Nota: este texto continua la entrada anterior titulada Naturaleza y Cultura I.
Se trata de una versión de una charla en el XXXIX Curso sobre Jornadas Internacionales sobre la Intervención en el Patrimonio Arquitectónico, Iberia, Roma y el Al-Ándalus, organizado por el Colegio de Arquitectos de Cataluña a finales de 2016, cuyos textos se publican próximamente.
Se trata de una versión de una charla en el XXXIX Curso sobre Jornadas Internacionales sobre la Intervención en el Patrimonio Arquitectónico, Iberia, Roma y el Al-Ándalus, organizado por el Colegio de Arquitectos de Cataluña a finales de 2016, cuyos textos se publican próximamente.
Las fronteras que permiten clasificar el mundo,
pueblos y culturas, eran necesarias, so pena de volver a la confusión, a la
indistinción originaria, pero aquéllas no respondían siempre a nuestras líneas
de demarcación. Los condenados a muerte, los chivos expiatorios, los
desterrados perdían la condición humana y se veían relegados al mismo nivel que
los bárbaros: seres humanos que no vivían en ciudades (griegas), ciudades al
mando de asambleas representativas y no de autócratas (como en Oriente, según
Grecia, o incluso en Esparta –desde la óptica ateniense).
La tan distinta concepción de la religión en la antigüedad y
la modernidad también afecta la concepción de la cultura. Las sociedades
antiguas occidentales y orientales eran politeístas. Asumían la existencia de
múltiples divinidades, propias y ajenas. Todos eran equivalentes. Ninguna se
imponía. No se exigía la creencia en una en detrimento de otra. Pero pocos o
nadie eran ateos: la religión –si es que se puede hablar de religión, en vez de
rituales- no era cuestión de fe. No existía la noción de creencia. Los dioses
existían, no cabía duda, pero no se exigía creer en ellos ni tampoco se
esperaba nada de ellos. Se les interrogaba, se les imploraba, se les respetaba,
sabiendo, sin embargo, que bien podían no responder a súplicas y
requerimientos. Los rituales eran necesarios, no porque se creyera en la
“bondad” de los dioses, sino tan solo para evitar que, enfurecidos por la
indiferencia humana, dejaran caer rayos sobre los hombres. Los ritos se practicaban
porque siempre se habían llevado a cabo. La costumbre –y el temor- y no la fe
regían la relación entre mortales e inmorales.
Los dioses, por otra parte, tenían una “personalidad”
poliédrica. No eran de una solo pieza. Estaban ligados a determinados lugares
que les eran propios: ciudades, santuarios –espacios sagrados, construidos o
no, pero bien delimitados-, marcados, a menudo, por hitos naturales (montañas, cuevas,
piedras, ríos, fuentes, árboles o bosques). Una misma divinidad podía tener
características muy distintas en función del lugar al que estaba adscrito, donde
se materializaba y se manifestaba. El espacio continuo no existía, del mismo
modo que no era concebible una cultura uniforme. Ciudades y santuarios,
espacios profanos y sagrados, parcelaban, caracterizaban y distinguían un mismo
espacio. Los puntos de vista, la visión del mundo dependían, por tanto, de las
propiedades de un lugar marcadas y simbolizadas por determinadas facetas de una
divinidad. Esparta y Atenas eran tan distintas como Atenas y Babilonia, pese a ser
ciudades cercanas pertenecientes, supuestamente, a una misma cultura, hablando
el mismo lenguaje.
Pese al creciente rechazo del emigrante, hoy, la ciudad
contemporánea acoge culturas y creencias diversas. La separación entre nacidos
en una ciudad y venidos de fuera no es absoluta. Sin embargo, antes de la Roma
imperial, la ciudad –el derecho a la ciudadanía-, en Grecia, al menos, solo estaba
al alcance de los varones adultos libres (lo que excluía a mujeres, niños y
esclavos) cuyos antecesores ya eran ciudadanos. Esta segregación, que
conllevaba la posesión de derechos o el abandono a la suerte y a la amenaza del
destierro o de la condena a muerte, distinguía a los llamados autóctonos –o nacidos
de las entrañas de la tierra (ctonos)-
de los emigrantes. El espacio, y la cultura, se dividían, en los propios de
quienes tenían todos los derechos, entre éstos el de imponer sus leyes,
costumbres y visiones, y los ajenos, que nada tenían, salvo la obligación de
ser sometidos –a la voluntad de los defensores, los poseedores, los nacidos de
la tierra. La noción de autoctonía, que tan peligrosamente marca la cultura de
los nacionalismos europeos, tiene sus raíces en el racismo de la Atenas y de la
Esparta antiguas, que conllevaba el repudio –cuando no la muerte- de todos
aquellos que se atrevían a buscar refugio en la ciudad sin tener “raíces” en
ella. Una gran parte de la Europa mediterránea antigua no contaba pues. No
tenían derecho a asentarse en las ciudades. Eran considerados como bárbaros, es
decir como no-humanos. La ciudad que humanizaba también desclasaba, anulaba a
quienes no podían demostrar su adscripción inmemorial a aquélla.
Solo podemos referirnos a culturas antiguas homogéneas de un
modo muy general. La época no es solo el índice que introduce variaciones
sustanciales en una cultura dada. Los dioses ligados a espacios dados, los
cultos generados entorno a éstos, tiñen la visión del mundo de un modo tan
peculiar que, si bien es cierto que los griegos compartían una misma lengua, poseían
mitos parecidos, leían o escuchaban unos mismos textos canónicos y creían en la
importancia de determinados santuarios panhelénicos, la cultura de cada
ciudad-estado griega poseía suficientes rasgos propios para que sea difícil
aceptar la existencia de una única cultura griega. Ocurre que, a veces,
confundimos el siglo –los decenios- de Pericles, en la Atenas del siglo V aC,
con la historia de la Grecia antigua, y extrapolamos rasgos de la Atenas en su
máximo esplendor –y pronto declinando- a toda Grecia. Estas consideraciones,
aplicadas a la Grecia antigua, son extensibles a todas las culturas antiguas.
Son culturas urbanas, centradas en la presencia de dioses y héroes ligados a
esas ciudades-estado, que, no solo se distinguen las unas de las otras, sino
que ostensiblemente querían desmarcarse las unas de las otras, destacando, no
lo que las unía, sino en que se diferenciaban, en qué superaban a las culturas
vecinas. Entre Atenas y Eleusis medían unos pocos quilómetros. Existían
procesiones que las conectaban. Y, sin embargo, todo separaba ambas ciudades,
deudoras de visiones del mundo contrapuestas, para las que el inframundo en un
caso, y el empíreo, en otro, aparecían como el espacio primigenio, de donde
emanaban bienes y males.
Esas notas, aplicadas sobre todo a la Grecia antigua,
también son válidas en gran parte, cuando se estudia la cultura íbera. Ésta es,
principalmente, una cultura determinada a finales del siglo XIX, cuando los
nacionalismos, precisamente, exigían la posesión de raíces autóctonas propias.
La España finisecular no podía ser deudora de Grecia y de Roma. Tenía que
singularizarse. Esta creencia en la
existencia de una cultura íbera única llevó, hace pocos años, a que un
director del Museo Arqueológico de Cataluña en Barcelona concibiera la retirada
de todas las piezas greco-latinas del museo en beneficio de objetos íberos
considerados propios, y el origen de la cultura hispana –o catalana. Sin embargo, la cultura íbera, con rasgos
diferenciados, no existió nunca. Se trata de una cultura, o unas culturas, en
las que rasgos de culturas “aborígenes” se mezclan con culturas micénicas,
fenicias, cartagineses, egipcias (incluso) y romanas, como, por otra parte,
ocurrió en todas las culturas antiguas mediterráneas. La influencia de los
contactos con culturas venidas por mar –principalmente- determinó que las
distintas tribus íberas conformaran culturas propias. La lengua y la escritura,
quizá los panteones eran comunes, no así la forma de las ciudades y quizá los
sistemas políticos. Parece que las tribus íberas del noreste poco tenían en
común con las sureñas. La cultura íbera se componía de un conjunto de culturas
que compartían valores, pero también divergían sobre manera de organizar
sociedades y de relacionarse con el mundo. Sociedades gobernadas por asambleas,
quizá, en unos casos, por “príncipes” o aristócratas”, en otros, cada tribu
íbera, enfrentaba con tribus vecinas, muy posiblemente, no era consciente de
pertenecer a una misma cultura íbera, dado que ésta ha sido una creación
decimonónica.
La primera cultura global o unitaria occidental fue quizá la
cultura romana imperial, tanto pagana cuanto cristiana (pese a las enconadas
diferencias teológicas entre diversas iglesias). Roma impuso un modelo de ciudad –adaptada,
sin embargo, a las peculiaridades geográficas del lugar-, de panteón –lo que no
obligaba al abandono o el repudio de divinidades locales-, y de leyes. La
cultura, la ciudad, eran similares desde el Éufrates hasta el Tajo, desde los
Alpes hasta el Atlas. El emperador era reconocido por todas las ciudades como
el único monarca, con representantes en cada territorio. Pero, incluso en Roma,
el emperador romano en Egipto se revestía de faraón, se presentaba como un
faraón. Al mismo tiempo, la fascinación por la cultura griego llevó a Adriano a
dejar de lado la cultura latina, del mismo modo que Nerón soñaba con ser un
monarca oriental. Roma quiso –y en gran parte logró- generar una cultura única,
pero las diversidades, las peculiaridades –siempre aceptadas, incluso
fomentadas-, en ocasiones se impusieron. Si algo caracteriza la cultura romana
es la aceptación de la diversidad dentro de esquemas vitales comunes. Por ese
motivo, se puede hablar de una cultura romana. Las ruinas, los textos, las
costumbres heredadas, son parecidas por todo el Mediterráneo, tanto en Europa
como en el norte de África y en el Próximo Oriente. Esta cultura uniforme, que permite
descubrir rasgos comunes, no es, sin embargo, habitual. Roma, en verdad, fue
una excepción en el mundo antiguo. Pronto los localismos, las visiones
sesgadas, limitadas, retornarían.
Todas las culturas son herederas de anteriores. En una misma
cultura se superponen, se amalgaman culturas anteriores que se modifican,
entrechocan y se enriquecen. La cultura resultante, sin embargo, no es
consecuencia de la suma de las que la han generado, sino que la combinación de
éstas produce una transformación, en la que flotan recuerdos de anteriores que
no han fraguado, o ecos que manifiestan la vitalidad, la necesidad de aquellas
culturas que precedieron. Este hecho también se aplica a la cultura de Al-Ándalus.
A la cultura árabe –y a la religión del islam, derivada de cristianismo: el
Corán sería una versión en árabe de una biblia siriaca-, se suman culturas greco-latinas,
bereberes, cristianas (orientales y occidentales), celtas (visigóticas). La
supervivencia del legado griego corrió a cargo de la cultura del califato, tras
el derrumbe del mundo romano. En este sentido, la cultura de Al-Ándalus, en sus
inicios, no pareció oponerse a culturas anteriores politeístas y monoteístas.
La mayor parte de los invasores árabes procedían del norte de África: eran
bereberes islamizados que no fueron rechazados por cristianos que,
contrariamente al credo de la iglesia de Occidente, no creían en la naturaleza
dual del Hijo de Dios, sino que lo consideraban como un dios únicamente, un
equivalente de Yahvé o de Alá. Al-Ándalus no se distinguió demasiado de Roma.
Asumía culturas anteriores que filtraba bajo una misma visión. Sin embargo, a
diferencia de la Roma cristiana, sobre todo tras el reinado del emperador
Teodosio, a finales del siglo IV dC, que no aceptaba más el legado politeísta greco-latino,
Al-Ándalus sí aceptó a Roma –protegió y divulgó su cultura. La cultura greco-latina
que nos ha llegado no puede prescindir del aporte, de las interpretaciones de
los pensadores del califato de Córdoba.
Una cultura es un medio para interpretar el mundo. Resulta,
a su vez, de nuestra relación con aquél. Los medios se afinan, se trastocan, se
convierten. Y, en este sentido, si la cultura griega fue, en gran parte,
heredera de culturas orientales, y Roma logró una síntesis entre Oriente,
Grecia y Etruria, Al-Ándalus volvió a añadir nuevas capas orientales a un
sustrato greco-latino ya fuertemente marcado por Oriente. ¿Dónde se hallan los
límites entre Grecia, iberia, Roma, Al-Ándalus? Seguramente son difíciles de
precisar, pues no existen culturas puras ni propias. Todas las culturas son
espejos en los que otras se reflejan, de manera más o menos velada. Esta consideración sobre la cultura, sin embargo,
parece ya no ser tolerada en la Europa de los nacionalismos excluyentes que
crecen de año en año.
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