¿Qué persigue, qué consecuencias tiene la destrucción, por ejemplo de una obra de arte, un edificio, una comunidad?
Destruir viene del verbo en latín destruere, el cual, a su vez, se compone del prefijo de que señala un movimiento descendente, de caída o derrumbe, de abandono, y del verbo struere.
Struere significa disponer por capas, por ejemplo, ladrillos, con el fin del alzamiento -en un movimiento ascendente, de crecimiento- de un muro. Cuando se construye una estructura (una palabra relacionada con el verbo anterior), se dispone, de manera sólida, cada elemento en su sitio; se ordenan los componentes de un todo, de manera que se ubiquen en el lugar que les corresponde. Esta disposición no siempre responde a unas "buenas intenciones": Struere también significa maquinar, tender una trampa, que tiene como finalidad la caída de una presa. Pero la trampa es efectiva si está correctamente organizada, si se planifica "bien". El orden es esencial para lograr una estructura eficaz.
Destruir, por tanto, significa desubicar: cada elemento o componente, previamente ubicado, tiene que perder su sitio. Se le desplaza a un lugar que no le corresponde; se le obliga a dejar su plaza. Cuando se destruye, se descompone, se desordena el orden existente. Las relaciones entre elementos, entre pares, se disuelven. Un todo, una comunidad, por ejemplo, un conjunto articulado y bien tramado, se deshace. Los ligámenes que permitían que cada cosa ocupara el lugar que le pertenece y en el que se encuentra "bien¨", se rompen.
Cada cosa campa por su cuenta, entonces, sin atender a las demás. Todos los elementos se desinteresan de las necesidades de los que hasta entonces formaban parte de una misma familia. La destrucción más eficaz no conlleva necesariamente la destrucción sistemática de cada parte, sino la ruptura de la red de relaciones entre elementos, que pierden así su razón de ser. Su sentido. Fuera de la trama que justificaba su presencia, se convierten en elementos errantes, fuera de lugar, sin nada qué hacer. La aniquilación es aún mayor, pues implica la pérdida de rumbo, la súbita pérdida de sentido. los elementos ya no saben cual es su función y su destino, qué esperan, qué se espera de ellos, hacia donde tienen que tender. Los tendidos, los puentes se han roto. La vida ya no circula. El corto-circuito desactiva la vida de un conjunto.
La destrucción de una comunidad, una ciudad, una casa, se ceba en las relaciones de buena vecindad, y busca producir enfrentamientos, conflictos. La aceptación del otro, la mano tendidas, deja de ser de recibo. Las puertas se cierran; los muros, las fronteras, se alzan; los puentes, las pasarelas, se levantan. Ya no ha contacto, comunicación, comunión. De una armonía interna. que permite la libertad de cada elementos, bien instalado, se pasa a un mundo de bloques, a la parálisis. Nada ni nadie puede circular. El bloqueo, el agarrotamiento paraliza, la rigidez gana, la visión se vuelve obtusa, la mirada se acorta, aparecen orejeras, la apertura de miras se cierra y, al límite, se llega a la muerte. Una muerte que no requiere la liquidación de las cosas sino su desecamiento, su desvitalización: un mundo seco y hostil, la perdide de referentes y referencia, un mundo a la deriva, que no acepta contactos, dominado por el recelo, el miedo.
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