La cultura es una intervención humana en la naturaleza. Marca
su impronta en el mundo. Tiene como fin ordenarla y disponerla para que cuadre
con la visión y las necesidades humanas. Esta impronta, creada a partir de la
relación con la naturaleza, cuadra el mundo. Se manifiesta a través de una
serie de reglas y de relatos, de imágenes textuales y visuales, de códigos de comportamiento,
que determinan cómo debemos relacionarnos entre nosotros y con el mundo que nos
rodea, sea real o imaginario (el mundo de los seres invisibles: dioses, antepasados
y muertos). La cultura fija con qué partes del mundo podemos estar en contacto,
qué partes deben ser acondicionadas y adaptadas a nuestras limitadas visiones. La
naturaleza, sin embargo, puede resistirse. Partes de ella, además, son
inalcanzables, inimaginables, o no tienen que ser imaginadas: son las formas
bárbaras, formas de barbarie en las que cabe lo informe, los monstruos y todo
lo que no casa con lo que el ser humano necesita. Lo bárbaro es lo que no es,
no puede, no deber ser humano.
Solemos oponer naturaleza y cultura. La naturaleza, en una
visión que cuadra con el relato del Génesis, aparece incontaminada, no afectada
por intervención humana alguna. En este sentido, la cultura es concebida como
una alteración permanente, una degradación de un espacio primigenio perfecto –o
libre de manipulación. Recordemos que en el Edén, el ser humano no tenía que
cultivar la tierra. Ésta era capaz de dar los frutos necesarios sin presión
alguna. El trabajo, por el contrario, es definido como un castigo que recae
tanto en el ser humano cuanto en la naturaleza. La primera acción humana causa
la desaparición espontánea y generosa de frutos, al menos para los humanos, los
cuales deberán doblar la espalda sobre la tierra para recuperar una parte de
aquellos frutos que brotarán pero nunca más de modo permanente si el ser humano
no se esfuerza contantemente, y a veces en vano, para forzar la tierra en
librar lo que esconde.
La oposición entre el mundo del hombre y el de los monstruos
no se hallaba en el mismo sitio que hoy en día. La concepción de la cultura,
antiguamente, era distinta. El mundo humano, para nosotros, es urbano o, mejor
dicho, está construido: incluye construcciones, asentamientos. Cuando queremos
preservar la naturaleza (del impacto humano) impedimos cualquier tipo de
construcción. Si queremos devolver la naturaleza a su “condición primigenia” –como
ha ocurrido con la “restauración” del Cabo de Creus, destruimos cualquier indicio
de construcción. “Reconstruimos” el paisaje, destruyendo las previas
construcciones. Esta manera de concebir la naturaleza revela una visión
distanciada y descreída de la acción humana. Ésta es percibida como negativa –para
la condición natural- si bien cualquier restauración implica una acción humana,
una alteración que pretende borrar la huella de una alteración precedente. De
este modo, la naturaleza incontaminada aparece, paradójicamente, como una
construcción en la que la mano del hombre intenta pasar desapercibida. El
paisaje siempre es una construcción real o mental, pues trata de acordar la
naturaleza existente con la imagen de la naturaleza primigenia que nos hemos
construido.
En la antigüedad, por el contrario, los campos cultivados,
que circundaban pueblos y ciudades, no eran considerados partes de la
naturaleza, sino de la cultura. La visión edénica de la naturaleza no existía.
La naturaleza era el espacio de las alimañas, los monstruos y los bárbaros, es
decir de aquellos que no eran ciudadanos, ya sea porque aún no habían alcanzado
esta condición, ya sea porque habían sido expulsados, desterrados,
devolviéndolos a su condición primera, necesariamente salvaje –condición que no
habían abandonado al estar en la ciudad, por lo que no podían seguir teniendo
cabida en ella. La naturaleza estaba cubierta de bosques impenetrables, habitada
por dioses salvajes como Pan, los sátiros, o dioses y diosas ligados a los
elementos naturales, indómitos y, a menudo, violentos, como las ninfas o los
dioses de los ríos, cuando eran descubiertos y obligaban a las aguas a
desbocarse. La cultura, por el contrario, ordenaba el mundo y lo adaptaba al
hombre. Aquel era concebido como un espacio hostil, inhumano, que requería una
cuidada intervención para convertirlo en un lugar habitable. En el edén pagano,
solo cabían fieras y humanos sin civilizar, como los cíclopes griegos, caníbales,
desconocedores de las virtudes del hogar (del fuego domesticado) e incapaces de
imponer cierto orden en un mundo desbocado, impropio del hombre.
¡Qué interesante perspectiva!
ResponderEliminarPor mi lado, no dejaría que la oposición clásica Naturaleza/Cultura opacara otra oposición también fundamental, pero no superponible exactamente sobre al anterior: Uno/Otro.
Saludos desde Montevideo
Interesante cuestión.
ResponderEliminarA título de aporte intempestivo, a la contradicción fundamental y tradicional entre Naturaleza/Cultura agregaría otra, no menos fundamental: Uno/Otro. Y creo que estas antinomias no se superponen exactamente entre sí.
Saludos desde Montevideo
Buenosdías
EliminarMuchas gracias por la observación. Me preguntaba, toda vez que la naturaleza era, en la Grecia antigua, pasto de monstruos y de bárbaros, si el otro, no era, precisamente, quien no es humano, lo que incluiría a los bárbaros y las fieras. aunque supongo que los dioses tampoco cabrían en la categoría de los humanos, aunque aquéllos podían estar relacionados con la ciudad y las tierras cultivadas.
¡No sé bien cómo resolver esta cuestión!
¡Gracias de nuevo por el desconcierto!
Un atento saludo
Buenos días: ¡Felices aquellos tiempos que se podía urdir un mito maravillosamente contado para cada incertidumbre! Hoy parece que todo termina, si termina bien, en desconcierto.
EliminarSaludos desde Montevideo
Es cierto.
EliminarLos mitos hoy son banales o son historias de terror.
Recuerdos desde Nueva York donde he venido por trabajo