domingo, 17 de mayo de 2015

Iconoclastia e idolatría (resumen de la charla en la fundación palau Fabre, Caldes d´Estrac, mayo de 2015)

Según la estética occidental, tal como se define en el siglo XVIII -a partir de postulados que remontan a la Grecia antigua- el arte es una representación: representa el mundo, abre una ventana a él, informa sobre el mundo (exterior e interior).
Representar denomina dos tipos de acciones que dan lugar a dos maneras distintas de representar. por un lado una representación es una imitación. Una imagen plástica (dibujo, pintura, grabado, escultura, fotografía, cine, video, imagen infográfica) reproduce la apariencia de una cosa (una persona, un objeto, un paisaje, etc.). El parecido tiene que realizarse de manera que se pueda relacionar la imagen con el modelo o tema representado. La relación ente ambos se limita al parecido. Esencial o materialmente, ambos son distintos. Por otra parte, la primacía recae en el modelo o tema, toda vez que se crea (se pinta, se esculpe, se grava, se toma, etc.) la imagen en frente del modelo. aunque la imagen se puede materializar de memoria, su realización exige un previo contacto visual o táctil con el modelo o tema que se quiere o tiene que representar.
La representación no acontece solo en las artes visuales o plásticas, sino también en las artes llamadas representativas, que acontecen en un escenario: danza, música, teatro, acciones. El representante se muestra y se comporta con el fin de lograr que el personaje que interpreta o representa se encarne: se visualice en escena. En este caso, el parecido no es necesario, entre otras razones porque no se conoce el aspecto de un personaje, que solo cobra cuerpo cuando un intérprete lo representa. Mas, personaje y representante mantienen una relación muy estrecha. Lo es tanto, que el personaje no existe si no se le representa. En este caso, la imagen -la representación teatral o musical- tiene el poder de mostrar, personalizar, presentar al personaje -el modelo- representado. La existencia de éste depende de la representación. por otra parte, todas las características, los poderes, las virtudes de un personaje se transfieren al representante durante la representación. Eso significa que el representante (el actor, el músico, el bailarín) es el personaje que interpreta todo el tiempo de la actuación.  En este sentido, la imagen representativa es idéntica al modelo representado. La imagen es viva y da vida a lo que , o a quien representa. La imagen pertenece, en este caso, al mundo de la magia, más que del arte (tal como se define el arte en Occidente desde el siglo XVIII).

Esta concepción, sin embargo -según la cual la imagen tiene una entidad propia distinta del modelo representado o figurado- es cuestionada hoy. Según la teoría del arte el artista es un sujeto, y su creación un objeto: una obra de arte. del mismo modo, los espectadores somos sujetos que contemplamos la obra.
El sustantivo sujeto, sin embargo, debería ser interpretado de modo distinto: debería ser el participo pasado del verbo sujetar. En efecto, si la obra es un objeto, es decir, un ente inerte, inanimado -un cuadro, una estatua, una fotografía, un archivo numérico-, no debería tener la capacidad de influir sobre los espectadores, un poder del que, por el contrario, sí disponen las personas. Un objeto no debería condicionar nuestra vida. ¿Es eso cierto? Si acudimos a los lugares donde las obras de arte se exponen, es porque éstas nos atraen. Las obras, entonces tienen la capacidad de atraparnos, de sujetarnos, cuando nos quedamos quietos ante ellas, ya sean pinturas, conciertos o actuaciones. Nos detienen. Son las obras de arte las que deciden exponerse o abrirse a nosotros para seducirnos -o repelernos. Y nosotros, pasivamente, nos rendimos a su encanto o a su poder. Si esto es cierto, la obra no es un objeto, sino un sujeto ante el que nos convertirnos en un objeto -fascinado por aquél, quieto ante aquél, enredado por aquél. Eso implica que la obra de arte está dotada de vida, y posee un singular poder sobre nosotros, del que solo podemos librarnos con esfuerzo -cuesta abandonar una sala en la que se representa una obra que nos gusta-, o con un atentado.

La iconoclasta  consiste, precisamente, en un atentado cometido contra una obra de arte, contra, literalmente, un icono.

¿Qué es un icono?
El término icono tiene dos significados: uno procede de la Grecia antigua, otro del Antiguo Testamento. Así, según el griego Platón un icono es una imagen necesaria porque tiene la capacidad de ponernos ante realidades que no alcanzamos a ver o concebir sin la ayuda o mediación de la imagen. Según Platón, los filósofos no requieren imágenes para alcanzar el mundo de las ideas, pero si nos son útiles para el común de los mortales. La imagen icónica se compone de tal modo que ofrece una imagen convincente de lo que representa. Estamos en los territorios del primer significado del término representación anteriormente mencionado.
Por el contrario, para Platón, un ídolo era una imagen condenable: daba una "mala" imagen de la que representaba, o representaba, mostraba lo que no podía ser mostrado, por ejemplo, el comportamiento inadecuado, deshonroso de los dioses del Olimpo, como cuando Zeus se convertía en un cisne para seducir a Leda, o en águila para raptar a Ganímedes, acciones que culminaban ambas con una posesión no consentida, con un acto violento. Del mismo modo, las imágenes en un espejo, o las representaciones en perspectiva confundían a los espectadores porque les producían la ilusión de que se hallaban ante un objeto o escena tridimensional cuando en verdad solo estaban ante un plano. En este caso, la imagen de una realidad lejana o invisible era equívoca y estaba equivoca. Llevaba al engaño.
En el Antiguo Testamento, un ídolo también es una imagen condenable. En este caso, la condena o prohibición de la imagen, y su necesario destrucción, reside en el hecho que la imagen -siempre escultórica o tridimensional- muestra a un demonio (un ángel caído que se opone a Yahvé) o a una divinidad pagana (que compite con Yahvé). La condena de la imagen no es debido a la incapacidad de la imagen por representar "bien" un tema, sino a que representa (bien) el "mal", ofreciendo una imagen seductora del mismo.
En ambos casos, los ídolos son condenados.

La condena recayó también en los iconos en Bizancio, entre los siglos VII y IX dC: en iconos o imágenes religiosas. Se desencadenó una violenta, cruel y destructiva guerra de imágenes, dando lugar a la destrucción masiva de imágenes y a ejecuciones y asesinatos en masa entre defensores de y opositores a las imágenes. ¿Por qué?
La lucha entre iconoclastas e iconodulos estaba causada por una distinta interpretación del término "representación". Para los defensores de las imágenes -de los iconos religiosos bizantinos-, una imagen solo mantenía una relación de parecido con el modelo -en este caso, un miembro de la corte celestial, o el mismo hijo de dios-. Para los iconoclastas, en cambio, la imagen sustituía el modelo. Ahí residía el problema.
Ambos apoyaban sus argumentos en la teología. El antiguo Testamento -y el Corán- sustentaban la condena de los iconos; los iconodulos, por el contrario, argumentaban en favor de las imágenes con el Nuevo testamento en mano.
Los iconoclastas consideraban que las imágenes poseían las cualidades y poderes de las figuras representadas. Éstas eran figuras divinas; la representación del mismo dios cristiano aparecía en innumerables iconos. Una divinidad es omnipotente e ilimitada, o infinita. Una imagen, en cambio, incluso si se trataba de un fresco o un mosaico desplegado en un ábside o por los muros de la nave central de una iglesia,  es necesariamente limitada. si la imagen y el modelo son idénticos, la figura de la divinidad queda malparada. Los fieles pensarán -y verán- que la divinidad es finita. Por tanto, la imagen en el icono es errónea o, mejor dicho, herética, pues desvela que el dios es finito. Éste solo podría manifestarse con todo su esplendor si el pintor -y su obra- fueran como un dios, capaces de realizar una obra inconcebible, a la altura -del tamaño, y con la fuerza- de la divinidad. En este caso, el artista -un humano- se igualaría con dios, lo que es una afirmación inaceptable.
Los defensores de los iconos consideraban que las imágenes no guardaban relación alguna con los modelo representados. El que éstos fueran infinitos no implicaba que la imagen lo fuera. La imagen solo era un signo que ayudaba al fiel a pensar en la divinidad. Le proporcionaba una ayuda, pero estaba claro que la divinidad no estaba en -ni era- la imagen. Este argumento era de orden estético. Un segundo, y más importante, argumento pertenecía a la teología. Éste estaba contenida en el Nuevo Testamento. Se basaba en la doble naturaleza del dios cristiano. Éste era un dios, omnipotente como cualquier otra divinidad. Pero también era un hombre. El que fuera a la vez un dios y un hombre no lo convertía en un superhombre -por su naturaleza divina- ni en un dios menor o disminuido, un semi-dios -a causa de su naturaleza humana. Lo que sí ocurría es que la divinidad -o su naturaleza divina-, necesariamente invisible, se mostraba visiblemente a través de la forma, la persona, la naturaleza  humana (los padres de la iglesia han discutido durante siglos sobre la palabra más adecuada para designar la "condición" humana de Cristo). El hombre en el que la divinidad se encarnó revelaba a ésta. Era, pues, una imagen. Del mismo modo que la forma material o sensible de una obra de arte revela la idea que encierra, el hombre revelaba a la divinidad, Jesús mostraba a Cristo. Por otra parte, no solo la divinidad (Cristo) se había hecho imagen -se había hecho hombre, y los hombres están hechos "a imagen" de la divinidad-, sino que había dejado un cierto número de imágenes suyas en la tierra. Entre éstas, destacaba la que se imprimió mágicamente en un paño que una santa, Verónica, tendió a Cristo cuando ascendía penosamente al Calvario, para que se enjuagara el rostro sudoroso y manchado de sangre. Esta imagen era la huella del rostro de la divinidad. Era, pues, una "verdadera" imagen que Jesucristo -o Jesús, es decir su forma humana- había aceptado dejar en el lienzo. Esta imagen se convertía en el prototipo de todo icono. Si el dios cristiano había aceptado convertirse en imagen, ¿podían acaso los hombres temer realizar imágenes suyas? Además, prohibir las imágenes basándose en la creencia que una imagen de un dios es inaceptable pues no puede traducir la omnipotencia divina, era una herejía, ya que negaba la encarnación, negaba que el hijo de dios se hubiera convertido en vida en una imagen. La prohibición de las imágenes desmontaba la armadura teológica del cristianismo.
Tras siglos de destrucciones y asesinatos, los defensores de los iconos -los iconodulos- ganaran la partida. Se pudo volver a pintar iconos, es decir, imágenes religiosas, sin temor de que pudieran ser confundidas con la divinidad representada.

La iconoclastia -el término más correcto debería ser "idolastia" (término inexistente), ya que la destrucción de las imágenes se basa en su consideración de ídolos, y en la idolatría (o adoración de ídolos confundidos con divinidades y demonios) que desatan- bizantina no fue la primera destrucción masiva de imágenes, ni la penúltima antes de los ataques del IS en Iraq y en Siria. De hecho toda guerra ha conllevado el derribo de las imágenes con las que los pueblos vencidos se identificaban y en las que habían depositado sus esperanzas y sueños. Destruyéndolas, se lograba la desmoralización, la disolución de comunidades, ahora fácilmente entregadas. Ocurrió durante la conquista de América, las guerras de religión europeas en los siglos XVI y XVII, las innumerables guerras civiles (como la española), el dominio nazi, comunista y maoísta, las guerras e invasiones coloniales africanas y del sudeste asiático, las cruzadas, etc.
Estas destrucciones, paradójicamente no expresan desprecio por las imágenes ni minusvaloración. Antes bien, denotan temor ante su poder, un poder tal que pueden influir en las contiendas, animando, como si fueran estandartes o signos sobrenaturales, a los contendientes, transformando así las guerras en guerras de banderas. Que son las peores, pues las razones escapan a la razón humana.

Agradecimientos a la Fundación Palau Fabre (Caldes d´Estrac, Barcelona), a su director Pere Almeda, y al arrtista y poeta Perejaume.

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