Grecia tuvo un periodo, hacia el siglo VII aC, que los historiadores llaman Orientalizante, en el que motivos como grifos, esfinges y leones denotaban una influencia neo-asiria e hitita, es decir del Próximo Oriente antiguo. Se ha relacionado la Ilíada con el poema de Gilgamesh, y divinidades como Apolo y Ártemis se han comparado con divinidades anatólicas o del Levante.
Por el contrario, Grecia se presentaba a sí misma, en época clásica, como la antítesis ideológica de "Oriente": una cultura urbana democrática frente a culturas, también urbanas, pero tiránicas; asambleas populares frente a reyes y emperadores.
Pero, más allá de supuestas diferencias ideológicas, existe una diferencia indiscutible: la percepción del tiempo, la relación con el pasado.
Tanto en Egipto como en Mesopotamia, los últimos faraones y los últimos emperadores no se consideraban distintos de los primeros; y no lo eran. Un faraón ptolemaico -incluso, al límite, un emperador romano vestido de faraón egicio- no se distinguía de los faraones constructores de pirámides, dos mil quinientos años antes. Tenían el mismo poder, las mismas prerrogativas, las mismas insignas. Existían, sin duda, diferencias, pero éstas eran mínimas, o de escasa importancia. Los últimos monarcas vivían en el mismo tiempo que los primeros; eran los directos herederos, los continuadores de una manera de ordenar el mundo, de estar en él que se había originado tres milenios antes. Del mismo modo, los emperadores neo-asirios, contemporáneos de las asambleas arcaicas griegas, se consideraban con los mismos poderes que los emperadores acadios y que los reyes sumerios. Y esta concepción no era errónea. El tiempo abatía ciudades, templos y palacios, que se reconstruían una y otra vez. Se podían ampliar o reducir, se inroducían leves cambios estilísticos, pero el tiempo discurría de un modo parecido. En verdad, entre Asurbanipal (s. VII aC) y Sargon I (2400 aC) apenas existían diferencias. Los reyes y emperadores sucesivos continuaban la labor de quienes les precedían. De algún modo el tiempo no pasaba, o era vencido. Las estructuras políticas y culturales, la visión del mundo y de uno mismo, permanecía incólume.
Mas, en Grecia, mediaba un abismo entre la cultura micénica (segundo milenio) y la "propiamente" griega (primer milenio). La llamada Edad Oscura -un periodo de derrumbe del mundo micénico, de crisis económica y cultural, con la desaparición incluso de la escritura, y de replanteo del lugar del ser humano en el mundo, con la "aparición" de la ciudad, lejos de los asentamientos palaciegos minoicos y micénicos- marcó un punto de inflexión. El "renacer" del mundo, tras el siglo IX aC, se basó en postulados o criterios distintos de los que existieron hasta entonces. Esto no significa que las trazas del mundo micénico -incluso del minoico- desaparecieran. Aún hoy, las ruinas de Pilos, Micenas y Tirinto, están en mejor estado y son más legibles que muchas ruinas clásicas. Los restos de los palacios minoicos, en Creta, tienen más entidad que todo el santuario de Olimpia. Si hoy la cultura micénica es bien visible n Grecia, cómo no iba a estarlo hace dos mil quinientos años. Pero esta cultura, los restos de pequeñas ciudades, palacios y tumbas micénicas no eran vistos como muestras de una misma cultura, sino como de otra época, la época de los héroes: no solo otra época, otro tiempo, en el que moraban seres casi inmorales. Desde muy antiguo, las tumbas micénicas, como los restos de lo que ya Alejandro consideraba que eran las ruinas de Troya -una ciudad que, en verdad, solo existía y existe en la Ilíada-, fueron percibidos como tumbas y lugares de culto dedicados a héroes míticos, cuando en la tierra solo existían dioses y héroes.
Los faraones y los emperadores mesopotámicos tardíos nunca consideraron que eran esencualmente distintos de los primeros soberanos. Éstos no eran dioses; tenían la misma entidad que los últimos monarcas. Por el contrario, los gobernantes de la Grecia arcaica y clásica se veían como seres muy distintos que los micénicos, inferiores a ellos o, mejor dicho, sin parangon posible. Eran simples mortales, mientras que la "raza" de los Aquiles, Agamenón, Edipo u Paris estaba en gracia de los dioses; eran hijos de dioses y, cuando fallecían, podían transladarse a la Isla de los Bienaventurados donde proseguirán con su vida no afectada por la decadencia y la decrepitud. Los griegos se veían como seres jóvenes, que habían aparecido tras la desaparición de los héroes con los que sabían no podían compararse, seres admirados y temidos, modelos inalcanzables de comportamiento, modelos éticos inalcanzables. Asi como los egipcios y los mesopotámicos siempre tuvieron conciencia de la fugacidad de la vida, de la condición mortal de los humanos, los griegos se dieron cuenta, de pronto, que la edad de los héros, que había mandado en la tierra, había concluido, acarreando una pérdida irreparable: lo que Hesiodo llamó la edad -la nuestra- de los hombres de hierro que, al revés que los de bronce, pronto se oxidan.
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