personas de una clase determinada -en general, “(a)fortunada”, noble o de rancio abolengo, con posibles (en apariencia heredados), que parece vivir a menudo de los bienes familiares, sin duda inmemoriales- o que aspiran a equipararse o a parecerse a ésta[2]. Los interiores no son necesariamente lujosos. El lujo y la ostentación no son siempre –ni siquiera habitualmente- los valores que transmiten, sino que ¡Hola! suele buscar casas (a menudo recientemente construidas o decoradas) que respondan a un ideal de hogar situado fuera del tiempo (presente) -lo que, en ocasiones, exige poseer una pequeña fortuna-, inmune a la confusión de géneros y de espacios, como si de un castillo encantado se tratara. Si estos interiores parecen fuera del alcance del público no es por su precio, su “valor” monetario, sino porque remiten a unos valores que no son comunes –ni lo han sido sin duda jamás, toda vez que dichos valores son propios de un mundo ideal, soñado o ilusorio-. ¿Cómo se configura entonces esta imagen ideal y cuáles son los valores subyacentes?


Las obras seleccionadas son unas sesenta, casi todas españolas. Representativas de las que se suelen publicar en esta revista, responden todas o casi todas a unos mismos criterios y se presentan del mismo modo, un modo muy alejado de los que imperan en la prensa especializada (las revistas de arquitectura). Ésta concede la primacía al autor de la obra: suele mostrar planos y fotografías, casi siempre del exterior, de la fachada, junto con alguna vista de los espacios interiores, siempre vacíos, libres de muebles, prístinos, tal como el autor los entrega al propietario, antes de que éste los ocupe, los habite, y, por tanto, deje una huella que altera inevitablemente la creación arquitectónica. Por el contrario, la revista ¡Hola! cita siempre al dueño (una figura popular, que suele posar precisamente en dicha prensa del corazón), pero casi nunca el autor (arquitecto o decorador). Los interiores han sido creados por el, o mejor dicho, “la” propietaria. La casa, esto es, el espacio interior, es su obra, la obra de su vida, un sueño al fin materializado (y, en tanto que sueño hecho realidad sólo puede haber sido creado por aquélla): los colores, los materiales, la selección y disposición de los muebles y los “objetos decorativos” responden al gusto de la esposa, de la madre de la familia, de la “señora de la casa”[3] (ayudada, en ocasiones, según se afirma, por un profesional, sin duda prestigioso, cuyo nombre sólo se cita en el artículo cuando se refiere a un personaje popular y respetado, favorecido por la realeza o la “alta” aristocracia). Ésta actúa como la guardiana o protectora del hogar (y que acepta posar y reflejarse en medio de su creación). El interior se asocia, entonces, principalmente a criterios, a valores que se consideran femeninos, en los que se mezclan la suavidad de las formas, los tonos cálidos, bañados por un barniz que se  asocia a las imágenes el pasado, y las muestras del ancestral y callado trabajo femenino: el bordado, la tapicería y las composiciones florales: imágenes que se equiparan a los sueños de la familia propietaria –o del o de la lectora de la revista- a sueños de una estructura familiar que ya no existe, o que nunca existió salvo en sueños.
Es el nombre y la popularidad del propietario los que influyen decisivamente en la elección de los hogares por parte de la revista. Las casas están íntimamente ligadas a sus dueños, como si actuaran a modo de espejo de la personalidad de éstos y de los valores que pretende asumir.
La casa, y en especial el interior (la prensa del corazón suele escoger interiores o vistas exteriores lejanas, perdidas en jardines exuberantes), aparece como la prolongación de la “casa”, esto es, el linaje familiar que la ocupa. Casa y “casa” forman una unidad indisoluble.
Los personajes que aparecen en el ¡Hola! suelen mostrarse como modelos de comportamiento. Se les supone cultura, educación, discreción, distinción. Se exponen como un remedo, o un recuerdo, de la aristocracia (aunque, en ocasiones, sí son descendientes de la aristocracia dieciochesca). Por esto mismo, estos valores, aplicados al hogar que los simboliza o en el que se proyectan, se traducen en imágenes que evocan hogares soñados, ideales, pertenecientes a “otro” tiempo, pero que se muestran como modelos a seguir, en oposición a los valores que se identifican con la contemporaneidad.

2.- El imaginario del hogar
Todas las imágenes que aparecen en la revista ¡Hola! (como en cualquier revista de arquitectura y decoración) constituyen variaciones sobre el imaginario del hogar (o un determinado imaginario) –sobre lo que se supone es un hogar-, opuesto a los valores relacionados con el mundo exterior, necesariamente juzgado agreste, inhóspito, agresivo.

Estas imágenes declinan una y otra vez el tema de lo hogareño. Varios de los propietarios afirman en la entrevista que suele acompañar el reportaje, utilizando expresiones muy semejantes, que han luchado por tener, no una casa, sino un hogar[4]. Antes que “casa”, emplean, en todo caso, el término “lo casero”. Éste evoca, de inmediato, una creación personal y esforzada, casi manual y única –frente a la impersonalidad del hotel, del lugar de paso, y de la personalidad o del gusto ajeno y, por tanto, exterior a nosotros, como en la vivienda prestada-, en la que el tiempo, empleado sin contar, ha ido destilando las formas; en este caso, “casero” convoca imágenes de un entorno labrado voluntariamente, con quietud y sabiduría, a la medida de las esperanzas del habitante. La casa es una construcción mental[5]. “Lo casero” se asocia a nociones, relacionadas entre sí, de ambiente familiar, de paz, confort, seguridad, abandono, lentitud, confianza, calidez, ruidos amortiguados, silencio incluso, sin que la soterrada inquietud que genera lo excesivamente familiar y recóndito deje de estar involuntariamente presente. De algún modo, estos espacios, presentados como perfectos, son, a menudo, extraños y generan cierta desazón, pues se diría que el habitante se podría ahogar o se podría perder, en todos los sentidos de la palabra, física y psíquicamente, en ellos. Éstos son espacios en los que se ve la vida pasar. Quieren ser lugares para estar –las imágenes de salas de estar, justamente predominan sobre las demás y se muestran como el corazón del hogar, junto con el dormitorio, expuesto como una cámara secreta, un sancta santorum-, para morar, para demorarse –lejos de la frenética actividad que se intuye en el exterior.
En verdad, las imágenes denotan una paradoja: muestran interiores que quieren ser prototipos de espacios íntimamente relacionados con la vida personal, con la ensoñación, con el abandono de las preocupaciones –un mundo soñado o poblado de ensoñaciones, en suma- pero, al mismo tiempo estos lugares, llenos de muebles, están vacíos de vida y dan la sensación que la vida difícilmente anidaría en aquéllos. Parecen concebidos más como escenarios –en los que se teatraliza la vida familiar acomodada- que como espacios de acogida. Quizá no sea casual que uno de los profesionales que ayudaron a la decoración de uno de los interiores seleccionados por Norma Duval fuera uno de los escenógrafos de la serie televisiva Dinastía.

Los valores asociados a lo hogareño se exteriorizan a través de una serie de rasgos comunes a la mayoría de los interiores que este tipo de prensa semanal escoge y publica.

2.1.- Mundo cerrado
Las imágenes muestran espacios separados del mundo exterior por un cierto número de filtros superpuestos, opacos y translúcidos: cortinajes, cortinas, visillos, persianas, vidrios de colores, ventanas de hojas compartimentadas, pero también paneles, biombos, muebles que no sólo cierran, ocultan o velan todas las aperturas al exterior, sino que constituyen barreras o tamices que se interponen entre el usuario –o, en verdad, el espectador- y los muros perimetrales que conforman la última frontera, el último bastión ante un exterior juzgado contrario a los valores familiares que se supone traducen estos interiores. En verdad, los muros no se muestran ostensiblemente como una barrera ante el mundo exterior. Ni siquiera son siempre visibles. Antes que desnudarlos, exhibiendo su imponente presencia, se recubren, se ocultan tras papeles floreados, telas y cortinas que parecen contradecir la dureza del muro, como si sólo frágiles vanos, hechos de tela o de papel, como unas mamparas orientales, protegieran al usuario. Las defensas están más cerca de la cáscara que del caparazón. Su misión consiste en hacer olvidar lo que acontece fuera de los límites, centrando la atención en lo que se convierte en un nido[6]. La materialidad del muro desnudo, por el contrario, no cesaría de recordar, por su aspecto macizo, pesado y material, las duras condiciones, opuestas a la vida, que, sin duda, campean al exterior.  La protección que el muro ofrece es tan sólo física; por el contrario, la que invocan los límites vaporosos que las telas bordadas o estampadas sugieren no puede sino tener una eficacia infinita y renovada constantemente, pues entra de lleno en el mundo de la magia y de las creencias. Las paredes de ladrillos o de hormigón sólo defienden a los cuerpos, a la exterioridad de los seres; su interior sólo puede sentirse en confianza rodeado de paramentos, hechos de luz o de colores, evanescentes, encantados o encantadores. A los muros se les puede derribar; la fe, por el contrario, es inmune a las evidencias.
La “interioridad” del interior, su condición de ser (un) interior, se acentúa por la falta de luz natural. Aún cuando ésta llene las estancias, lo hace con el imparable, insistente e inquietante avance de un perfume dulzón; llega tras haber sido filtrada, matizada, neutralizada, convertida en una materia impalpable y lechosa, en la que los rayos se han disuelto, que recubre las formas, como si una gasa vaporosa se tratara, limando las aristas, fundiéndolas en una masa continua y amorfa, antes que destacarlas nítidamente. Se diría que la luz no proviene del exterior sino que emana, como un fantasma inmemorial, como una respiración cansina, un vaho inevitable, de las estancias de las que constituye algo así como un aura, como si estuviera sustancial e íntimamente unida a los objetos, pegajosamente adherida a las paredes. El exterior ha sido tan fehaciente y logradamente neutralizado, negado, que ni siquiera el símbolo por excelencia del aire libre, la luz, está asociada a aquél. La luz, casi ultramarina, procede de las oscuras entrañas del mundo interior.
Las lámparas (alternan las lámparas araña, que denotan riqueza, con las lámparas de mesa de pantallas imponentes, que filtran y concentran la luz, y evocan bienestar), suelen ser estar encendidas aunque, en el exterior, sea de día. Pero la penumbra –antes que la luz, aún filtrada o negada en tanto que luz irradiante-, que se asocia con los íntimo y lo recoleto, con la casa familiar, ancestral, la casa de la infancia, siempre brumosa, la casa inmemorial, siempre invade estos espacios que sólo el refulgir de ornamentos dorados, signo de prosperidad, ilumina cálidamente.
Espejos de grandes dimensiones, dispuestos en ángulo, amplían el espacio sin oponerse a su condición de lugar cerrado sobre sí mismo. Antes bien, dichas lunas multiplican, y por tanto, acrecientan la “interioridad” del interior, cómo si más allá de sus límites nada existiera, como si todo el mundo se resumiera en este espacio del que no se pudiera salir, toda vez que los espejos, por el juego de imágenes reflejadas que se despliegan como un inmenso plano envolvente, convierten la sala o las estancias en lo más parecido a un laberinto, en el que lo real y la imagen reflejada se confunden.
La imagen de espacio cerrado se acrecienta con la ausencia de elementos sin cuya existencia no se concibe, actualmente, un hogar: teléfonos, radios, televisores, ordenadores, incluso interfonos o cámaras exteriores (que muchas casas pudientes aisladas suelen disponer). Es muy posible que al menos algunos de estos aparatos se hallen en la casa: ¿acaso existen muchas casas en España sin teléfono ni un solo televisor –sobre todo en viviendas de personajes públicos? Pero, en este caso, las fotografías evitan casi siempre mostrarlas. En un centenar de imágenes seleccionadas, sólo dos muestran algunos de estos aparatos. Sin embargo, en un caso, el televisor apenas se vislumbra -en una esquina de la fotografía- pues está escondido dentro de un falso secreter de madera lacado u oscuro. No se muestran, entonces, aquellos medios que permiten el contacto, visual o sonoro, con el exterior. Todos los puentes que abren una ventana, siquiera indirectamente, por medio de imágenes en pantallas, hacia fuera, están proscritos en las fotografías. Ciertamente, la forma y los materiales (casi siempre plásticos) de estos mecanismos, considerados a veces vulgares, prosaicos, en los que su función es excesivamente evidente, que carecen pues de misterio (un teléfono es un teléfono, un auricular feote y anticuado por querer parecer siempre moderno, unido a un cordón enrollado parecido a una cola de cerdito, y nada más), pueden no estar en armonía con el resto del mobiliario que se supone culto y refinado, propio de épocas en las que los televisores, que no existían, no estaban todo el día invadiendo el espacio con voces atronadoras e imágenes cambiantes. Pero su inexistencia contribuye a que la imagen de estos hogares que se impone sea la de lugares fuera del tiempo, silenciosos y pausados, que evocan un modo de vida opuesto al que impera en una urbe industriosa -que se supone apresurado y banal-.
En ningún momento sabemos si estas casas están en medio de la ciudad o en el campo. Tampoco revelan los interiores la profesión de los propietarios. Raras veces se muestran despachos o áreas de trabajo –que denotarían un estrecho y activo contacto con el exterior-. Estas casas son o se muestran como lugares de reposo, donde replegarse, dedicarse a uno mismo, a formarse, a cultivar estoicamente su jardín[7]. Nada denota el lugar en el que se ubican, como si éste no contara a la hora de definir el espacio interior. Son casas situadas en ninguna parte, en un espacio abstracto, irreal o imaginario, son espacios puramente interiores. La vida de sus habitantes sólo se desarrolla entre las cuatro paredes. Fuera, aquélla es inimaginable. Las casas parecen celdas, tan grandes como se quiera, en las que los habitantes se hubieran recluido, viviendo vueltos sobre sí mismos, en un espacio semejante a una cueva o a un útero (el espacio originario, el primer ámbito en el que se guarece el ser humano), sin querer saber nada de lo que acontece más allá de la vivienda.

La publicación de las imágenes de estos interiores en una revista de tan amplia difusión como es ¡Hola!, en tanto que los expone a la mirada inquisitiva de la multitud, podría hacer saltar el carácter recluido de estos hogares, desvelando lo que debería quedarse, salvaguardado de miradas  indiscretas, oculto. Lo propio de estos hogares, y de todo hogar, sin duda, que es el permanecer entre cuatro paredes, de pronto se disolvería ante la opinión pública. Lo que sólo hubiera debido estar al alcance de los habitantes de la casa se revelaba ante todo el mundo. Un secreto, de algún modo, podría ser violado. Sin embargo, estas imágenes, multiplicadas casi hasta el infinitivo (el número de ejemplares vendidos semanalmente es abrumador), contempladas por un sin número de ojos para quienes parecen haber perdido su misterio, que parecen convertir estos espacios ajenos en lugares tan conocidos como el hogar de cada lector, no impiden que estas estancias sigan siendo, o mejor dicho, sean mundos cerrados al exterior: su “cerrazón” sólo existe en la fotografía. La imagen no puede atentar contra aquél; antes bien, lo crea. No sabemos si estos interiores están en la realidad tan desvinculados del espacio exterior. En verdad, es difícil creer que, en la vida diaria, se suela vivir con las lámparas encendidas a pleno sol, o que las tupidas cortinas a rayas del comedor de El Litri (¡Hola!, núm. 2500, 9 de julio de 1992, p. 15) estén, a la luz del día, permanentemente cerradas, pese a hacer juego con las amplias franjas de la tela del sofá. Lo que cuenta, lo que nos influye, es la imagen que ofrecen de sí mismos.  Pese a que las estancias parezcan someterse al inquisidor ojo de la cámara que hurga en los espacios sin que quede rincón alguno en el que esconderse, las fotografías metamorfosean los interiores en escenarios, en decorados -en imágenes, pues-, y sus moradores en actores que, por un momento (el momento de la contemplación distraída del lector), posan ante él, antes de desvanecerse al girar la página. Los espacios (que han sido ordenados por los propietarios o, con más seguridad, por los estilistas de la revista, para ser retratados) y sus propietarios se muestran para ser vistos, se exhiben en estudiadas composiciones o poses. Es nuestra acción de mirar la que determina la actuación, el gesto y la disposición de lo que se ofrece a la vista, de lo que acepta mostrarse. La verdad de estos interiores, su carácter vuelto sobre sí misma, que es lo que se pretende hacer llegar al público, la engendra la imagen. Todo parece orientarse, disponerse para ser contemplado, todo se dispone frente al punto de vista del fotógrafo –y del lector. De este modo, sólo se revela lo que se quiere mostrar. 
Y, sin embargo, el lector podría no dejar de tener la impresión que, involuntariamente quizá, inevitablemente sin duda, algo esencial, consustancial a estos interiores, ha salido al exterior, captado por la imagen –y que sólo la imagen puede desvelar-. Estos espacios, incluso fuera de lo focos, no parecen haber sido compuestos para ser vividos sino para ser mostrados. De algún modo, el escenario en el que se transforman a la hora de ser fotografiados, no es ajeno a su condición. No son interiores, espacios para la vida, sino decorados (al menos durante su exposición pública, el único momento en el que tenemos acceso a estas estancias), lugares para la exhibición, en los que se prolonga y se proclama lo que los usuarios quieren que se sepa, se vea. Estas estancias se metamorfosean en escenarios porque, de algún modo, ya lo son: escenarios en los que los moradores sueñan lo que quizá o sin duda no son,  que reflejan no lo que son sino lo que quieren ser, lo que quieren que los lectores crean que son. Como ocurre con cualquier hogar –que arreglamos  para que ofrezca una imagen mejorada de nosotros mismos.

Ésta la condición de espacio interior requiere la presencia latente (negada pero intuida) del espacio exterior, de los agentes externos que rondan la vivienda. La seguridad que un hogar ofrece destaca cuando, por el contrario, los elementos naturales (el viento, la tormentas, la lluvia inclemente) se desatan con violencia; al recordar su presencia,  ponen el acento, paradójicamente, sobre el bienestar que un interior en calma asegura. Se enfrentan, aunque inútilmente, con la impasibilidad del espacio abarquillado, vuelto sobre sí mismo, como si, al dar la espalda al infinito espacio exterior, lo negara. Quizá sea por este motivo que las viviendas que mayoritariamente la revista ¡Hola! muestra sean casas aisladas (villas, primeras o segundas residencias, mansiones, palacios, casas de campo, etc.), expuestas por todos los lados a la intemperie –aunque sólo sea la de un jardín cuidado en medio de una urbanización-, y no pisos, espacios que sólo se relacionan con el exterior a través de uno o dos paramentos. Incluso en los escasos ejemplos de aquéllos, la prestancia y el tamaño de las estancias -que no el lujo- son más propios de una villa palaciega que los de un piso que siempre uno se imagina angosto y oscuro –y cuya oscuridad no sugiere calidez intimidad sino amenaza e inquietud-. Los pisos despiertan imágenes de techos bajos, de estancias pequeñas que un pasadizo raquítico reúne como si de una cuerda se tratara, de estrecheces en íntimo contacto con las miserias del vecino, de roces no deseados, de enfrentamientos nunca resueltos. Por esto, las mejoras en la escala social se suelen asociar a sueños de viviendas rodeadas de jardines, lejos de agrupaciones molestas o temidas, sueños de evasión en la naturaleza que se terminan y que culminan en el retorno al hogar, que adquieren su sentido con la vuelta al espacio propio. Lo sean o no, las casas seleccionadas responden a los anhelos de protección del ser humano, que puede girar la cara al exterior, como si los peligros que éste acarrea hubieran quedado súbitamente neutralizados.     

Quizá lo que simbolice la protección que el hogar concede sea, precisamente, el “hogar”, es decir, la chimenea. Como ha observado agudamente Teresa Tapada, la chimenea preside gran parte de los interiores, de las salas de estar o de los dormitorios. Su presencia es inútil hoy en día: nadie (ni siquiera los que sueñan con las mansiones del pasado) se alumbra, cocina ni se calienta con el fuego. Aquélla sólo está justificada por el imaginario que acarrea. En tanto que objeto perteneciente a otro tiempo, su figura imponente y su gratuidad evoca los tiempos cuando la prisa no dispersaba a los miembros de la familia. El fuego recuerda los momentos en los que los usuarios se agrupaban para calentarse y reponerse, sin duda, pero también para discurrir. El fuego impone su tiempo –de contemplación fascinada, de plática tranquila o de meditación-, distinto del tiempo que rige en el competitivo mundo exterior. El tiempo, alrededor el fuego, queda suspendido, tiempo que sólo los que disponen de él pueden disfrutar. Las chimeneas se suelen construir en las segundas residencias pues, precisamente, su presencia está asociada al ocio y al descanso, cuando las exigencias del presente se detienen, por unos días. Sin embargo, las viviendas que la revista ¡Hola! destaca son, principalmente, primeras residencias. Pese a este hecho, tienen el espacio y el tiempo necesarios para acoger una (gran) chimenea.
Como recuerda Teresa Tapada, las chimeneas centran el espacio. En ocasiones, las fotos, intencionadamente, erigen a la chimenea en el centro de la composición, frente a la cual se disponen ordenada y simétricamente el resto del mobiliario. En este sentido, la chimenea –al igual que la televisión, pero dicho electrodoméstico, como veremos, parece no estar presente en los interiores que la revista ¡Hola! divulga- reemplaza los antiguos altares familiares. Los objetos que mejor simbolizan a la familia y que remiten a un origen supuestamente ancestral, tales como fotos de familia, especialmente en blanco y negro (los mayores, desde el más allá, parecen velar sobre el fuego que anima y reconforta el hogar), se disponen sobre la repisa. Ésta suele estar a mayor altura que el resto de los muebles. De este modo, todo lo que se deposita sobre la parte superior de la chimenea queda realzado, pese a su necesariamente pequeño tamaño (que, por otra parte, denota su carácter frágil y precioso, como si fueran los testimonios más antiguos, y, por tanto, más eficaces en tanto que rescatados de la destrucción que el tiempo conlleva, acerca de los orígenes de la familia). En la casa Ambiciones, de Jesulín “de2 Ubrique, sobre la campana monumental  de una chimenea (que esconde un aparato de gas, lo que acrecienta el carácter simbólico, que no funcional, del fuego), se despliega un complejo escudo, de gran tamaño, el emblema, real o ficticio, de la familia (¡Hola!, núm. 2671, 19 de octubre de 1995, p. 75). Lo que resume una concepción de la vida, lo que revela una actitud ante la vida, aparece asociado al fuego. La chimenea, nuevamente, nos retrotrae o quiere retrotraernos a la lumbre primigenia, al alma de la casa, al espíritu de los antepasados.

2.2  “Horror vacui”
Los objetos se multiplican por todas partes como si se tratara de disminuir el espacio y alejar al usuario de los límites de éste, acercándolo al centro, al fuego que, en ocasiones, como ya hemos comentado, preside la estancia. Estos interiores sienten el horror vacui. Prolifera un sin número de muebles (antiguos o de estilo “antiguo”), se diría que pesados, difíciles de desplazar –y menos de plegar-, enraizados parece que desde siempre (incluso cuando se sabe que los propietarios acaban de instalarse) en medio de las salas o contra las paredes. Muchos declinan todas las modalidades del ancestral, hogareño y femenino acto de ordenar, de guardar, de preservar (chiffonniers, costureros, alacenas, baúles, armarios, guardarropas, cómodas, bargueños, aparadores, cantoneras, chineros o escritorios).Muebles sin una función evidente, complementos, objetos decorativos (reconocibles, como cajas, cajitas, mecheros, ceniceros, abrecartas o pisapapeles, o de género o de función inciertos) expuestos como en un altar, cuadros, bronces, fotografías enmarcadas completan el mobiliario y la decoración. Enseres, motivos y colores ocupan la totalidad del espacio. Las superficies lisas, los espacios vacíos están proscritos. Las detallistas descripciones de los redactores del ¡Hola! insisten en el abigarramiento de muebles y de acabados, ponen el acento en la superposición de motivos, descubren, con precisión casi etnológica, la diversidad y multiplicidad de las telas (de los tejidos, las calidades y los dibujos), y los mármoles: se destacan “suelos de mármol colocados en cartabón y rodeados por una cenefa perimetral en mármol negro”; no lejos, “la colcha y los cojines presentan motivos florales en azul y blanco”; finalmente, se menciona que “un gran cuadro con la imagen de un leopardo (a tono con la tela moteada de los cojines) preside la estancia” (casa de Maya Lances en Marbella, ¡Hola!, núm. 3027, 15 de agosto de 2002, p. 12). En otra vivienda, destacan “las alfombras de petit-point, una mesa de escritorio china, mesitas inglesas de bambú y lámparas de opalina” (casa de Duarte Pinto-Cohelo en Extremadura, ¡Hola!, núm. 3042, 28 de noviembre de 2002, p. 12). El chalet que Norma Duval posee en Finestrat destaca por  “las paredes (…)  pintadas en tonos ocre, con las cornisas en blanco, al igual que las rejillas del aire acondicionado centralizado” (¡Hola!, núm. 3078, 7 de agosto de 2003, p. 8). El dormitorio de invitados de la casa de Begoña Zunzunegui se caracteriza por tener “camas tapizadas en toile de jouy de color piedra blanco. Están acompañadas de sendos doseles con telas de lino. Entre ambas, una mesita de noche gustaviana” (¡Hola!, núm. 3109, 4 de marzo de 2004, p. 10). Una última cita, dedicada a la vivienda de un decorador barcelonés, parece resumir el espíritu de estos hogares: “mezcla de objetos y estilos dentro de un gran barroquismo y suntuosidad” (¡Hola!, núm. 3118, 6 de mayo de 2004, p. 112). Mezcla: una  palabra tabú en el vocabulario de la arquitectura contemporánea. La mezcla evoca la impureza o la contaminación por estilos y enseres que no deberían estar presentes y que, por tanto, son propios de una época ajena que de pronto revive. La mezcla, que necesita de un fuerte removido para cuajar, despierta las fuerzas amenazantes del pasado y las hace ascender hasta el presente poniéndolo en peligro. La diversidad de tramas, que configura un extenso mosaico de materiales y de motivos, y que se extiende horizontal y verticalmente, a base de capas superpuestas, remite a un mundo ancestral, a calladas labores femeninas de ganchillo, bordado, tejido, pespunteado. Un manto de motivos entrecruzados, en los que la vista se entretiene y se pierde, bajo la pálida luz que se disuelve en las salas, recubre y vela la dureza de los límites de las estancias.
Los muebles se  escogen no por la función que cumplen –función que las formas del pasado cuidadosamente camuflan[8]-, sino por su sola presencia, por los valores que encarnan: valores de permanencia, de anclaje seguro en un tiempo remoto que ha escapado a los vaivenes de la moda y a la destrucción temporal, de tradición y gusto reconocido y reconocible, a través de los cuales los propietarios aspiran, ansían asociarse a la aristocracia. Se tienen no tanto para cubrir necesidades sino por el placer de tenerlos, como si hubieran estado siempre allí, introduciendo un tiempo (un tiempo pasado que se conjura por el lento discurrir que debería apaciguar el ánimo y recrear una imagen de hogar defendido de las agresiones del tiempo azorado por el paso de las horas), tiempo que nada tiene que ver con el tiempo presente. Quieren dar la sensación que se trata de un espacio, en cierto modo sacralizado, habitado desde siempre, en el que se han sucedido generaciones, un espacio íntimamente relacionado con el usuario y con su linaje –un interior que hace cuerpo con éste, que se muestra como su directa prolongación, como si el propietario actual, heredero de una familia muy antigua, no pudiera vivir en otro sitio-. En un caso, incluso, el salón acoge, como en un santuario o una capilla privada, “un museo” dedicado al esposo difunto, “al lado de todos los recuerdos de nuestros viajes, en los que hay mucho amor compartido”[9]. La sala parece haber sido concebida a modo de relicario. Desde luego, en casi ningún caso, se trata de casas individuales, ni siquiera familiares, sino de moradas de un clan, de un linaje cuyos orígenes se remontan o se pierden en el tiempo.
No es necesario precisar que estos datos no son necesariamente ciertos –en ocasiones, las casas pueden ser de construcción o de adquisición reciente-. Lo que cuenta son los valores que se pretende transmitir a través de una cierta distribución y del tipo de mobiliario y, sobre todo, a través de la selección de imágenes de dichos interiores, de cuidados encuadres. 
Los interiores tienen que dar la sensación que no rehuyen al hombre sino que, por el contrario, se adaptan a su cuerpo como si de un lecho, una cuna, o un abrazo se trataran. Por esto, los muros, los muebles, las lámparas, están todos ostensiblemente tapizados. Las sillas de comedor de una de las casas, incluso (o sobre todo) las patas de éstas, están entera y pudorosamente forradas de tela, escondiendo su desnudez, como en los mejores años victorianos[10]. Varias capas de delgados cojines de distintos colores, anudados a la parte superior de las patas, recubren los asientos de algunas sillas. Uno no se sienta en ellas; se hunde lentamente como si se uniera a ellas. No son sillas sino sillones en miniatura. Se escucha casi el breve rebufo que emiten cuando la persona se sienta. Las sillas evocan imágenes colegiales, monacales; los sillones y las sillas de blandos asientos remiten casi al seno materno, a espacios cóncavos, recogidos, envolventes, a interiores de los que nunca se saldrá. Las comidas, alrededor de grandes mesas, se convierten así en una comunión entre comensales entregados, unidos por un mismo espíritu, protegidos de la dureza de la vida en el exterior. Los doseles rectos y hieráticos de las sillas, por el contrario, avisan a los usuarios que no deben abandonarse y los mantiene en alerta, con la espalda recta, recordándoles la rectitud modélica que debe regir en los espacios cerrados en los que las distancias entre las personas se acortan peligrosamente. Por este mismo motivo, los sofás están pertrechados de distintos tipos de cojines y cojinetes de raso o terciopelo, cuadrados, rectangulares o cilíndricos; las camas, altas y anchísimas, yacen sepultadas por una batería apelotonada de almohadas, almohadones, almadraques y gruesas almadraquejas rodeadas, como si un halo neblinoso las envolviera, por una fina tira de puntillas, cuya superficie visible sirve, en ocasiones, de soporte de una variada imaginería que, a menudo, recrea escenas hogareñas y tranquilizadoras: perros falderos, casitas en medio de un paisaje nevado, etc., eventualmente bordadas lo que, al remitir a unos trabajos que requieren tiempo, paciencia y tranquilidad, acentúa la impresión de un tiempo suspendido que las imágenes recuerdan. Evocan sensaciones de molicie. Los estampados floreados, las gruesas telas, las tapicerías, las alfombras de estilo persa superpuestas sobre suelos enmoquetados contribuyen a esta recreación de un espacio en el que uno puede abandonarse, entregarse sin resquemor, sin miedo a herirse. Los valores que este tipo de casas, y las imágenes con las que se las retrata, asocian al hogar, tienen que ver con la vida contemplativa. Son retiros, nidos, en los que el ser humano puede comportarse como es, quiere ser, o quiere que se piense que es.

2.3.- Los estilos inmemoriales
Al contrario de las casas mostradas en las revistas profesionales ( vacías, salvo si el arquitecto ha podido responsabilizarse de la selección y disposición de los muebles y los enseres y de la decoración hasta el último detalle), los interiores en la revista ¡Hola! aparecen profusamente ocupados por toda clase de objetos, como si se quisiera afirmar que la casa está habitada desde hace mucho tiempo y que, de algún modo, los ligámenes entre el arquitecto y su obra, responsable aquél sólo de la estructura, de los muros desnudos, han quedado cortados desde hace tiempo, reemplazados por los que se han establecido entre el propietario y “su” hogar, convertido éste en un reflejo, en una prolongación suyos –o del linaje familiar, actualizado por el propietario actual.
La casa y el tiempo. Las casas “del” ¡Hola! revelan una concepción del tiempo particular; son como un determinado tiempo encapsulado. Actualizan un tiempo histórico –que substituye al tiempo presente-, pero, paralelamente, anulan con éxito el paso del tiempo. El tiempo no parece afectarlas. Es casi imposible fechar con precisión estos interiores. En ocasiones, la distribución de los espacios, la altura de las estancias, la anchura de los pasos, propios de construcciones que se adivinan modernas, no están en consonancia con la decoración palaciega (que recuerda a las imitaciones burguesas decimonónicas de los interiores aristocráticos del siglo XVIII). Contemplando las imágenes, es muy difícil saber a qué época pertenecen. La confusión sobre su edad que generan en el espectador se acrecienta por el hecho que no todos los enseres son antiguos sino que sólo tienen una apariencia antigua. No tienen necesidad de ser antiguos; lo que cuenta es la imagen que recrean; los sueños no tienen porque tener sustancia; cuando se hacen realidad, se convierten en pesadillas. Las formas pertenecen al pasado; las técnicas, las medidas incluso, no coinciden necesariamente con las que se empleaban otrora. Se busca componer, como en un escenario, una imagen que escape al presente. Así, “uno de los objetivos de Susanne era adquirir mobiliario relacionado con la realeza francesa. Cuando no era posible lo copiaba, como esta cama, parecida a la que perteneció a María Antonieta, pero en más grande (la cama, en efecto, tiene unas generosas medidas king-size más que queen-size)(…) Flor de Lis (el nombre de la mansión de los Saperstein en Hollywood, una imitación a mayor tamaño del Trianon versallesco) es una mezcla de varios estilos y épocas. Mi propósito”,  afirma Susanne, la propietaria, “siempre ha sido crear un hogar rodeado de maravillas de la Historia, en la que mi marido, mis hijos, mi familia y mis amigos disfruten y se sientan cómodos” (¡Hola!, núm. 3088, 16 de octubre de 2003, p. 14). La vastísima sala de estar en la mansión que Gunilla von Bismack posee en Marbella es una réplica, ampliada, construida en los años sesenta, del salón principal del ancestral castillo en Alemania de donde procede su familia. De este modo, al igual que les ocurría a los peregrinos que, no pudiendo viajar a Tierra Santa, se les autorizaba a recogerse en cualquiera de las numerosas iglesias de planta central construidas en Europa a imitación del Santo Sepulcro en Jerusalén, la familia von Bismack, asentada en Marbella, podía revivir las grandes ceremonias familiares, en su lugar de origen, en la tierra de sus antepasados, cuando no podía desplazarse al centro de Europa. Nuevamente, un doble sustituía a un original imposible de alcanzar. Lo que cuenta no es la originalidad de la pieza, sino la ilusión que genera: de algún modo, es como si se estuviera frente al original. Estos interiores nada tienen que ver con  unos parques temáticos (en los que las copias se exhiben en tanto que copias, con materiales ostensiblemente distintos y degradados, el plástico sustituyendo al mármol o la madera, el cemento a la piedra, y formas que se presentan como guiños); se aproximan más bien a los espacios sagrados en las que la multiplicación de unos mismos elementos no daña a su unicidad. Re-presentan perfectamente a lo que imitan. Es la apoteosis de la imagen hecha carne. Son y serán válidos mientras los usuarios (y los espectadores) tengan fe en ellos, se sientan transportados a otra época, vivan en un mundo distinto y, sin duda, desconectados del presente.
Podríamos pensar que los objetos que pueblan estos interiores se remontan a un tiempo lejano (un tiempo que nunca existió, un tiempo arcádico que sólo se dio en los sueños), y que, desde entonces, el tiempo ha quedado detenido. Simbolizan modos de vida propios de otra época: proclaman las excelencias de las formas y las maneras del pasado, de cualquier tiempo pasado, de cualquier cultura del pasado. En el caso de las culturas llamadas exóticas –la tailandesa se impone- o primitivas, se suelen escoger formas del presente puesto que se supone que no difieren demasiado de las que se realizaban antiguamente. En estos casos, se busca un deje oriental, alejado, espacial y no temporalmente, de occidente.  
El pasado es lo que el presente no ha podido vencer, y se instituye como un modelo de vida. Los interiores, inmaculados, parecen recién terminados: las huellas del paso del tiempo, los roces, los cortes, el cansancio de un mueble, un tono apagado, un objeto desplazado o castigado, un cuadro ladeado, al que la implacable gravedad que lastra los seres hubiera vencido, un recuerdo olvidado en un rincón han quedado eliminados. Desde su creación, parecen existir bajo una burbuja, como el palacio en el que Blancanieves quedó mágicamente sumida en un sueño casi eterno. Han logrado el milagro de vencer al tiempo, al precio de eliminar las vivencias, es decir las imperfecciones: la vida es desgaste y desolación; consume los días. “Todo es nuevo”, afirma orgullosamente Norma Duval, pese a que el mobiliario de una de sus casas remita a épocas pretéritas, a una imagen del pasado (¡Hola!, núm. 2620, 27 de octubre de 1994, p. 174).
Estos interiores, presentados como modélicos, recrean o configuran versiones de  modismos asociados a estilos juzgados clásicos, del pasado, o populares, tradicionales, exóticos, atemporales, intemporales. Se trata de dar siempre la sensación que esta casa está ocupada o podría haber estado ocupada desde hace muchos años. Quieren parecerse a casas no mercadas por los avatares de la historia, al margen de la historia torturada europea. Su permanencia que el estilo de un pasado lejano recuerda asegura que la vida puede sentirse segura. Son casas que quieren dar la sensación que se han mantenido firmes, libres de turbaciones, revueltas y experimentos sociales. Las familias que las ocupan no pueden ser unos nuevos ricos ni unos advenedizos. Los estilos pretéritos denotan moralidad y aplomo. Los ocupantes no cambian a la menor ocasión. Tienen firmes convicciones. Son y están asentados. Su linaje, sus valores son sólidos. No pertenecen al hiriente y apresurado mundo urbano, sino al universo de los nobles, siempre ligados a la tierra (o a la corte, pero nunca al burgo).
De algún modo, estas casas son un manifiesto en contra de la premura y de la irreflexión, asociada a los cambios constantes propios de la cultura contemporánea,  en defensa de unos supuestos valores eternos ejemplificados por una vida familiar ejemplar, como la exhibición de fotos de familia corrobora.
Los útiles contemporáneos se suelen camuflar. Los enchufes se disimulan. Las lámparas parecen antorchas o quinqués. El único elemento propio de la modernidad es el metacrilato, por su calidez, o el vidrio, por su invisibilidad. Son materiales que se vuelven transparentes ante la densidad y la tersura de la madera, los fulgores de los metales bruñidos, la abundancia de las telas.

3.- Los valores del hogar
Frente al espacio de la ciudad, entregado a los hombres, los interiores han sido tradicionalmente el ámbito controlado por las mujeres. Recluidas, escondidas, su invisibilidad se corresponde bien al secretismo que rige en la compleja trama de los espacios interiores. Sin embargo, en los hogares que ¡Hola! divulga, los espacios no sólo son obra de mujeres -las propietarias suelen presentarse como las responsables de la meticulosa y laboriosa selección de enseres así como de su colocación [11]-, sino que encarnan valores femeninos (sean o no obra de mujeres). En estos hogares, la esposa o, mejor dicho, la madre, reina; la reina madre. Son interiores sexuados, espacios de género. Los valores de lo femenino, o mejor dicho de lo maternal (confianza, seguridad, reposo) los impregnan. Cojines, poufs, tapetes, telas, luces tenues, motivos florales, jarrones, fotos de familia enmarcadas en alpaca, cuadros, cuadritos, bibelots,  tapicerías, alfombras y alfombrillas, todos los elementos contribuyen a crear la sensación que los ruidos quedan ensordecidos, amortiguados, como si la vida pasara lentamente, de puntillas. Es la vida, lenta y serena, a la que las horas no afectan, de la diosa protectora del hogar. Los colores, las luces, los cantos redondeados, la hinchazón de los asientos sugieren la figura envolvente, reconfortante del ama de llaves, de la nodriza o de la abuela, figuras femeninas asexuadas o de sexualidad negada. La femenino se equipara a lo infantil: un sin número de imágenes de animalitos, la mayoría de peluche, se asoman principalmente en los dormitorios. Figuritas, juguetes, muñecos, tentetiesos e imágenes bordadas mostradas en cuadritos enmarcados configuran una fauna a la que se han limado las garras. Son imágenes de animales domesticados, de animales de compañía, que sólo pueden vivir en interiores (y, en este sentido, es significativo que el perro de la casa de Isabel Preysler y Miguel Boyer, a la que ¡Hola! –núm. 2517- dedicó un amplio reportaje en 1992, disponga de una casa de estampa montañesa, quizá suiza o tirolesa, que sólo se distingue de una casa humana por el tamaño, de una casita tan de juguete como todos los interiores del ¡Hola!). A estas imágenes, o sustitutos de animales vivos, sólo se les puede nombrar mediante diminutivos: son perritos, patitos, ositos, siempre de colores pasteles, cercanos a las imágenes en ilustraciones de cuentos infantiles o en dibujos animados. Animales reducidos o imágenes de cachorros (o cachorritos), estas figuras, blandamente entregadas al ser humano, despiertan sentimientos tiernos y sádicos a la vez. Caben en la mano. Pueden ser abrazados, agarrados, aplastados, tirados. Pocas veces presiden las estancias. Antes bien, yacen en las esquinas, en los rincones. Asoman apenas el morro asustadizo. Son casi invisibles. Son como sustitutos de niños, de los niños que querríamos volver a ser para huir de la realidad. De algún modo, simbolizan perfectamente las imágenes de un mundo irreal que estos interiores voluntariamente suscitan.
Un tipo muy distinto de animales se asoman ocasionalmente, no en los dormitorios, sino en los salones, las bodegas, los bares, que son, todos éstos, ámbitos masculinos: son animales dispuestos siempre de manera muy visible: centran la composición de la pared más grande. Están colocados en lo alto de los muros, muy por encima de las cabezas de los habitantes, desde donde dominan la estancia. Raramente se exponen solos. Por el contrario, se diría que una manada se asoma al interior de las casas. Siempre son animales de gran tamaño, fieros o salvajes, cuya obtención implica un cierto riesgo y pone a prueba al hombre. Estas figuras no son verdaderamente imágenes o lo son de un modo peculiar. Parecen ilusoriamente vivos, su mirada es hipnótica y fija, pero no lo son –o, mejor dicho, (ya) no lo están. Sin embargo, sobre todo en el caso de animales de cuerpo entero, su pose se asemeja mucho a la de un animal en libertad. Son animales reales, sin duda, pero disecados. Éstos, junto con alguna pipa, un cenicero, unos anteojos, son los únicos objetos que remiten a un universo masculino. Mas aquéllos no contradicen los valores que las imágenes de estos hogares transmiten. Estas piezas recuerdan la serenidad del señor de la casa cuando se desprende de su rol activo y depredador que manifiesta en el exterior. La fiera ha sido domada. Las bestias, símbolo del agreste mundo selvático, han sido reducidas. Su presencia ya no acarrea peligro alguno. Antes bien, simboliza que el hombre tiene siempre las de ganar. La casa está entonces a salvo.
Por esto, los trofeos de caza y del toreo se muestran para recordar que el guerrero ha regresado victorioso al hogar y ya puede reposar, sentado, hundido en el regazo de un sofá, como una divinidad arcaica, el genio protector del lugar, cerca del fuego.
Así, tras un momento de alteración, con la llegada de los pellejos, convertidos en alfombras, en marfiles o en trofeos, el tiempo vuelve a detenerse, y la casa se sume de nuevo en el pasado, un pasado siempre soñado, ajena a las vicisitudes del tránsito de los días.














[1]  En latín, casa no significaba lo que hoy entendemos por esta palabra, sino que se refería a la casa más simple y primordial: a la cabaña o a la choza. El término remitía a los orígenes de la vivienda, a la primera casa (esto es, a la cabaña de Rómulo, que los romanos, incluso bajo el Imperio, preservaron con devoción, y al lado de la cual los emperadores, como nuevos Rómulos, nuevos “padres de la patria”, edificaron sus palacios palatinos), pero también al espacio más íntimo estrechamente relacionado con el habitante. La cabaña está asociada a imágenes de una vida recogida y sencilla y, sin duda, honesta (que los romanos, sobre todo durante la República, defendieron con convicción), en estrecha relación con la naturaleza primigenia. Para nosotros, el latín casa no sólo nombraba a una construcción material; también se refería a una imagen ideal de un modo de vivir y de un lugar donde guarecerse, a una desaparecida arcadia que nunca existió. La célebre expresión “¡mi casa!” expresa la nostalgia de un entorno familiar perdido.
El carácter casi sagrado de muchos de estos interiores se acentúa a través de símbolos religiosos (crucifijos, sobre todo) dispuestos, principalmente, en el dormitorio.
[2]  No se han seleccionado palacios reales ni mansiones nobles –que ¡Hola! muestra con cierta frecuencia-. Estos espacios no tienen porque reflejar los gustos ni la “personalidad” de los propietarios actuales. En cada mueble late una presencia. Los cuadros mantienen viva la figura de los ancestros retratados que velan, desde lo alto, sobre los moradores, sus descendientes (y los juzgan). No son moradas, sino cajas de resonancia de las voces del pasado. En ellas, uno no se instala, sino que está de paso, cediendo el paso a los que vienen a continuación. Son casas heredadas que tienen que ser preservadas tal como están a fin de poder ser legadas a los descendientes. Son bienes que se transmiten de generación en generación. No pertenecen a ningún individuo, sino a una “casa”, un linaje, una estirpe. El dueño actúa sólo como depositario temporal: es un eslabón más (e intercambiable) en la sucesión ininterrumpida de propietarios.
Sería interesante preguntarse porqué se asume que la casa no puede alterarse ni venderse, como si la existencia de ésta estuviera por encima de la vida de los humanos.  La pérdida de la casa no conllevaría sólo la pérdida de un bien ni de un techo (que podría llegar a ser reemplazado si se tuvieran los medios suficientes), sino la pérdida de un lugar en el mundo: un linaje, cuyos orígenes se pierden en el tiempo, en un tiempo antes del tiempo, se desarraigaría. Estas casas son irremplazables. Con la desaparición de este tipo de casa familiar, la razón de ser y de estar en el mundo de los propietarios se desvanecería. Los vivos sólo lo están mientras son capaces de preservar la morada ancestral. Aquéllos tendrían la sensación de haber faltado a la misión encomendada si tuvieran que desprenderse del palacio: la protección de un espacio en el que no sólo moran seres vivos sino también los antepasados. Estas casas son viviendas (espacios para los vivientes) pero son también, o sobre todo, tumbas –y cunas, de los que están por nacer-. 
[3] Domina, en latín, “señora”, venía de domus, “hogar” (más que “casa” o “mansión”), esto es, un lugar donde morar, estar, permanecer. El francés maison, el español “mansión”, provienen del verbo latino manere, quedarse –protegido, quieto o aquietado en casa-. El pretérito de manere, mansum, evoca perfectamente la paz anímica, la mansedumbre, la domesticación que la casa ejerce sobre los seres turbulentos, de pronto apaciguados al penetrar en la morada. Manere deriva del griego menoo que significa “ser estable”, asentarse, sedentarizarse -y también mantenerse firme, incólume- y remite a la seguridad y a la confianza que el hogar (la casa y el fuego que lo simboliza) alumbra e inspira. Finalmente este verbo se traduce también por «quedarse en casa »: el morador ha hallado por fin un lugar, su lugar, su espacio propio donde establecerse y perdurar, pero también acoger a los demás, abrirse a ellos desde y a partir el corazón de la morada-. Véase : Jacques Pezeu-Massabuau, La maison: espace réglé, espace rêvé, Reclus, Montpellier, 1993, p. 31). Un dueño, un mandamás, siempre lo es de una casa. Ésta constituye el espacio sobre el que el dominus o la domina reina –como una araña en el centro de la tela.
[4]  “Tienes que llegar y tener tu buena música o lo que a ti te guste; el orden, si eres muy ordenada, y si no, el desorden. Eso es crear un hogar. La casa te debe acoger (…) Tienes que sentirte cómodo en tu refugio. Que tenga tu propia personalidad”, según afirma Begoña Zunzunegui (¡Hola!, núm. 3109, 4 de marzo de 2004,  p. 10).  Tras cambiar de vivienda, Raquel Mosquera reconoce haber perseguido un ideal: “más que con tener una casa como ésta, siempre soñé con tener un hogar” (¡Hola!, núm. 3078, 7 de agosto de 2003, p. 81). Recuerdo una frase que decía: “quería que fuera nuestro hogar, un trocito de cielo…”
El término “refugio” combina dos estados contrapuestos: el movimiento nervioso e incesante y la inmovilidad de la presa asediada que sólo persigue el silencio completo y la invisibilidad. Esta oposición se resuelve si pensamos que el verbo latino refugio significa huir hacia atrás, retroceder. Un refugus es un fugitivo, una persona que abandona un lugar para cobijarse en otro más seguro, en el que podrá esconderse, encogerse hasta quedarse completamente quieto. Si un refugio cumple con la función para la cual ha sido escogido, es porque protege a la perfección quien se instala en él: el refugio –un espacio siempre pequeño, a escala humana, cercano a la guarida o al nido; los refugios no pueden ser palaciegos, lugares ostentosos dignos de ver, construidos para ser contemplados; antes bien, tienen que ser invisibles a todo el mundo salvo al ocupante a quien tiene que revelarse, y abrirse, como, por ejemplo, los subterráneos refugios que Juan Marsé describe en Si te dicen que caí, calificados de centros del mundo-, un refugio, entonces, se adapta, como una segunda piel, como un disfraz o una máscara, al cuerpo del refugiado, sin dejar espacios intersticiales por los que podría, subrepticiamente, colarse el peligro. Se trata, entonces, de un espacio personalizado, sólo apto para una persona a la que envuelve y defiende.

[5]  “Esta casa, además de arquitectura árabe, tiene mucho de fantasía. Es mágica. Es una Disneylandia refinada para adultos (…) Yo entré y la hice más casera. Quería traer color. Sentirme más en casa y no tanto en un hotel (…) No hay un rincón en el que no te sientas a gusto”, declara Jane Hovas acerca de la Villa Arabesque recientemente comprada en Acapulco (¡Hola!, núm. 3068, 29 de mayo de 2003, p. 11). En este caso, el término “casa” se asocia al verbo “sentirse” y no a “estar”: la casa no es una realidad física, un espacio impersonal definido por unos muros, sino una sensación gustosa, íntima y subjetiva. Los límites tranquilizadores los trazan, no los vanos del edificio, las imágenes, de calma y de vida (de color)  que el interior suscita. En verdad, no es necesario tener una vivienda para sentirse en casa (se puede poseer una casa sin tener un hogar, sintiéndose un extraño en ella, rechazado por ella, desprotegido; Bachelard sostenía que sólo se habita cuando uno tiene la impresión de estar abrigado –Jacques Pezeu-Massabuau, Habiter, rêve, image, projet, L´Harmattan, París, 2003, p. 19-), pues la sensación, que remite a un ideal (de hogar), nace de la manera cómo se percibe, se sueña –y se vive- un espacio determinado. Vivir significa poseer vivencias, esto es, imágenes que nuestro entorno nos devuelve y que nos envuelven, protegiéndonos, apaciguándonos. Harries sostiene, en el mejor libro jamás escrito sobre arquitectura, que “works of architecture represent (…) an ideal building, a structure that exists only in the imagination as an aesthetic idea (…). Architecture is to help to (…) interpret the meaning of our daily life” (Karsten Harries, The Ethical Function of Architecture, The MIT Press, Cambridge, Mass. y Londres, 1998, p. 118)
[6]  «Cet enfermement convoité répond lui-même à plusieurs nécessités, souvent confondues mais que notre urgence d´habiter distingue aisément.
A la racine de celle-ci se montre d´abord une envie irraisonnée de se voir entouré, séparé de l´espace commun, et que celui-ci devienne un dehors contre lequel seulement l´homme peut véritablement « avoir lieu ». Les animaux, les enfants dans leurs jeux révèlent le caractère primaire de cet instinct que la plus légère paroi suffit à satisfaire. Le corps, en quoi se rassemble ce que nous sommes et dont chacun fait le centre de cet habiter, nous est donné exempt de barrières ; mais cette apparente liberté le laisse à portée de toute autre créature et l´expose continûment au regard de la collectivité. Rêvant d´une demeure, il nous la faut bien close et ne s´ouvrant sur l´étendue commune qu´à notre seule volonté. » (Jacques Pezeu-Massabuau, Op. Cit., p. 19)
[7] Así, por ejemplo, sobre la casa de Pamela Anderson, el cronista escribe que se trata de “un remanso de paz, un lugar en el que abunda el amor por sus hijos” (¡Hola!, núm. 2927, 14 de septiembre de 2000, p. 10).
[8] Quizá por este motivo, los cuartos de baño no son, o no parecen, tales, sino que se muestran como tocadores o, mejor dicho, como boudoirs (el toque femenino es importante) delicadamente decorados en tonos rosas (los aseos siempre parecen ser de uso exclusivo de la señora de la casa). La cámara enfoca un mueble de cierto tamaño, en ocasiones de formas curvas, en el centro de cuya superficie se abre un aguamanil. El de Fiona Winter es o está recubierto de madera infinitamente tallada, como si de una cajita de música se tratara, como si se quisiera negar fehacientemente lo que la blance superficie impoluta de un baño, normalmente lisa y brillante, evoca: nociones de pureza (que recordarían previas e inevitables impurezas). Se sugiere que a este baño nadie va a asearse. Las bañeras evocan balsas, estanques, lugares en los que uno no se lava prosaicamente sino que se purifica por inmersión. El resto de los sanitarios, cuya forma remite procazmente a su función, quedan vetados en las fotografías.
Inversamente, se recuperan o se imitan muebles antiguos, cuya forma
estaba dictada por una función muy precisa, pero que ha dejado de tener sentido. Así, la mayoría de las camas de matrimonio (cuya tamaño descomunal, antiguamente, permitía que la familia pudiera dormir junta a fin de no para frío) y de las cunas poseen un dosel o un baldaquín (una imagen regia o aristocrática, por otra parte), ya inútil y prescindible, puesto que, con los modernos sistemas de calefacción, ya no es necesario cerrar el espacio que envuelve el lecho con tupidos cortinajes que conservaban mínimamente el calor humano y permitían dormir más o menos cómodamente.
Jacques Pezeu-Massabuau escribe: “ces lits monumentaux, ces salles à manger de style, ces portières et ces tapis définissent un espace en profondeur : celui de l´autrefois (réel ou désiré) de la famille traditionnelle» (J. Pezeu-Massabuau, La maison. Espace réglé, espace rêvé, Op. Cit., p. 61)

[9]  Raquel Mosquera en ¡Hola!, núm. 3078, 7 de agosto de 2003, p. 85.

[10]  ¡Hola!, núm. 2597, 19 de mayo de 1994, s/p.
[11]  Dos citas al azar: el dormitorio Las Mariposas “fue decorado en su día por la baronesa Sandra de Portanova y ahora Jane ha introducido en él algunos detalles personales que han incrementado su personalidad” (¡Hola!, núm. 3068, 29 de mayo de 2003, p. 13). “La casa lleva el sello personal de Raquel Mosquera: ella misma se ha encargado personalmente de decorarla a su gusto (…) “Como es lógico, me puse en manos de un profesional para hacer las obras”” (¡Hola!, núm. 3078, 7 de agosto de 2003, p. 88).

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