miércoles, 6 de febrero de 2013

Reuniones de trabajo en Bagdad

Martes, 5 de febrero de 2013: dos reuniones el mismo día a la misma hora -9 de la mañana- en Bagdad. El hotel, céntrico, no excesivamente lejos del Ayuntaniento ni del Museo Nacional. Por la mañana, una hora y media de trayecto en coche; de vuelta, a las dos de la tarde, cuando cesa toda actividad pública, una hora más. El caos circulatorio, por los controles (que reducen tres carriles a uno, estrecho), los súbitos cortes -los atentados se han multiplicado esos días, y no cesan los vehículos policiales y militares, con luces azules y sirenas, de circular sin detenerse-, y la falta de transporte público, consume una gran parte del día.

Despacho del director. Cuatro personas,  sentadas tras una mesa, en una butaca y en un sofá. Sirven caramelos. Luego un té. Entra y sale gente.
El préstamo de obras sumerias del Museo Nacional para la exposición sobre la cultura mesopotámica, Antes del diluvio. Mesopotamia 3500-2100 aC, en Caixaforum, Madrid (abril-junio de 2013), está casi decidido; las diez obras maestras, seleccionadas: sacadas de las vitrinas, limpiadas, y a punto de ser embaladas. Sin embargo, una parte de la dirección del Museo se opone al envío de alguna obra, al tiempo que defiende la devolución de todas las piezas arqueológicas halladas en suelo iraquí tras el año de 1921 -cuando el gobierno británico nombró a un rey, Faisal I, monarca de la colonia británica de Irak-, en posesión de museos extranjeros, siguiendo la política cultural actual turca.
Discusión, a voz de grito, entre personas del despacho.  De pronto, parece que se llega a un acuerdo, aunque no sé bien cuál.

Mientras, en el Ayuntamiento, al que se accede tras un sinfín de controles, y un circuito laberíntico que obliga a subir en ascensor para bajar por una escalera secundaria hasta una sucesión de antesalas llenas de personas sentadas en sofás, reunión para la próxima entrega del premio de un concurso público de arquitectura, celebrado dos años antes, y la preparación de un encuentro con el Primer Ministro al día siguiente. El responsable municipal de planificación urbana, tras un despacho de madera labrada de estilo valenciano, con un traje marrón brillante, se levanta, y grita mientras golpea y golpea con los puños el cristal que cubre la mesa. Dos personas del palacio presidencial confiesan que nada está listo.  No se sabe qué ocurrirá,
Se entrega unos talones: los premios.
Nueva espera en silencio. Nada ocurre, salvo la entrada y salida de funcionarios que hablan en voz baja con un responsable y salen, o pasan tan solo cabizbajos -las mujeres, veladas, sobre todo.
Se esperan cartas oficiales que permitan, al día siguiente cobrar los talones. Y cambiar los dinares por dólares.
No para de entrar y salir gente del despacho. Portan documentos o té. Alguno, quieto, la mirada perdida, pasa las cuentas de un rosario. El despacho parece ser una zona de paso. La gastada y arrugada moqueta oscura, los sillones rehundidos, las mesitas cubiertas de cajas de pañuelos de papel ornamentadas, las paredes pardas y raídas, personalizan el ambiente. Algún hombre mueve un mocho húmedo por donde más se circula, o echa un producto de limpieza con un espray sobre la superficie de una mesa y las cajas que se amontonan, antes de pasar un trapo que coagula el polvo formando estrías onduladas. El suelo de mármol parece manchado; los muebles, los ornamentos, los objetos, los legajos cansados, sepultados por la mugre.
 La reunión concluye sin haber empezado realmente.

Hoy, miércoles, 7 de la mañana. Un minibus nos tiene que recoger para llevarnos al Ayuntamiento donde otros vehículos nos conducirán al palacio presidencial en la Zona Verde para un encuentro con el Primer Ministro.
El Primer Ministro ha partido a Egipto.
Desconcierto. Llegada al Ayuntamiento. Sentada en sofás cansados en el despacho del responsable del urbanismo de la ciudad. Son las 8.30 de la mañana. Unas cinco personas ya aguardan sentadas o de pie. Traen té. La sala se va llenando. Pronto no se cabrá. Ya somos unas veinte personas. Besos (entre hombres) y saludos. Luego, silencio. Sentados, quietos y mudos. Nadie se impacienta. Alguno sale. Transita algún funcionario. El responsable lee un documento mientras habla por teléfono. El resto miramos una pantalla de televisión gracias a la que se controla la entrada del edificio. O dormitamos.

Un grupo, en vehículos blindados, sale y se desplaza a un banco cercano para cobrar los talones.
Regresan antes de lo previsto. Las talones emitidos oficialmente están mal redactados del principio al final. No pueden ser cobrados. Reunión de urgencia. El Ayuntamiento no sabe cómo entregar el premio en metálico. Quizá por transferencia. Pero no se sabe cómo realizarla. Ni cuándo. Puede tardar días, semanas o meses. El sistema bancario iraquí es aún precario. Podrían aún pagar en moneda, si bien sería ilegal. La decisión se pospone al día siguiente.
Hacia las diez, el responsable anuncia, en árabe, que el encuentro previsto tendrá lugar, mas sin la presencia del Primer Ministro. Quizá el jueves, mañana, podría recibirnos.

Un único acceso a la Zona Verde: una batería de altos muros de hormigón, alambradas y rejas, deja un paso estrecho. Piden el pasaporte. Entregan una acreditación. El minibus avanza unos metros entre altos muros de hormigón armada. Se detiene. Nueva entrega del pasaporte. Nueva acreditación. Se baja del vehículo, se entra en una guarida donde llaman, de uno en uno, para  devolver el pasaporte que será retenido de nuevo por tercera y última vez. Se circula a ratos en vehículo, a ratos a pie. El número de militares con chalecos antibalas y metralletas es sorprendente. Por fin, en coche, se accede a la puerta de un palacio de Saddam Hussein, hoy la dependencia del gabinete del Primer Ministro.
La sala de reuniones, sin duda un antiguo salón tiene unos cincuenta metros de largo. Una única mesa de madera oscura invade el centro. Un gran óleo con un marco dorado, con una escena orientalista con colores casi fosforescentes, cuelga en lo alto de la pared principal. Empleados desplazan por toda la estancia un gran cartel plastificado que anuncia el acto. No parecen saber dónde colgarlo. Van entrando cada vez más personas. Unas filas butacas de cine, a un lado, son pronto ocupadas. No se sabe bien quién presidirá al acto; ni cómo se desarrollará. Todos los medios iraquís buscan las mejores posiciones.
El alcalde -procesado- y el secretario de estado, son las máximas autoridades a quienes se tiene que mostrar los proyectos finalistas del concurso de arquitectura. Cada concursante tiene siete minutos.
Se comenta que quizá se organice un segundo concurso entre los mismos participantes para definir con mayor precisión el proyecto. O se pida que los finalistas trabajen juntos. O...
No se sabe aun qué va a ocurrir.
La sala se vacía tras un té con pastas. Algún rezagado se pierde por los pasillos.
Algunas personas dudan de los ascensores. Tienen veinte años.
Son las dos de la tarde. Todos los funcionarios y empleados se apresuran a salir. Les quedan unas dos horas de trayecto.
Empezamos el almuerzo a las cinco de la tarde. Es casi de noche.



Fin del día. Que no ha empezado.

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