Nota:
Paul Valéry no conoció la profusión de museos de arte contemporáneo que sacralizan obras apenas creadas, sin dejar que el tiempo las juzgue, porque tememos que el tiempo las juzgue -y descubramos nuestra desnudez.
En ocasiones, se cuenta en voz baja el desamparo de directores de museos de arte contemporáneo ante reservas y depósitos cada vez más llenos de instalaciones que nunca más saldrán a la luz, convertidos en tumbas y cenotafios lastrados de ofrendas a no se sabe quién.
EL PROBLEMA DE LOS MUSEOS
Paul Valéry
No me gustan demasiado los museos. Hay muchos admirables, con nada deleitable. Las ideas de clasificación, conservación y utilidad pública, que son justas y claras, tienen poca relación con los deleites. Al primer paso que doy hacia las cosas bellas, una mano me arranca el bastón, un rótulo me prohíbe fumar. Enfriado ya por el gesto autoritario y el sentimiento de coerción, penetro en alguna sala de escultura donde reina una confusión fría. Un busto asoma deslumbrante entre las piernas de un atleta de bronce. Calma y violencias, sonrisas, pasmos, contracciones y los más forzados equilibrios componen una impresión insoportable. Estoy en un tumulto de criaturas congeladas donde cada una pide, sin obtenerla, la inexistencia de todas las demás. Y eso sin hablar del caos de magnitudes sin medida común, de la mezcla inexplicable de enanos y gigantes, ni siquiera del resumen de la evolución que nos ofrece semejante asamblea de seres perfectos e inconclusos, mutilados y restaurados, monstruos y caballeros… Dispuesta el alma a cualquier pena, me adentro en la pintura. Ante mí se despliega en silencio un extraño desorden organizado. Soy presa de horror sagrado. Mi paso se vuelve reverente. Mi voz cambia y se coloca algo más alta que en la iglesia, pero un poco más baja que en los asuntos ordinarios de la vida. Pronto dejo de saber a qué he venido a estas soledades enceradas, con algo de templo y de salón, de cementerio y de escuela…
¿He venido a instruirme, o a buscar algo que me encante, o
bien a cumplir con un deber y satisfacer las apariencias? ¿O no podría ser
incluso un ejercicio de un género particular este paseo tan pintoresco, al que
una belleza estorba cada paso y a cada instante desvían a diestro y siniestro
obras maestras entre las que hay que conducirse como un borracho entre bares?
La tristeza, el aburrimiento, la admiración, el buen tiempo
que hace ahí fuera, los reproches de mi conciencia, y la terrible sensación del
gran número de grandes artistas, vienen conmigo. Noto cómo me voy volviendo
terriblemente sincero.
¡Qué cansancio, me digo, qué barbarie! Esto es inhumano.
Esto no tiene nada de puro. Es una paradoja, semejante acercamiento entre
maravillas independientes pero rivales, incluso más enemigas cuanto más
semejantes. Sólo una civilización ni voluptuosa ni razonable puede haber
edificado esta morada de incoherencia. Es insensato lo que resulta de esta
vecindad de visiones muertas. Se tienen celos, y se disputan la mirada que les
da existencia. De todas partes llaman mi atención indivisible. Vuelven loco a
ese punto vivo que arrastra a toda la máquina del cuerpo hacia lo que le atrae…
El oído no soportaría escuchar diez orquestas a la vez. El
espíritu no puede ni seguir ni dirigir varias operaciones distintas, y no hay
razonamientos simultáneos. Pero el ojo se encuentra obligado a admitir en la
abertura de su ángulo movedizo y en el instante de la percepción un retrato y
una marina, una cocina y un triunfo, y personajes de los más diversos estados y
dimensiones; y encima ha de acoger en una misma mirada armonías y maneras de
pintar mutuamente incomparables. Así como el sentido de la vida se ve
violentado por ese abuso del espacio que constituye una colección, no ofende
menos a la inteligencia una apretada reunión de obras importantes.
Cuanto más bellas son, cuanto más excepcionales efectos de
la ambición humana, más deben distinguirse. Son objetos raros, que sus autores
hubiesen querido únicos. Ese cuadro, se dice a veces, MATA a los que tiene
alrededor… Estoy seguro de que ni Egipto, ni China, ni Grecia, sabios y
refinados como fueron, conocieron nunca este sistema de yuxtaponer producciones
que se devoran unas a otras. No alineaban unidades de placer incompatibles bajo
números de matrícula y según principios abstractos.
Pero nuestra herencia es aplastante. El hombre moderno,
extenuado por la enormidad de sus medios técnicos, está igualmente empobrecido
por el exceso de riquezas. El mecanismo de donaciones y legados —la continuidad
de producción y adquisición— junto con esa otra causa de crecimiento que tiene
que ver con las variaciones de moda y gusto, con la vuelta del gusto a obras
que se había desdeñado, contribuyen sin descanso a la acumulación de un capital
excesivo y, por tanto, inutilizable. El museo ejerce una atracción continua
sobre todo lo que hacen los hombres. El hombre que crea y el que muere lo
alimentan por igual. Todo acaba en la pared o en la vitrina…
Sin poderlo evitar pienso en la banca de ciertos juegos que
gana en todos los lances. Pero la capacidad de servirse de esos recursos cada vez
más grandes está lejos de crecer con ellos. Nuestros tesoros nos abruman y nos
aturden. La necesidad de concentrarlos en un edificio exagera su efecto pasmoso
y triste. Por vasto que sea el palacio, por adecuado y bien ordenado que esté,
siempre nos encontramos un poco perdidos y desolados en esas galerías, solos
contra tanto arte. La producción de miles de horas que tantos maestros
consumieron pintando y dibujando actúa en unos instantes sobre nuestros
sentidos y nuestro espíritu, ¡y eran horas cargadas a su vez de años de
búsquedas, experiencias, atención y genio…! Inexorablemente hemos de sucumbir
¿Qué hacer? Nos volvemos superficiales. O bien eruditos. En
materia de arte la erudición es una especie de derrota: aclara justo aquello
que no es lo más delicado, y ahonda en lo que no es esencial. Sustituye la
sensación por sus hipótesis, y la presencia de la maravilla por su prodigiosa
memoria; y añade al inmenso museo una biblioteca ilimitada. Venus vuelta
documento. Salgo con la cabeza molida y las piernas tambaleantes de ese templo
de los placeres más nobles. La fatiga extrema se acompaña a veces de una
actividad casi dolorosa del espíritu. El magnífico caos del museo me sigue y se
combina con el movimiento de la calle viva. Mi malestar busca su causa. Percibe,
o inventa alguna imprecisa relación entre esa confusión que le obsesiona y el
estado atormentado de las artes de nuestro tiempo. Estamos y nos movemos en el
mismo vértigo de mezcolanza que le infligimos como suplicio al arte del pasado.
De golpe percibo una vaga claridad. Se insinúa en mí una respuesta, se destaca
poco a poco de mis impresiones y exige pronunciarse. Pintura y Escultura, me
dice el Demonio de la Explicación, son niños abandonados. Su madre ha muerto,
su madre Arquitectura. Mientras vivió les daba lugar, empleo y límites. Les
estaba negada la libertad de errar. Tenían su espacio, su luz bien definida,
sus temas, sus alianzas… Mientras vivió, sabían lo que querían…
—Adiós, me dijo esta idea, no iré más lejos
“ Le problème des musées ”
Je n’aime pas trop les musées. Il y en a beaucoup d’admirables, il n’en est point de délicieux. Les idées de classement, de conservation et d’utilité publique, qui sont justes et claires, ont peu de rapport avec les délices.
Au premier pas que je fais vers les belles choses, une main m’enlève ma canne, un écrit me défend de fumer.
Déjà glacé par le geste autoritaire et le sentiment de la contrainte, je pénètre dans quelque salle de sculpture où règne une froide confusion. Un buste éblouissant apparaît entre les jambes d’un athlète de bronze. Le calme et les violences, les niaiseries, les sourires, les contractures, les équilibres les plus critiques me composent une impression insupportable. Je suis dans un tumulte de créatures congelées, dont chacune exige, sans l’obtenir, l’inexistence de toutes les autres. Et je ne parle pas du chaos de toutes ces grandeurs sans mesure commune, du mélange inexplicable des nains et des géants, ni même de ce raccourci de l’évolution que nous offre une telle assemblée d’êtres parfaits et d’inachevés, de mutilés et de restaurés, de monstres et de messieurs...
L’âme prête à toutes les peines, je m’avance dans la peinture. Devant moi se développe dans le silence un étrange désordre organisé. Je suis saisi d’une horreur sacrée. Mon pas se fait pieux. Ma voix change et s’établit un peu plus haute qu’à l’église, mais un peu moins forte qu’elle ne sonne dans l’ordinaire de la vie. Bientôt, je ne sais plus ce que je suis venu faire dans ces solitudes cirées, qui tiennent du temple et du salon, du cimetière et de l’école... Suis-je venu m’instruire, ou chercher mon enchantement, ou bien remplir un devoir et satisfaire aux convenances ? Ou encore, ne serait-ce point un exercice d’espèce particulière que cette promenade bizarrement entravée par des beautés, et déviée à chaque instant par ces chefs-d’oeuvre de droite et de gauche, entre lesquels il faut se conduire comme un ivrogne entre les comptoirs ?
La tristesse, l’ennui, l’admiration, le beau temps qu’il faisait dehors, les reproches de ma conscience, la terrible sensation du grand nombre des grands artistes marchent avec moi.
Je me sens devenir affreusement sincère. Quelle fatigue, me dis-je, quelle barbarie ! Tout ceci est inhumain. Tout ceci n’est point pur. C’est un paradoxe que ce rapprochement de merveilles indépendantes mais adverses, et même qui sont le plus ennemies l’une de l’autre, quand elles se ressemblent le plus.
Une civilisation ni voluptueuse, ni raisonnable peut seule avoir édifié cette maison de l’incohérence. Je ne sais quoi d’insensé résulte de ce voisinage de visions mortes. Elles se jalousent et se disputent le regard qui leur apporte l’existence. Elles appellent de toutes parts mon indivisible attention ; elles affolent le point vivant qui entraîne toute la machine du corps vers ce qui l’attire...
L’oreille ne supporterait pas d’entendre dix orchestres à la fois. L’esprit ne peut ni suivre, ni conduire plusieurs opérations distinctes, et il n’y a pas de raisonnements simultanés. Mais l’œil, dans l’ouverture de son angle mobile et dans l’instant de sa perception se trouve obligé, d’admettre un portrait et une marine, une cuisine et un triomphe, des personnages dans les états et les dimensions les plus différents ; et davantage, il doit accueillir dans le même regard des harmonies et des manières de peindre incomparables entre elles.
Comme le sens de la vue se trouve violenté par cet abus de l’espace que constitue une collection, ainsi l’intelligence n’est pas moins offensée par une étroite réunion d’œuvres importantes. Plus elles sont belles, plus elles sont des effets exceptionnels de l’ambition humaine, plus doivent-elles être distinctes. Elles sont des objets rares dont les auteurs auraient bien voulu qu’ils fussent uniques. Ce tableau, dit-on quelquefois, TUE tous les autres autour de lui...
Je crois bien que l’Égypte, ni la Chine, ni la Grèce, qui furent sages et raffinées, n’ont connu ce système de juxtaposer des productions qui se dévorent l’une l’autre. Elles ne rangeaient pas des unités de plaisir incompatibles sous des numéros matricules, et selon des principes abstraits.
Mais notre héritage est écrasant. L’homme moderne, comme il est exténué par l’énormité de ses moyens techniques, est appauvri par l’excès même de ses richesses. Le mécanisme des dons et des legs, la continuité de la production et des achats, – et cette autre cause d’accroissement qui tient aux variations de la mode et du goût, à leurs retours vers des ouvrages que l’on avait dédaignés, concourent sans relâche à l’accumulation d’un capital excessif et donc inutilisable.
Le musée exerce une attraction constante sur tout ce que font les hommes. L’homme qui crée, l’homme qui meurt, l’alimentent. Tout finit sur le mur ou dans la vitrine... Je songe invinciblement à la banque des jeux qui gagne à tous les coups.
Mais le pouvoir de se servir de ces ressources toujours plus grandes est bien loin de croître avec elles. Nos trésors nous accablent et nous étourdissent. La nécessité de les concentrer dans une demeure en exagère l’effet stupéfiant et triste. Si vaste soit le palais, si apte, si bien ordonné soit-il, nous nous trouvons toujours un peu perdus et désolés dans ces galeries, seuls contre tant d’art. La production de ce millier d’heures que tant de maîtres ont consumées à dessiner et à peindre agit en quelques moments sur nos sens et sur notre esprit, et ces heures elles-mêmes furent des heures toutes chargées d’années de recherches, d’expérience, d’attention, de génie !… Nous devons fatalement succomber. Que faire ? Nous devenons superficiels.
Ou bien, nous nous faisons érudits. En matière d’art, l’érudition est une sorte de défaite : elle éclaire ce qui n’est point le plus délicat, elle approfondit ce qui n’est point essentiel. Elle substitue ses hypothèses à la sensation, sa mémoire prodigieuse à la présence de la merveille ; et elle annexe au musée immense une bibliothèque illimitée. Vénus changée en document.
Je sors la tête rompue, les jambes chancelantes, de ce temple des plus nobles voluptés. L’extrême fatigue, parfois, s’accompagne d’une activité presque douloureuse de l’esprit. Le magnifique chaos du musée me suit et se combine au mouvement de la vivante rue. Mon malaise cherche sa cause. Il remarque ou il invente, je ne sais quelle relation entre cette confusion qui l’obsède et l’état tourmenté des arts de notre temps.
Nous sommes, et nous nous mouvons dans le même vertige du mélange, dont nous infligeons le supplice à l’art du passé.
Je perçois tout à coup une vague clarté. Une réponse s’essaye en moi, se détache peu à peu de mes impressions, et demande à se prononcer. Peinture et Sculpture, me dit le démon de l’Explication, ce sont des enfants abandonnés. Leur mère est morte, leur mère Architecture. Tant qu’elle vivait, elle leur donnait leur place, leur emploi, leurs contraintes. La liberté d’errer leur était refusée. Ils avaient leur espace, leur lumière bien définie, leurs sujets, leurs alliances... Tant qu’elle vivait, ils savaient ce qu’ils voulaient...
– Adieu, me dit cette pensée, je n’irai pas plus loin.
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