miércoles, 19 de abril de 2017

Naturaleza y cultura (I)

La cultura es una intervención humana en la naturaleza. Marca su impronta en el mundo. Tiene como fin ordenarla y disponerla para que cuadre con la visión y las necesidades humanas. Esta impronta, creada a partir de la relación con la naturaleza, cuadra el mundo. Se manifiesta a través de una serie de reglas y de relatos, de imágenes textuales y visuales, de códigos de comportamiento, que determinan cómo debemos relacionarnos entre nosotros y con el mundo que nos rodea, sea real o imaginario (el mundo de los seres invisibles: dioses, antepasados y muertos). La cultura fija con qué partes del mundo podemos estar en contacto, qué partes deben ser acondicionadas y adaptadas a nuestras limitadas visiones. La naturaleza, sin embargo, puede resistirse. Partes de ella, además, son inalcanzables, inimaginables, o no tienen que ser imaginadas: son las formas bárbaras, formas de barbarie en las que cabe lo informe, los monstruos y todo lo que no casa con lo que el ser humano necesita. Lo bárbaro es lo que no es, no puede, no deber ser humano.  
Solemos oponer naturaleza y cultura. La naturaleza, en una visión que cuadra con el relato del Génesis, aparece incontaminada, no afectada por intervención humana alguna. En este sentido, la cultura es concebida como una alteración permanente, una degradación de un espacio primigenio perfecto –o libre de manipulación. Recordemos que en el Edén, el ser humano no tenía que cultivar la tierra. Ésta era capaz de dar los frutos necesarios sin presión alguna. El trabajo, por el contrario, es definido como un castigo que recae tanto en el ser humano cuanto en la naturaleza. La primera acción humana causa la desaparición espontánea y generosa de frutos, al menos para los humanos, los cuales deberán doblar la espalda sobre la tierra para recuperar una parte de aquellos frutos que brotarán pero nunca más de modo permanente si el ser humano no se esfuerza contantemente, y a veces en vano, para forzar la tierra en librar lo que esconde.
La oposición entre el mundo del hombre y el de los monstruos no se hallaba en el mismo sitio que hoy en día. La concepción de la cultura, antiguamente, era distinta. El mundo humano, para nosotros, es urbano o, mejor dicho, está construido: incluye construcciones, asentamientos. Cuando queremos preservar la naturaleza (del impacto humano) impedimos cualquier tipo de construcción. Si queremos devolver la naturaleza a su “condición primigenia” –como ha ocurrido con la “restauración” del Cabo de Creus, destruimos cualquier indicio de construcción. “Reconstruimos” el paisaje, destruyendo las previas construcciones. Esta manera de concebir la naturaleza revela una visión distanciada y descreída de la acción humana. Ésta es percibida como negativa –para la condición natural- si bien cualquier restauración implica una acción humana, una alteración que pretende borrar la huella de una alteración precedente. De este modo, la naturaleza incontaminada aparece, paradójicamente, como una construcción en la que la mano del hombre intenta pasar desapercibida. El paisaje siempre es una construcción real o mental, pues trata de acordar la naturaleza existente con la imagen de la naturaleza primigenia que nos hemos construido.

En la antigüedad, por el contrario, los campos cultivados, que circundaban pueblos y ciudades, no eran considerados partes de la naturaleza, sino de la cultura. La visión edénica de la naturaleza no existía. La naturaleza era el espacio de las alimañas, los monstruos y los bárbaros, es decir de aquellos que no eran ciudadanos, ya sea porque aún no habían alcanzado esta condición, ya sea porque habían sido expulsados, desterrados, devolviéndolos a su condición primera, necesariamente salvaje –condición que no habían abandonado al estar en la ciudad, por lo que no podían seguir teniendo cabida en ella. La naturaleza estaba cubierta de bosques impenetrables, habitada por dioses salvajes como Pan, los sátiros, o dioses y diosas ligados a los elementos naturales, indómitos y, a menudo, violentos, como las ninfas o los dioses de los ríos, cuando eran descubiertos y obligaban a las aguas a desbocarse. La cultura, por el contrario, ordenaba el mundo y lo adaptaba al hombre. Aquel era concebido como un espacio hostil, inhumano, que requería una cuidada intervención para convertirlo en un lugar habitable. En el edén pagano, solo cabían fieras y humanos sin civilizar, como los cíclopes griegos, caníbales, desconocedores de las virtudes del hogar (del fuego domesticado) e incapaces de imponer cierto orden en un mundo desbocado, impropio del hombre.   

5 comentarios:

  1. ¡Qué interesante perspectiva!
    Por mi lado, no dejaría que la oposición clásica Naturaleza/Cultura opacara otra oposición también fundamental, pero no superponible exactamente sobre al anterior: Uno/Otro.
    Saludos desde Montevideo

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  2. Interesante cuestión.
    A título de aporte intempestivo, a la contradicción fundamental y tradicional entre Naturaleza/Cultura agregaría otra, no menos fundamental: Uno/Otro. Y creo que estas antinomias no se superponen exactamente entre sí.
    Saludos desde Montevideo

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    1. Buenosdías

      Muchas gracias por la observación. Me preguntaba, toda vez que la naturaleza era, en la Grecia antigua, pasto de monstruos y de bárbaros, si el otro, no era, precisamente, quien no es humano, lo que incluiría a los bárbaros y las fieras. aunque supongo que los dioses tampoco cabrían en la categoría de los humanos, aunque aquéllos podían estar relacionados con la ciudad y las tierras cultivadas.
      ¡No sé bien cómo resolver esta cuestión!
      ¡Gracias de nuevo por el desconcierto!
      Un atento saludo

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    2. Buenos días: ¡Felices aquellos tiempos que se podía urdir un mito maravillosamente contado para cada incertidumbre! Hoy parece que todo termina, si termina bien, en desconcierto.
      Saludos desde Montevideo

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    3. Es cierto.
      Los mitos hoy son banales o son historias de terror.
      Recuerdos desde Nueva York donde he venido por trabajo

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