El escritor argentino Jorge-Luis Borges anotó que Picasso
era anterior a los escultores africanos del siglo XIX ya que las obras de éstos
entraron en los museos y fueron apreciadas como obras de arte por los ojos
occidentales gracias a la “lectura” que del arte africano Picasso realizó,
quien se inspiró de la manera de componer dichas tallas, una manera inédita de
mirar y de traducir plástica la visión en el arte occidental nacido del
renacimiento que se apartaba del naturalismo.
Picasso creó el “arte” africano, lo introdujo en el mundo del arte tal
como éste fue definido en Occidente en el siglo XVIII. Picasso es más antiguo
que las esculturas africanas más antiguas, pues sin Picasso, sostuvo Borges, no
hubiéramos mirado aquellas tallas, no habríamos sabido mirarlas en Occidente,
hubiéramos desviado la mirada ante su presencia enigmática que no cuadraba con
forma de representación conocida y aceptada alguna. Los escultores africanos no
se inspiraron del arte moderno occidental –en este caso, la relación es
inversa- pero la creación africano devino arte, entró en la historia del arte y
se relacionó con otras formas de arte gracias a que Picasso lo contempló como
si fuera un arte más. El arte africano empezó a ser contemplado
“desinteresadamente”, se empezó a pensar que el arte africano había sido creado
para ser contemplado desde la distancia, gracias a Picasso, en palabras de
Borges.
¿Qué tenemos delante, qué vemos?
Una conocida opinión de Jean Genet sobre la mirada hacia la
estatuaria egipcia arcaica nos puede ilustrar sobre lo que contemplamos.
Describía Genet una visita que realizó a las salas de arte egipcio en el Museo
del Louvre de París en los años cincuenta. Contaba Genet que, al detenerse ante
una vitrina que presentaba a una estatuilla de Osiris, tuvo de inmediato la
casi dolorosa impresión que no estaba ante una imagen –una talla de madera
pintada- sino ante un verdadero espíritu. Aquella estatuilla estaba viva. La
imagen no era tal sino la manifestación visible, sensible de un ser
sobrenatural que mantenía toda su fuerza, su presencia dentro de la imagen, en
el interior de la vitrina. Ésta no había desactivado la viveza del espíritu ni
su capacidad de impactar y de influir en el ánimo de quien se enfrentaba con
ella. La talla era la manera cómo el espíritu se manifestaba ante el visitante
y lo sobrecogía: lo detenía.
“Cuando apareció bruscamente, bajo la luz verde, Osiris,
tuve miedo… Una mano o una masa que me obligaba a hundirme en los milenarios
egipcios y, mentalmente, a inclinarme e, incluso más, a arrugarme ante esta
pequeña estatua de mirada y de sonrisa duras, aplastaban mis espaldas y mi
nuca. Se trataba verdaderamente de un dios. El dios de lo inexorable… Tenía
miedo porque se trataba, sin lugar a dudas, de un dios.”
Genet utiliza en más ocasiones la palabra dios que la de
estatua, porque siente –sin que se sepa si se trata de una impresión subjetiva
o la constatación de un hecho objetivo- que se halla ante un ser vivo, ante la
manifestación de lo sobrenatural, y no ante una creación humana, material, es
decir inerte y sin efectividad a distancia. La estatua no es tal sino la manera
cómo Osiris se presentó ante Genet.
¿Cómo exponer el arte antiguo, las obras arqueológicas?
Cabría precisar que la diferencia entre arte antiguo y obra
arqueológica es imprecisa. Museos como el Museo Metropolitano de Arte de Nueva
York o el Instituto de Arte de Chicago poseen colecciones de piezas
arqueológicas que se presentan bajo la denominación de arte antiguo,
seguramente porque se equiparan a las colecciones de arte “clásico”, moderno y
contemporáneo. En cambio, una colección como la del Instituto oriental de
Chicago comprende solamente lo que se denominan obras arqueológicas. Quizá la
diferencia resida en el continente, un museo de arte en general frente a un
museo dedicado exclusivamente al arte antiguo que tiende a ser presentado como
un Museo Arqueológico (véase los casos de Barcelona, Madrid o Atenas, por
ejemplo). Es quizá por esta razón que no existen, a nuestro entender, museo
denominados arqueológicos en los Estados Unidos. Las piezas arqueológicas
suelen proceder de excavaciones legales (según la legislación vigente), es
decir son fruto de hallazgos voluntarios o involuntarios, recientes o
acontecidos hace siglos (la estatua del Laocoonte, en Roma, fue desenterrada en
el siglo XVI, y los caprichos pintados de la Domus Aurea en Roma se
descubrieron casi un siglo antes). Una pieza arqueológica es, así, una pieza
desaparecida y rescatada, cuya vida presenta una corta o larga laguna, un
tiempo durante el cual la obra desaparece de la vista o el conocimiento, y cuyo
hallazgo constituye un verdadero renacer.
La célebre y polémica película documental en blanco y negro Statues
Also Die (Quand les statues meurent aussi), realizada por Chris Marker y Alain
Resnais en 1953, prohibida durante once años años en Francia, trata del tema de
la exposición de estatuas y máscaras africanas fuera de sus países o culturas
de origen, en museos de etnografía o de arte occidentales. Los cineastas sostienen que la presentación
de estas obras, fuera de todo contexto, aisladas en vitrinas, rebaja o anula su
razón de ser, puesto que son ofrecidas a la contemplación desinteresada, como
si fueran obras de arte, cuando, en verdad, son moradas de espíritus que solo
tienen sentido si son capaces de dialogar con las comunidades que las han
creado, a las que pertenecen –o comunidades que les pertenecen, si adoptamos el
“punto de vista” de dichas efigies. Rota
esta conexión, silenciado el diálogo, las obras se reducen a objetos
decorativos que nada dicen ni aportan. Enmudecen. Y se convierten en obras
prescindibles, motivos de mercadeo, sin ninguna influencia efectiva en quienes
las venden, las adquieren o las contemplan, libres de su posible influencia
gracias a la protección que ofrece una campana de cristal. Objetos “extraños”
–capaces tanto de transportarnos cuanto de asegurarnos de “nuestra” capacidad
de reproducir miméticamente el mundo, logrando formas “bellas”, es decir
parecidas a formas naturales “idealizadas”-, curiosos, incomprensibles, e
innecesarios, que solo se muestran para satisfacer nuestra necesidad de
“exotismo”.
¿Debemos pues exponer obras que no fueron concebidas ni
creadas para ser contempladas, sino para jugar un papel activo en la comunidad?
Un conocido breve texto de Roland Barthes, “Cómo interpretar
lo antiguo”, podría darnos alguna pista. Se trata de una crítica a una
representación de una tragedia griega en París, redactada en 1955. Barthes comenta las dos maneras más habituales
de abordar la puesta en escena de un texto clásico –dos maneras que aún se dan
hoy, sesenta y cinco años más tarde: una manera que Barthes denomina
arqueológica –en la que se busca la perfecta réplica de lo que se considera era
una representación en la Atenas del siglo VI aC, con actores con togas y
máscaras- y una representación con trajes de calle y decorados y efectos
visuales y sonoros modernos, en la que se busca “actualizar” el texto, como si
éste se refiera al presente, anulando la extrañeza que lo que se narra y cómo
se narra producen. El texto podría ser una crónica o un reflejo del presente.
Entre la toga y el traje de calle ¿cabría otra manera de abordar la
interpretación de un texto teatral antiguo? Barthes critica la manera de
recitar. Las pasiones que viven, y con las que se enfrentan los héroes, no son
pasiones que les embargan, fruto de su manera de situarse en el mundo. Los
héroes no son sujetos libres, víctimas de “sus” pasiones. Lo que les ocurre es
fruto de decisiones y acciones externas. Los dioses los manejan. Ellos no
sienten nada. Actúan al dictado o el antojo del cielo. Sus vivencias, sus
deseos no cuentan. No son seres torturados, que ansían superarse. La tortura
que sufren es una consecuencia directa de la manipulación divina, no es
psicológica; no se trata de una “enfermedad del alma”. Del mismo modo, el coro
es una figura esencial, que declama lo que el pueblo opina sobre los
acontecimientos narrados. El coro es un representante popular, es la voz de la
comunidad, que sufre o goza, se compadece o se enfurece ante la manera cómo los
dioses utilizan a los héroes, una manera de la que no pueden librarse –ni
seguramente piensan en librarse, sino que aceptan porque no cabe otra actitud ante
la voluntad divina, porque se saben víctimas, un papel del que no pueden
desprenderse. En este sentido, la revuelta y la orgullosa manifestación de
libertad ante el destino, propia del romanticismo, no tienen cabida en el mundo
griego arcaico y clásico.
Se trata, desde luego, de un mundo lejano, incomprensible.
No podemos compartir esta visión de la condición humana y de su lugar en el
mundo. La extrañeza ante lo que se cuenta y cómo se narra es inevitable. Nunca
podremos entender a los clásicos. Pertenecen a un mundo que nada tiene que ver
con nosotros. Por tanto, Barthes critica cualquier intento de “modernizar” un
texto y su interpretación, basándose en presupuestos y en sentimientos
modernos. Se tiene, en cambio, que mantener la extrañeza, casi la incomprensión
que el texto y su escenificación suscitan, porque es la única manera de
apreciar la distancia insalvable entre dos tiempos, antiguo y moderno,
asumiendo que nunca podremos ver una obra de teatro clásica como era percibida
o recibida hace dos mil quinientos años. La obra no nos habla, ni habla de
nosotros. Habla de lo que nos es hoy incomprensible, inasumible incluso, y esta
es la lección que la interpretación de una obra antigua nos tiene que dar:
somos mortales y estamos inevitablemente marcados por el tiempo. Nuestra visión
está condicionada, y permitida o facilitada por nuestro tiempo. No podemos
pretender entender el presente y el pasado como si fuéramos inmunes al tiempo,
como si fuéramos dioses.
Es cierto que Barthes se refiere a interpretaciones de textos
teatrales, pero éstas conllevan una puesta en escena, tan importante como la
propia interpretación actoral. ¿Qué podemos aprender de esta crítica, y cómo
podemos aplicarla a la puesta en escena de obras arqueológicas, si compartimos
la visión de la antigüedad de Barthes?
Bataille, a principios de los años treinta del siglo pasado,
criticaba, en la revista Documents, la exposición de objetos antiguos, aislados
en vitrinas, fuera de todo contexto –una opinión que Marker y Resnais
retomarían una veintena de años más tarde, como hemos visto. Según Bataille la
exposición de objetos antiguos no era aceptable porque no habían sido
elaborados para ser contemplados sino para ser usados, lo que es imposible en
un contexto museístico: los objetos expuestos no pueden ser manipulados por
razones de conservación–Bataille se refería sobre todo a objetos
“etnográficos”, una vez cesado su uso, inservibles y seguramente ya imposibles
de volver a ser usados debido al desconocimiento que se tiene de cómo y porqué
se utilizaban, objetos que han perdido su razón de ser por los cambios
sociales-. La contemplación era inútil, irrelevante o perniciosa porque ponía
el acento en las cualidades materiales y formales del objeto, en la pericia o
técnica de su manufacturación, en detrimento de su razón de ser, que era la de
responder a determinadas necesidades, de acomodarse a la mano y al objeto con
el que debía entrar en relación. La red de relaciones en la que se acogía el
objeto, quién lo elaboraba y quién lo usaba, eran tan importantes como la
propia presencia del objeto. Si no cabía más que exponerlos, su presentación
debía evocar de manera lo más precisa posible cómo y dónde se utilizaban dichos
objetos, en qué contextos se insertaban, a qué necesidades respondían. Es
decir, según Bataille, el objeto debía exponerse precedido o rodeado de cuánta
más información gráfica y visual posible sobre los usos del objeto mejor. Sin
esta información, la exposición no tenía, literalmente, sentido. Peor aún, era
engañosa sobre la función del objeto.
Desde luego, un objeto arqueológico debería acompañarse de
todos los datos y referencias que se pudieran encontrar –textos, imágenes, así
como de la historia de su descubrimiento, y de las interpretaciones que se han
dado- para que la mirada pudiera evaluarlo debidamente, teniendo en cuenta la
razón de su existencia. Una bomba, en sí, puede ser un objeto placentero, una
perfecta esfera, una figura casi ideal. Solo la explicación de su finalidad –si
atendemos a las causas aristotélicas- matizará o anulará el posible entusiasmo
o la fascinación que produce. Fascinación que puede que se mantenga o se
acreciente, pero que no desconoce por qué fue ideada y ejecutada dicha bomba.
La evaluación exclusivamente formal es legítima siempre que sea la consecuencia
de una elección con todas las cartas en la mano. La estética puede obviar la
ética, pero debe conocer a ésta, para que la elección sea una elección, una
elección que tenga “sentido”.
Cuantos más datos, ordenados y claramente enunciados,
podamos aportar, más estaremos informados y formados para contemplar un objeto
arqueológico. Pero ¿qué podemos ver?, ¿qué vemos? ¿Debemos mirarlos, incluso?
Tenemos que aproximarnos tratando de relacionarnos con ellos
según lo que dispongan o nos pidan, atendiendo a lo que muestran y significan.
Mas ¿sabemos qué quieren comunicarnos, qué desean revelarnos?
Algunas obras arqueológicas no fueron nunca pensadas y
materializadas para ser contempladas, al menos por ojos humanos. Todo el arte
funerario debe de permanecer oculto, al menos a nuestros ojos. Las estatuas
funerarias griegas, los llamados kolossoi, se presentaban erguidos, al aire
libre. En este caso, se ofrecían a la vista, pero tenían como fin no ser
disfrutados sensiblemente sino permitirnos acordarnos de los difuntos
enterrados bajo la estatua, amén de que servían de cobijo, de cuerpo
imperecedero a las almas del difunto, desamparadas y potencialmente agresivas o
molestas tras la desaparición de su soporte, el cuerpo del difunto. Jean Evans
ha estudiado maravillosamente la ubicación de los orantes mesopotámicos,
demostrando de manera convincente que dichas efigies si situaban cerca de las
capillas, las moradas divinas, y tenían como fin no solo garantizar la
presencia permanente del oferente ante la divinidad (o su estatua de culto),
sino que también delimitaban el espacio. Se ubicaban en la frontera, que
definían, entre el espacio por donde transitaban los oferentes, y el espacio al
que solo tenía acceso la divina y sin duda los sacerdotes. Por tanto, dichas
efigies, ubicadas en patios, al aire libre, quizá solo tuvieran ojos para la
divinidad y solo se mostraban de espaldas a los mortales. Las estatuas reales
seguramente eran visibles, siempre que los mortales tuvieran acceso a los
espacios (patios, estancias) donde se ubicaban.
La visibilidad de las estatuas y las estatuillas –si nos
limitamos a este tipo de objetos arqueológicos- las definía, pero las
modalidades de la visión variaban y no siempre –o quizá nunca- coincidían con
nuestra manera de relacionarnos con las estatuas. Su contemplación no estaba
asegurada. Ni siquiera existían solo para ser contempladas. En todo caso, no
podemos estar seguros del tipo de relación que exigían, como tampoco estamos
seguros que entraran en contacto con os mortales ni qué querían revelar.
Son obras que nos son extrañas. Eran extrañas en la
antigüedad; quiero decir, probablemente no pertenecían al mundo profano en el
que los mortales están circunscritos. Pocos mortales tenían acceso a la visión
de las estatuas –si es que ojos mortales podían relacionarse con ellas. La
invisibilidad de lo visible, de una imagen seguramente nos es extraña, más
extraña posiblemente que para un habitante de hace tres o cuatro mil años.
La exposición de tales obras, hoy en día, debería respetar
la extrañeza que causan. Doble extrañeza: la que quizá sentían los hombres del
pasado, y la nuestra, incapaces de ver dichas obras como debían de ser vistas o
pensadas antiguamente. No son obras que se muestren, se ofrezcan a la vista. Es
posible que nos rehúyan, y quizá que las rehuyamos también al no poder
desenmascararlas y penetrar en lo que encierran o significan. Son un enigma, y
dicho misterio debe ser preservado. ¿Cómo exponerlas pues –si es que debemos
mostrarlas?
Hace años, el arquitecto Marc Marín (hoy en la
UPennUniversity) y yo pensábamos y escribimos que el “White cube”, el espacio
blanco habitualmente utilizado para exponer obras contemporáneas, sin
aparentemente ninguna cualidad especial, era el medio preferible para exponer
obras arqueológicas -aunque el color blanco y la ausencia de ornamentación, la
luz artificial o la llegada de luz natural inundando el espacio ya son maneras
de caracterizar dichos espacios expositivos, que no son, por tanto,
contenedores neutros-. La razón estribaba en qué considerábamos que, toda vez
que las piezas arqueológicas no fueron concebidas ni realizadas para ser
contempladas, disfrutadas por sus cualidades sensibles ni por su contenido
–aunque bien sea cierto que los materiales y la cuidada o habilidosa ejecución
contribuían a la irradiación mágica o sagrada de los objetos-, su exposición
las equiparaba con los objetos que existen para entrar en contacto visual o
sensible con los humanos: las obras de arte. Y, en tanto que obras de arte, en
tanto que obras arqueológicas convertidas en obras de arte a causa de su
exposición, que no atiende a lo que “representan”, a sus fines y valores -no
siempre conocidos-, sino a sus cualidades estéticas y la “forma” en que
traducen un contenido que suponemos parecido al de una obra de arte, las obras
arqueológicas, como las obras de arte contemporáneas, bien podían exponerse en
contenedores neutros, blancos, habituales en el arte contemporáneo. Hoy no
negamos la buena relación entre las obras arqueológicas y el contenedor blanco,
pero consideramos que dicha relación sería particularmente adecuada para
expresar justo lo contrario de lo que anteriormente considerábamos expresaba el
contenedor blanco cuando acogía a una obra antigua. Lejos de acercárnosla, o de
acercarnos a ella, el “white cube” nos la aleja –el ensayista español Sánchez
Ferlosio consideraba que la obra no debía ser acercada al espectador, es decir,
simplificada, edulcorada, obviando sus asperezas, sus dificultades, el carácter
arisco de la obra que se niega a revelar su contenido sin la debida preparación
por parte del espectador, sino que era el espectador el que debía emprender el
acercamiento a la obra, acaso dificultosamente, enfrentándose a sus
limitaciones y los enigmas que la obra plantea. Dicho alejamiento debe ser mantenido
y acentuado, pues simboliza el abismo entre la obra y nosotros, entre su mundo
y el nuestro, y preserva su carácter que solo los antiguos podían entender.
Así, aislada, sola, en un ambiente desnudo, la obra se nos presenta como un
problema irresoluble, que invita a resolverlo, una tentativa necesaria de
emprender aun sabiendo que nunca será entera y definitivamente solventado. La
doble extrañeza, la que la obra impone porque no está siempre concebida para
los sentidos de los mortales, y la que sentimos ante ella, incapaces de
interpretarla pese a la aparente facilidad que pueda emanar de una manera
naturalista de representar, es lo que define lo que una obra arqueológica es o
posee. Cuantos más datos se aporten, cuantas más facilidades se concedan al espectador
para acercarse a la obra, más fructífero será el encuentro, siempre que la obra
acepte el encuentro y nos ayude a alzarnos hasta ella. Una esperanza necesaria
aunque vana.
La historia es un pasillo, o una red de galerías, marcada
por puertas que se van cerrando. Algunas logran abrirse tras un tiempo. Otras
ni siquiera se descubren.
Exponer obras arqueológicas conlleva reflexionar sobre
nuestra concepción de la historia, entendida como una sucesión continua de
hitos y datos descifrables, o como una superposición inconexa de datos, muchos
de los cuales faltan o son indescifrables, y otros están irremediablemente
mutilados o tergiversados por interpretaciones anteriores que impiden un
acercamiento a la comprensión, siempre limitada, de la obra. Una exposición de
arqueología habla tanto el pasado cuanto del presente, y revela todo lo que
hemos perdido, y como el pasado, muy a menudo, es mudo aunque intentamos, a
veces desesperadamente, hacerle hablar, creyendo en ocasiones que se dirige a
nosotros y que lo entendemos. Como no entendemos el presente, desviamos la
mirada hacia el pasado, ya concluido. Lo que contiene apenas se nos revela, y
se revela como un misterio –y un acicate para seguir reflexionando y
“exponiendo”.
Muy hermoso texto
ResponderEliminarMuchas gracias.
ResponderEliminarEn seminario fue muy instructivo porque se pudieron confrontar diversas visiones del arte antiguo y, además, descubrir que los museos, por las exigencias de seguridad, no pueden aventurarse demasiado en cuestionar -si es necesario - la propia manera de exponer, de qué y cómo exponer