jueves, 27 de abril de 2017

(Cultura y naturaleza, II): Qué son las culturas antiguas


Nota: este texto continua la entrada anterior titulada Naturaleza y Cultura I. 
Se trata de una versión de una charla en el XXXIX Curso sobre Jornadas Internacionales sobre la Intervención en el Patrimonio Arquitectónico, Iberia, Roma y el Al-Ándalus, organizado por el Colegio de Arquitectos de Cataluña a finales de 2016, cuyos textos se publican próximamente.


Las fronteras que permiten clasificar el mundo, pueblos y culturas, eran necesarias, so pena de volver a la confusión, a la indistinción originaria, pero aquéllas no respondían siempre a nuestras líneas de demarcación. Los condenados a muerte, los chivos expiatorios, los desterrados perdían la condición humana y se veían relegados al mismo nivel que los bárbaros: seres humanos que no vivían en ciudades (griegas), ciudades al mando de asambleas representativas y no de autócratas (como en Oriente, según Grecia, o incluso en Esparta –desde la óptica ateniense).
La tan distinta concepción de la religión en la antigüedad y la modernidad también afecta la concepción de la cultura. Las sociedades antiguas occidentales y orientales eran politeístas. Asumían la existencia de múltiples divinidades, propias y ajenas. Todos eran equivalentes. Ninguna se imponía. No se exigía la creencia en una en detrimento de otra. Pero pocos o nadie eran ateos: la religión –si es que se puede hablar de religión, en vez de rituales- no era cuestión de fe. No existía la noción de creencia. Los dioses existían, no cabía duda, pero no se exigía creer en ellos ni tampoco se esperaba nada de ellos. Se les interrogaba, se les imploraba, se les respetaba, sabiendo, sin embargo, que bien podían no responder a súplicas y requerimientos. Los rituales eran necesarios, no porque se creyera en la “bondad” de los dioses, sino tan solo para evitar que, enfurecidos por la indiferencia humana, dejaran caer rayos sobre los hombres. Los ritos se practicaban porque siempre se habían llevado a cabo. La costumbre –y el temor- y no la fe regían la relación entre mortales e inmorales.
Los dioses, por otra parte, tenían una “personalidad” poliédrica. No eran de una solo pieza. Estaban ligados a determinados lugares que les eran propios: ciudades, santuarios –espacios sagrados, construidos o no, pero bien delimitados-, marcados, a menudo, por hitos naturales (montañas, cuevas, piedras, ríos, fuentes, árboles o bosques). Una misma divinidad podía tener características muy distintas en función del lugar al que estaba adscrito, donde se materializaba y se manifestaba. El espacio continuo no existía, del mismo modo que no era concebible una cultura uniforme. Ciudades y santuarios, espacios profanos y sagrados, parcelaban, caracterizaban y distinguían un mismo espacio. Los puntos de vista, la visión del mundo dependían, por tanto, de las propiedades de un lugar marcadas y simbolizadas por determinadas facetas de una divinidad. Esparta y Atenas eran tan distintas como Atenas y Babilonia, pese a ser ciudades cercanas pertenecientes, supuestamente, a una misma cultura, hablando el mismo lenguaje.
Pese al creciente rechazo del emigrante, hoy, la ciudad contemporánea acoge culturas y creencias diversas. La separación entre nacidos en una ciudad y venidos de fuera no es absoluta. Sin embargo, antes de la Roma imperial, la ciudad –el derecho a la ciudadanía-, en Grecia, al menos, solo estaba al alcance de los varones adultos libres (lo que excluía a mujeres, niños y esclavos) cuyos antecesores ya eran ciudadanos. Esta segregación, que conllevaba la posesión de derechos o el abandono a la suerte y a la amenaza del destierro o de la condena a muerte, distinguía a los llamados autóctonos –o nacidos de las entrañas de la tierra (ctonos)- de los emigrantes. El espacio, y la cultura, se dividían, en los propios de quienes tenían todos los derechos, entre éstos el de imponer sus leyes, costumbres y visiones, y los ajenos, que nada tenían, salvo la obligación de ser sometidos –a la voluntad de los defensores, los poseedores, los nacidos de la tierra. La noción de autoctonía, que tan peligrosamente marca la cultura de los nacionalismos europeos, tiene sus raíces en el racismo de la Atenas y de la Esparta antiguas, que conllevaba el repudio –cuando no la muerte- de todos aquellos que se atrevían a buscar refugio en la ciudad sin tener “raíces” en ella. Una gran parte de la Europa mediterránea antigua no contaba pues. No tenían derecho a asentarse en las ciudades. Eran considerados como bárbaros, es decir como no-humanos. La ciudad que humanizaba también desclasaba, anulaba a quienes no podían demostrar su adscripción inmemorial a aquélla.
Solo podemos referirnos a culturas antiguas homogéneas de un modo muy general. La época no es solo el índice que introduce variaciones sustanciales en una cultura dada. Los dioses ligados a espacios dados, los cultos generados entorno a éstos, tiñen la visión del mundo de un modo tan peculiar que, si bien es cierto que los griegos compartían una misma lengua, poseían mitos parecidos, leían o escuchaban unos mismos textos canónicos y creían en la importancia de determinados santuarios panhelénicos, la cultura de cada ciudad-estado griega poseía suficientes rasgos propios para que sea difícil aceptar la existencia de una única cultura griega. Ocurre que, a veces, confundimos el siglo –los decenios- de Pericles, en la Atenas del siglo V aC, con la historia de la Grecia antigua, y extrapolamos rasgos de la Atenas en su máximo esplendor –y pronto declinando- a toda Grecia. Estas consideraciones, aplicadas a la Grecia antigua, son extensibles a todas las culturas antiguas. Son culturas urbanas, centradas en la presencia de dioses y héroes ligados a esas ciudades-estado, que, no solo se distinguen las unas de las otras, sino que ostensiblemente querían desmarcarse las unas de las otras, destacando, no lo que las unía, sino en que se diferenciaban, en qué superaban a las culturas vecinas. Entre Atenas y Eleusis medían unos pocos quilómetros. Existían procesiones que las conectaban. Y, sin embargo, todo separaba ambas ciudades, deudoras de visiones del mundo contrapuestas, para las que el inframundo en un caso, y el empíreo, en otro, aparecían como el espacio primigenio, de donde emanaban bienes y males.
Esas notas, aplicadas sobre todo a la Grecia antigua, también son válidas en gran parte, cuando se estudia la cultura íbera. Ésta es, principalmente, una cultura determinada a finales del siglo XIX, cuando los nacionalismos, precisamente, exigían la posesión de raíces autóctonas propias. La España finisecular no podía ser deudora de Grecia y de Roma. Tenía que singularizarse. Esta creencia en la  existencia de una cultura íbera única llevó, hace pocos años, a que un director del Museo Arqueológico de Cataluña en Barcelona concibiera la retirada de todas las piezas greco-latinas del museo en beneficio de objetos íberos considerados propios, y el origen de la cultura hispana –o catalana.  Sin embargo, la cultura íbera, con rasgos diferenciados, no existió nunca. Se trata de una cultura, o unas culturas, en las que rasgos de culturas “aborígenes” se mezclan con culturas micénicas, fenicias, cartagineses, egipcias (incluso) y romanas, como, por otra parte, ocurrió en todas las culturas antiguas mediterráneas. La influencia de los contactos con culturas venidas por mar –principalmente- determinó que las distintas tribus íberas conformaran culturas propias. La lengua y la escritura, quizá los panteones eran comunes, no así la forma de las ciudades y quizá los sistemas políticos. Parece que las tribus íberas del noreste poco tenían en común con las sureñas. La cultura íbera se componía de un conjunto de culturas que compartían valores, pero también divergían sobre manera de organizar sociedades y de relacionarse con el mundo. Sociedades gobernadas por asambleas, quizá, en unos casos, por “príncipes” o aristócratas”, en otros, cada tribu íbera, enfrentaba con tribus vecinas, muy posiblemente, no era consciente de pertenecer a una misma cultura íbera, dado que ésta ha sido una creación decimonónica.
La primera cultura global o unitaria occidental fue quizá la cultura romana imperial, tanto pagana cuanto cristiana (pese a las enconadas diferencias teológicas entre diversas iglesias).  Roma impuso un modelo de ciudad –adaptada, sin embargo, a las peculiaridades geográficas del lugar-, de panteón –lo que no obligaba al abandono o el repudio de divinidades locales-, y de leyes. La cultura, la ciudad, eran similares desde el Éufrates hasta el Tajo, desde los Alpes hasta el Atlas. El emperador era reconocido por todas las ciudades como el único monarca, con representantes en cada territorio. Pero, incluso en Roma, el emperador romano en Egipto se revestía de faraón, se presentaba como un faraón. Al mismo tiempo, la fascinación por la cultura griego llevó a Adriano a dejar de lado la cultura latina, del mismo modo que Nerón soñaba con ser un monarca oriental. Roma quiso –y en gran parte logró- generar una cultura única, pero las diversidades, las peculiaridades –siempre aceptadas, incluso fomentadas-, en ocasiones se impusieron. Si algo caracteriza la cultura romana es la aceptación de la diversidad dentro de esquemas vitales comunes. Por ese motivo, se puede hablar de una cultura romana. Las ruinas, los textos, las costumbres heredadas, son parecidas por todo el Mediterráneo, tanto en Europa como en el norte de África y en el Próximo Oriente. Esta cultura uniforme, que permite descubrir rasgos comunes, no es, sin embargo, habitual. Roma, en verdad, fue una excepción en el mundo antiguo. Pronto los localismos, las visiones sesgadas, limitadas, retornarían.
Todas las culturas son herederas de anteriores. En una misma cultura se superponen, se amalgaman culturas anteriores que se modifican, entrechocan y se enriquecen. La cultura resultante, sin embargo, no es consecuencia de la suma de las que la han generado, sino que la combinación de éstas produce una transformación, en la que flotan recuerdos de anteriores que no han fraguado, o ecos que manifiestan la vitalidad, la necesidad de aquellas culturas que precedieron. Este hecho también se aplica a la cultura de Al-Ándalus. A la cultura árabe –y a la religión del islam, derivada de cristianismo: el Corán sería una versión en árabe de una biblia siriaca-, se suman culturas greco-latinas, bereberes, cristianas (orientales y occidentales), celtas (visigóticas). La supervivencia del legado griego corrió a cargo de la cultura del califato, tras el derrumbe del mundo romano. En este sentido, la cultura de Al-Ándalus, en sus inicios, no pareció oponerse a culturas anteriores politeístas y monoteístas. La mayor parte de los invasores árabes procedían del norte de África: eran bereberes islamizados que no fueron rechazados por cristianos que, contrariamente al credo de la iglesia de Occidente, no creían en la naturaleza dual del Hijo de Dios, sino que lo consideraban como un dios únicamente, un equivalente de Yahvé o de Alá. Al-Ándalus no se distinguió demasiado de Roma. Asumía culturas anteriores que filtraba bajo una misma visión. Sin embargo, a diferencia de la Roma cristiana, sobre todo tras el reinado del emperador Teodosio, a finales del siglo IV dC, que no aceptaba más el legado politeísta greco-latino, Al-Ándalus sí aceptó a Roma –protegió y divulgó su cultura. La cultura greco-latina que nos ha llegado no puede prescindir del aporte, de las interpretaciones de los pensadores del califato de Córdoba.
Una cultura es un medio para interpretar el mundo. Resulta, a su vez, de nuestra relación con aquél. Los medios se afinan, se trastocan, se convierten. Y, en este sentido, si la cultura griega fue, en gran parte, heredera de culturas orientales, y Roma logró una síntesis entre Oriente, Grecia y Etruria, Al-Ándalus volvió a añadir nuevas capas orientales a un sustrato greco-latino ya fuertemente marcado por Oriente. ¿Dónde se hallan los límites entre Grecia, iberia, Roma, Al-Ándalus? Seguramente son difíciles de precisar, pues no existen culturas puras ni propias. Todas las culturas son espejos en los que otras se reflejan, de manera más o menos velada.  Esta consideración sobre la cultura, sin embargo, parece ya no ser tolerada en la Europa de los nacionalismos excluyentes que crecen de año en año.

  
  


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