miércoles, 11 de septiembre de 2013

Otros

Otra de las opiniones más escuchadas en los últimos tiempos sostiene que mientras los míos son buenos, los otros son malos. En este caso, ante tan abrupta calificación, que divide a un grupo de personas en dos bandos, la comunicación o mediación es imposible. No podemos entendernos porque somos, ontológicamente, distintos.
¿Qué es lo que nos hace distintos? Nuestra diferencia no depende de nuestro aspecto. Esta observación sería obviamente racista.
Lo que nos distingue -a los buenos de los malos, los demócratas de los autócratas- es la pertenencia a un territorio. Puesto que vivo a un lado u otro de una frontera que he trazado, soy blanco o negro. La tierra me "hace", decide lo que soy.
Se podría pensar que esta clasificación es simplista, y que entre "unos" y "otros" no existen tales diferencias "morales"; que entre los "otros" pueden haber seres semejantes a "nosotros". Pero no es cierto. La tierra nos moldea tanto que, el simple hecho de pertenecer a una nos convierte en un ser que no puede dialogar con el otro, como no podemos dialogar con los monos o con los dioses. es una tarea cansina. Los puentes están rotos, o, mejor dicho, nunca ha habido puentes. Para que se pueda levantar un puente, dos orillas, de condición o estructura similar, son necesarias. Pero esto no se da. Los otros son otros. Nada tienen que ver con los nuestros. No hablamos el mismo idioma. Somos radicalmente distintos.
Esta opinión tampoco es nueva. En la Grecia antigua, existían dos concepciones acerca de la condición humana. por un lado estaban los autóctonos, es decir, los nacidos de la tierra, los arraigados desde tiempo inmemorial, cuya bondad venía dada por su adscripción a un territorio, y, por otro, estaban los que no pertenecían a mi tierra, ni a mi gente: eran los que vivían allende la frontera. Se trataba de los bárbaros, los extranjeros, los foráneos. No tenían ningún derecho ni merecían crédito alguno. Podían ser expulsados, condenados. Es cierto que los bárbaros a su vez podían considerarse autóctonos -enraizados en su tierra- y juzgar a los autóctonos antes citados como bárbaros, desterrados.
Se podría pensar que entre un autóctono y un nómada se podían establecer relaciones. Pero era imposible. La pertenencia a una tierra dotada a los nativos de unas cualidades tales, y de un estatuto tal, que cualquier relación con el otro era quizá posible, pero inútil. Y desaconsejable.

Son tiempos apasionantes. Son visiones claras y contantes. Nos apoyamos en certezas. Sabemos lo que somos. Desde los tiempos antiguos, desde finales de la antigüedad, sobre todo, especialmente desde Montaigne, y los ilustrados del siglo XVIII, el mundo de la fe en valores trascendentales o inframundanos se tambaleaba. Eran eso y aquello;  nos cuestionábamos; dudábamos de todo. Las palabras se habían vuuelto palabras. Ya no eran edictos oraculares o sagrados. Se podía debatir precisamente porque se podía jugar con las palabras, de complejos, múltiples, contradictorios significados.
Eso se ha terminado. Volvemos a las certezas. O eres de los míos, y eres blanco, o eres de los otros -y yo no soy otro, como afirmaba el débil Rimbaud-, y mejor que te apartes. Tampoco hace falta, en verdad. Nunca te miraré. No existes para mí. No eres nada. Ni te necesito.
Qué bien este regreso a las visiones claras y cortantes.
O eres de los míos. o estás contra mí.
¿Quien dijo que la religión había fenecido?

2 comentarios:

  1. Tiene razón.Y cualquier intento por discernir y reflexionar te convierte en sopechoso.No importa la verdad;sólo mantener el tabú .

    ResponderEliminar
  2. Solo cuenta el mito -en el mal sentido de la palabra- es decir la ficción, el engaño.
    Pensar, en efecto, que significa dejar de lado las emociones y razonar, es imposible. La corriente te lleva, y si te detienes te arrastra.
    Malos tiempos para la reflexión sosegada

    ResponderEliminar