martes, 1 de diciembre de 2009
Terror homérico
Ya contamos con cierto detalle las atrocidades cometidas en el campo de batalla, entre la costa donde las naves estaban atracadas y la playa que acogía todo el campamento aqueo (griego), y las murallas de la ciudad de Troya situada en la colina de Ilión, descritas por Homero en la Ilíada.
Sin embargo, lo verdaderamente terrorífico no son las macabras ejecuciones sino, curiosamente (o no, ya que la risa a menudo es terrible), una escena al parecer (terroríficamente) cómica: las carcajadas al viento de Zeus, que retumban como el trueno con el que remueve el cielo y la tierra, las sonrisas de conmiseración de Hera, su esposa, y la alegría tavernaria que reina en el Olimpo a la vista de un enfrentamiento que, de súbito, estalla entre los dioses enfrentados en dos bandos entre quienes están a favor de los troyanos (Apolo, por ejemplo) y de quienes, como Atenea, apoyan a los aqueos. Zeus, displicentemente, se pone de un lado o de otro en favor de cómo evoluciona la contienda, es decir la masacre sistemática:
"Una reñida y espantosa pelea se suscitó entonces entre los demás dioses: divididos en dos bandos, vinieron a las manos con fuerte estrépito; bramó la vasta tierra, y el gran cielo resonó como una trompeta. Oyólo Zeus sentado en el Olimpo, y con el corazón alegre reía al ver que los dioses iban a embestirse".
Zeus ría, como "rióse Atenea" tras derribar a Ares, ciego de rabia (Homero, La Ilíada, canto 22)
Los dioses no pueden matarse. Son inmortales. Solo pueden engañarse, tumbarse incluso, pero la caída es siempre provisional. Hasta llegan a herirse con la espada, y muerden el polvo, justo antes de levantarse de nuevo y sellar las paces. Saben que el enfrentramiento es inútil y que Zeus es superior a todos, aunque tampoco éste pueda acabar con el resto de la corte celestial.
El enfrentamiento que se produce parece verdadero. Pero es ficción. Los dioses, por un momento, se comportan como humanos. La hilaridad de Zeus va en aumento. Comportarse como un ser humano -seres que los dioses manejan como a títeres- implica hacer ver que se combate, como los humanos, hasta la muerte. Y este hecho es cómico. Muestra que los humanos son incapaces de contenerse y que no pueden resistirse a los tejemanejes del cielo.
El comportamiento violento, es decir, humano, de los dioses recuerda al de la reina francesa Maria Antonieta, miles de años más tarde, jugando a ser pastora por las verdes praderas versallescas. Puro teatro. Un divertimento. Los niños también se distraen aplastando hormigas y suscitando crueles peleas entre ellas (Los Padres de la Iglesia discutieron, hasta la muerte, si Jesucristo jugó a ser un humano, y por tanto hizo ver que moría en la cruz, o asumió hasta el fin la condición de los mortales: el dios cristiano no jugaba. Por eso murió torturado).
Lo más terrible es la reacción de Zeus, que explica la historia de la humanidad: los mortales que se matan componen escenas que divierten hasta la extenuación a las potencias celestiales.
Esta aguda observación homérica es terrorífica. Nos hemos matado, matamos y nos mataremos todos, como si fuéramos luciérnagas, para el sumo deleite del inmisericorde cielo -creyéndonos, empero, dioses-, cegados.
Robert Delaunay: Ciudades
Ville, 1911, Solomon R. Guggeinheim Museum, Nueva York
Ville nº. 2, 1911, ;Musée National d´Art Moderne. Centre George Pompidou, París
Étude pour Ville, 1909-10, Tate Modern, Londres
lunes, 30 de noviembre de 2009
APOLO, LA ARQUITECTURA Y EL DELFÍN (Parte II y fin)
(viene de una entrada anterior)
Borrador de la segunda parte de la ponencia para el:
II Coloquio Internacional sobre la concepción del espacio en Grecia: tà dzooa. Los animales y el espacio en la antigua Grecia.
Societat Catalana d´Estudis Clàssics. Institut Català d´Arqueologia Clàssica
3-4 de diciembre de 2009
SCEC-IEC, Calle del Carmen 47, Barcelona (3 de diciembre. Sesiones I y II: Antropología y religión; Filosofía y literatura)
SCEC-IEC, Plaza d´en Rovellat s/n, Tarragona (4 de diciembre. Sesión III: Arqueología e iconografía)
¿Por qué un delfín? ¿Y quién era Apolo Delfino?
El delfín no era el único animal relacionado con Apolo. La rata, la garza, la serpiente, el cuervo, el cisne, el lagarto también estaban asociados con la divinidad délfica. Y todos esos animales revelan facetas de la personalidad y del campo de actuación del dios. También el delfín.
Apolo no era una divinidad marina, pese a ser el protector de los marinos. Sus santuarios no estaban casi nunca en la costa, como advierte Graf. Nunca asumió los poderes de su hermano Poseidón –con quién construyó las murallas de Troya-, un Poseidón que no es el que más habitualmente es presentado en la épica homérica -el Poseidón del inframundo, que sacude las entrañas de la tierra-, sino un Poseidón, también ligado a los muertos, dueño del anchuroso mar. Apolo tirado de un carro naval: esta es una imagen barroca, versallesca (que, por otra parte, simboliza el sol que emerge de las aguas, como alumbraba el rey-sol al orbe entero). Apolo, pese a que había nacido en una isla, podía surcar el mar sin problemas, y poseía santuarios en varias islas y, en particular, en Creta, es una divinidad terrestre. ¿El delfín, entonces?
Varios estudios recientes han analizado las conexiones entre Apolo y el delfín, es decir han tratado de hallar la lógica que preside la asociación entre esta divinidad y el mamífero marino (también asociado a Poseidón), sensible a la música y al encanto de las Musas, según Eliano. Los colonizadores griegos, desde el s. VIII aC, acudían, al menos según las leyendas, a Delfos, para que Apolo, el dios que sabía abrir vías (sobre todo en aquellos espacios, como el ponto, en el que los caminos se desdibujan y desaparecen apenas han sido trazados) les guiase y les indicase hacia donde debían dirigirse. Una vez en el mar, los colonos, encabezados por el jefe de la expedición, no se sentían desamparados, puesto que las garzas (que volaban en bandadas, en forma de flecha, como si Apolo las hubiera dispuesto para que les llevase por el “buen camino”), y los delfines, saltando ante la proa de la nave, les acompañaban. Los delfines saltaban sobre las aguas y trazaban un arco en el aire antes de hundirse de nuevo en las aguas, similar al trazado de una flecha –el arma apolínea por excelencia. El dorso curvado del animal, el juego de fuerzas contrapuestas (el animal se encogía para poder saltar como el arquero trae hacía sí la cuerda y la flecha antes de y para poder dispararla, llegando a la paradoja que para que la flecha vaya adelante tiene previamente que retroceder –pero el mundo apolíneo no es avaro en paradojas, como lo muestra la nave que dirige que avanza retrocediendo) eran similares a la forma y la fuerza del arco: “los delfines comprimen dentro de sí la respiración, como la cuerda de un arco, y, a renglón seguido, disparan el cuerpo de una flecha” sostiene Eliano (Historia de los Animales, XII, 12). La flecha es una señal; una señal de tráfico, diríamos hoy, que nos indica el camino a seguir: camino rectilíneo si bien, siguiendo las paradojas (o las ambigüedades) de la acciones apolíneas, la flecha se dispara hacia lo alto para indicar una senda horizontal, y el vuelo sigue una trayectoria curva para indicar una vía que no serpentea, como observa agudamente Mombrun. No obstante, la información que brinda es certera: apunta claramente (hacia) donde uno debe ir.
Un delfín es, entonces, un excelente y lógico guía. Su función es la de acompañar, abriéndoles el camino, a los marineros, por ejemplo, a los colonizadores que parten a fundar una ciudad en tierra ignota. Sin las indicaciones apolíneas, que el cuerpo y el movimiento del delfín (saliendo y hundiéndose en las aguas, en un movimiento visualmente interrumpido, de revelación y ocultación, tan difícil de interpretar como las propias sentencias oraculares del dios), los colonizadores no llegarían a buen puerto. El delfín es un buen organizador espacial que, en el mar, se comporta como Apolo recorriendo Grecia, al mismo tiempo que blande el arco y la flecha.
Apolo Delfinio poseía un cierto número de santuarios, por ejemplo en Atenas y en Mileto. El santuario ateniense se ubicaba en el preciso lugar donde Teseo, a la vuelta de Creta, pisó el suelo de la ciudad. La relación entre el gesto fundacional, Apolo y el delfín, se estrecha. Teseo es el héroe ateniense por excelencia que salvó y refundó la ciudad: el sacrificio que debía rendir a la corte minoica la desangraba. Catorce jóvenes debían ser regularmente entregados a la voracidad del Minotauro encerrado en su laberíntico palacio cretense. Teseo se ofreció como víctima propiciatoria, pero logró sortear las trampas que el monstruo tendía, deshaciendo las intrincadas vías de la morada del Minotauro. Supo hallar el camino que llevaba al corazón del laberinto sin perderse, y que le devolvió, tras acabar con la bestia, junto con los jóvenes recién liberados, a la luz. De este modo, Atenas renació. Ya solo le cupo a Teseo reunir a los burgos dispersos para fundar una nueva ciudad alrededor de un espacio central.
El santuario de Apolo Delfinio en Mileto se hallaba en el centro de la ciudad. Estaba al cargo de la congregación de los Molpoi que también velaban por el santuario de Hestia, la diosa del fuego del hogar, en este caso, de la llama eterna de la ciudad. Dentro del recinto del santuario de Apolo Delfinio, el Delfinium, como han estudiado Graf y Herda, tenían lugar los ritos de tránsito de los adolescentes que se preparaban para ser aceptados, integrados en la vida comunitaria: dejaban de ser individuos marginales (como los marineros, los desterrados, los errantes fundadores, echados por la metrópoli, antes de su integración en la nueva ciudad que fundarían) para convertirse en el centro de atención y participar de la vida urbana.
Que Apolo Delfinio presidiera los ritos de iniciación no era extraño. No solo Apolo era conocido por su apoyo a los jóvenes (pensemos simplemente que los kouroi, estas efigies masculinas de los inicios de la edad clásica ,se han interpretado diversamente como estatuas de Apolo o de jóvenes –consagrados a esta divinidad), sino sobre todo por velar por los ritos de paso –de nuevo, el término paso, vía, camino, cobre toda su significación e importancia- que conducían a los jóvenes -tras un periodo de abandono del hogar y de pérdida fuera de los márgenes de la ciudad y de la ley, como si murieran con respecto a la vida ordenada de la urbe-, hacia la vida adulta y la incorporación en el seno de la comunidad cívica. Un rito de paso es un proceso, en el espacio y el espacio, por el que el iniciado debe pasar. Gracias a dicho tránsito, se abandona una condición, se rompe definitivamente con ella, a fin de adquirir, tras un periodo de incertidumbre, una nueva. Apolo Delfinio controla dicho paso: los jóvenes se adentran en la vida adulta: cruzan el umbral que separa, pero también conecta, dos de las cuatro etapas de la vida, a fin de integrarse en el espacio político. El vocabulario vuelve a ser propio del mundo de la arquitectura o el urbanismo. Nos referimos a caminos, y a umbrales.
Mas estos términos no deben sorprendernos. Apolo es el dios de los caminos (Apolo Agieo) y de los umbrales (y de las moradas: Apolo Oiketes). Es el guardián de las moradas sobre las que ejerce su protección desde el exterior: el umbral, la zona de tránsito entre los espacios público y privado, exterior e interior, urbano y doméstico. Apolo, bajo la forma de un monolito, cuidaba del hogar. Su relación con Hestia siempre latente pero manifiesta en Mileto –y en Delfos- era lógica: ambas divinidades cuidaban del espacio habitable, y lo organizaban, tanto desde el interior cuanto del exterior, erigiéndose en el centro y en la umbral: el punto y la línea con los que cualquier espacio puede organizarse.
Apolo controla el origen (el punto central, de arranque, a partir del cual el espacio puede estructurarse), el vector direccional (el camino de acceso) y el término. Su función es la de separar, es decir, de organizar y encuadrar. El uso del cuchillo, tan bien analizado por Detienne, es lógico: con él, traza o abre caminos en un espacio aún indiferenciado y, por tanto, no apto para la vida (pues carece de referencias, de coordenadas y la vida no sabe, no puede asentarse en ningún lugar específico, prolongándose la condición nómada o errante de quienes no pueden instalarse y descansar); divide el espacio en lotes asignados a los humanos –desde los límites de la ciudad hasta los umbrales domésticos- como un carnicero trocea a la víctima sacrificial y entrega a cada bando (los dioses y los humanos) la parte que les corresponde. Uno de los verbos que describe la acción “urbanística” de Apolo es diatithemi –emparentado, es obvio, con themis-: significa disparar, distribuir, organizar, regular, y está relaciona con thema, parte o lote. Apolo es un fundador: abre caminos, encabeza expediciones, organiza y divide el espacio y reparte lotes o parcelas. Parcela el espacio, es decir, traza, andando, una retícula que enmarca y cuadricula el territorio.
La existencia de ejes, a partir de un punto central, es necesaria para orientarse y para organizar el espacio. La orientación requiere la existencia de hitos, naturales y celestiales. El delfín no solo guiaba en el mar sino también en el cielo. El delfín era una constelación que jugaba un papel esencial en los viajes de Apolo.
De pequeñas dimensiones, situada sobre el horizonte, es de difícil visión. Se halla en una región del cielo, llamada, no es casual, del Agua, donde se ubican otras constelaciones, como las del Cisne, la Flecha o el Lagarto, todas ellas formando figuras relacionadas con Apolo.
Como ha estudiado Salt, la constelación del Delfín se hace visible en enero en toda el área mediterránea. En Delfos, por el contrario, debido a la cadena montañosa que cubre el horizonte y a la posición baja de la constelación, ésta no se mostraba, ocupando toda la franja inferior del cielo délfico, justo sobre la escena del teatro, hasta febrero, cuando el solsticio de invierno. Indicaba el día en que Apolo regresaba del País de los Hiperbóreos a su santuario en Delfos, reemplazando a Dioniso que hasta entonces ocupaba su lugar. Entonces, era cuando los que, desde cualquier lugar del Mediterráneo, acudían por mar hacia Delfos para interrogar a Apolo, tenían que embarcar. Sabían que tenían un mes por delante. Atracarían y ascenderían por las laderas del Parnaso, justo cuando Apolo anunciaba su vuelta a su santuario.
La función de la constelación era doble. Por un lado, señalaba el inicio de los viajes a Delfos e indicaba cuando el oráculo iba a volverse a ponerse en funcionamiento –primeramente el 7 día de cada mes, de febrero a septiembre, luego casi cada día-. Por otro lado, la aparición y desaparición de la constelación en el cielo sobre Delfos indicaba la apertura y cierre del santuario apolíneo. La última ascensión visible de la constelación, hacia el 15 de septiembre, con la cabeza del delfín apuntando al norte, señalaba el camino que Apolo iba a emprender hacia el gran norte donde pasaría todo el invierno, y la cesación del oráculo. El Delfín pautaba el tiempo y el espacio. Señalaba la dirección que debía seguir para acudir a Apolo, cuándo se debía emprender el camino, y qué días la divinidad iba a estar disponible.
En culturas “occidentales” como en Egipto o en Babilonia, la posición de los santuarios estaba dictaminada por la posición de determinados astros un día señalado. La planta general del recinto sagrada resultaba ser la proyección de la planimetría del cielo sobre la tierra. Dichas relaciones entre el cielo y la tierra han sido desestimadas en la cultura griega. La orientación de los templos sigue, muy convencionalmente, el previsible eje este-oeste (aunque no en Delfos, quizá debido a la configuración del terreno escarpado, o a la presencia de la cueva de Dionisos en la abrupta pared rocosa), y su ubicación solía estar definida por algún hito natural cuta forma podía evocar o simbolizar alguno de los poderes o funciones de la divinidad a quien estaba dedicada el templo, como sugirió en su día Scully. Cabe plantearse, sin embargo, si la relación entre las plantas del cielo y del santuario no es más compleja de lo que se ha pensado hasta ahora. La disposición actual del santuario responde a una última reordenación del espacio en época romana. La descripción de Pausanias (s. II dC) coincide bastante con lo que se descubre (si bien no menciona algunos hitos como el tholos en el área de Atenea). No obstante, la ubicación y los accesos no cambiaron demasiado con respecto al siglo V aC. Si se observa con atención, entonces, se descubre, con sorpresa, quizá con escepticismo, la insólita coincidencia entre las líneas maestras que gobiernan el acceso al templo de Apolo (y el recorrido ascendente previo a través del santuario) y la ubicación de los principales monumentos, y el esquema de la constelación del Delfín. ¿Responde, entonces, el “urbanismo” de Delfos –si es que este término que sugiere una previa planimetría tiene sentido en este lugar- a la forma de la constelación? Ningún texto antiguo apoya semejante pregunta, por lo que no se puede responder con seguridad. Pero lo cierto es que el delfín celestial, y no solo marítimo, jugaba un papel fundamental en la organización del espacio mediterráneo que confluía o concluía en Delfos.
A través de la figura del delfín, celestial y/o terrenal, Apolo recorría el espacio y ayuda al ser humano a explorarlo y a asentarse. El delfín era, junto con la garza, el signo preferencial a través del cual Apolo creaba y señalaba las rutas, a partir de determinados centros (Delos, Delfos), que ayudaban a que el ser humano no se perdiera en un espacio indiferenciado y no pudiera asentarse. El delfín, de algún modo, señalaba el dominio apolíneo del espacio (sobre todo del espacio marítimo en el que el hombre tenía más posibilidades, por falta de puntos y líneas de referencia o de orientación, de perderse). Quizá la imagen casi tópica del delfín como amigo del ser humano nunca cobró más sentido que a través de su relación con Apolo.
El delfín no era el único animal relacionado con Apolo. La rata, la garza, la serpiente, el cuervo, el cisne, el lagarto también estaban asociados con la divinidad délfica. Y todos esos animales revelan facetas de la personalidad y del campo de actuación del dios. También el delfín.
Apolo no era una divinidad marina, pese a ser el protector de los marinos. Sus santuarios no estaban casi nunca en la costa, como advierte Graf. Nunca asumió los poderes de su hermano Poseidón –con quién construyó las murallas de Troya-, un Poseidón que no es el que más habitualmente es presentado en la épica homérica -el Poseidón del inframundo, que sacude las entrañas de la tierra-, sino un Poseidón, también ligado a los muertos, dueño del anchuroso mar. Apolo tirado de un carro naval: esta es una imagen barroca, versallesca (que, por otra parte, simboliza el sol que emerge de las aguas, como alumbraba el rey-sol al orbe entero). Apolo, pese a que había nacido en una isla, podía surcar el mar sin problemas, y poseía santuarios en varias islas y, en particular, en Creta, es una divinidad terrestre. ¿El delfín, entonces?
Varios estudios recientes han analizado las conexiones entre Apolo y el delfín, es decir han tratado de hallar la lógica que preside la asociación entre esta divinidad y el mamífero marino (también asociado a Poseidón), sensible a la música y al encanto de las Musas, según Eliano. Los colonizadores griegos, desde el s. VIII aC, acudían, al menos según las leyendas, a Delfos, para que Apolo, el dios que sabía abrir vías (sobre todo en aquellos espacios, como el ponto, en el que los caminos se desdibujan y desaparecen apenas han sido trazados) les guiase y les indicase hacia donde debían dirigirse. Una vez en el mar, los colonos, encabezados por el jefe de la expedición, no se sentían desamparados, puesto que las garzas (que volaban en bandadas, en forma de flecha, como si Apolo las hubiera dispuesto para que les llevase por el “buen camino”), y los delfines, saltando ante la proa de la nave, les acompañaban. Los delfines saltaban sobre las aguas y trazaban un arco en el aire antes de hundirse de nuevo en las aguas, similar al trazado de una flecha –el arma apolínea por excelencia. El dorso curvado del animal, el juego de fuerzas contrapuestas (el animal se encogía para poder saltar como el arquero trae hacía sí la cuerda y la flecha antes de y para poder dispararla, llegando a la paradoja que para que la flecha vaya adelante tiene previamente que retroceder –pero el mundo apolíneo no es avaro en paradojas, como lo muestra la nave que dirige que avanza retrocediendo) eran similares a la forma y la fuerza del arco: “los delfines comprimen dentro de sí la respiración, como la cuerda de un arco, y, a renglón seguido, disparan el cuerpo de una flecha” sostiene Eliano (Historia de los Animales, XII, 12). La flecha es una señal; una señal de tráfico, diríamos hoy, que nos indica el camino a seguir: camino rectilíneo si bien, siguiendo las paradojas (o las ambigüedades) de la acciones apolíneas, la flecha se dispara hacia lo alto para indicar una senda horizontal, y el vuelo sigue una trayectoria curva para indicar una vía que no serpentea, como observa agudamente Mombrun. No obstante, la información que brinda es certera: apunta claramente (hacia) donde uno debe ir.
Un delfín es, entonces, un excelente y lógico guía. Su función es la de acompañar, abriéndoles el camino, a los marineros, por ejemplo, a los colonizadores que parten a fundar una ciudad en tierra ignota. Sin las indicaciones apolíneas, que el cuerpo y el movimiento del delfín (saliendo y hundiéndose en las aguas, en un movimiento visualmente interrumpido, de revelación y ocultación, tan difícil de interpretar como las propias sentencias oraculares del dios), los colonizadores no llegarían a buen puerto. El delfín es un buen organizador espacial que, en el mar, se comporta como Apolo recorriendo Grecia, al mismo tiempo que blande el arco y la flecha.
Apolo Delfinio poseía un cierto número de santuarios, por ejemplo en Atenas y en Mileto. El santuario ateniense se ubicaba en el preciso lugar donde Teseo, a la vuelta de Creta, pisó el suelo de la ciudad. La relación entre el gesto fundacional, Apolo y el delfín, se estrecha. Teseo es el héroe ateniense por excelencia que salvó y refundó la ciudad: el sacrificio que debía rendir a la corte minoica la desangraba. Catorce jóvenes debían ser regularmente entregados a la voracidad del Minotauro encerrado en su laberíntico palacio cretense. Teseo se ofreció como víctima propiciatoria, pero logró sortear las trampas que el monstruo tendía, deshaciendo las intrincadas vías de la morada del Minotauro. Supo hallar el camino que llevaba al corazón del laberinto sin perderse, y que le devolvió, tras acabar con la bestia, junto con los jóvenes recién liberados, a la luz. De este modo, Atenas renació. Ya solo le cupo a Teseo reunir a los burgos dispersos para fundar una nueva ciudad alrededor de un espacio central.
El santuario de Apolo Delfinio en Mileto se hallaba en el centro de la ciudad. Estaba al cargo de la congregación de los Molpoi que también velaban por el santuario de Hestia, la diosa del fuego del hogar, en este caso, de la llama eterna de la ciudad. Dentro del recinto del santuario de Apolo Delfinio, el Delfinium, como han estudiado Graf y Herda, tenían lugar los ritos de tránsito de los adolescentes que se preparaban para ser aceptados, integrados en la vida comunitaria: dejaban de ser individuos marginales (como los marineros, los desterrados, los errantes fundadores, echados por la metrópoli, antes de su integración en la nueva ciudad que fundarían) para convertirse en el centro de atención y participar de la vida urbana.
Que Apolo Delfinio presidiera los ritos de iniciación no era extraño. No solo Apolo era conocido por su apoyo a los jóvenes (pensemos simplemente que los kouroi, estas efigies masculinas de los inicios de la edad clásica ,se han interpretado diversamente como estatuas de Apolo o de jóvenes –consagrados a esta divinidad), sino sobre todo por velar por los ritos de paso –de nuevo, el término paso, vía, camino, cobre toda su significación e importancia- que conducían a los jóvenes -tras un periodo de abandono del hogar y de pérdida fuera de los márgenes de la ciudad y de la ley, como si murieran con respecto a la vida ordenada de la urbe-, hacia la vida adulta y la incorporación en el seno de la comunidad cívica. Un rito de paso es un proceso, en el espacio y el espacio, por el que el iniciado debe pasar. Gracias a dicho tránsito, se abandona una condición, se rompe definitivamente con ella, a fin de adquirir, tras un periodo de incertidumbre, una nueva. Apolo Delfinio controla dicho paso: los jóvenes se adentran en la vida adulta: cruzan el umbral que separa, pero también conecta, dos de las cuatro etapas de la vida, a fin de integrarse en el espacio político. El vocabulario vuelve a ser propio del mundo de la arquitectura o el urbanismo. Nos referimos a caminos, y a umbrales.
Mas estos términos no deben sorprendernos. Apolo es el dios de los caminos (Apolo Agieo) y de los umbrales (y de las moradas: Apolo Oiketes). Es el guardián de las moradas sobre las que ejerce su protección desde el exterior: el umbral, la zona de tránsito entre los espacios público y privado, exterior e interior, urbano y doméstico. Apolo, bajo la forma de un monolito, cuidaba del hogar. Su relación con Hestia siempre latente pero manifiesta en Mileto –y en Delfos- era lógica: ambas divinidades cuidaban del espacio habitable, y lo organizaban, tanto desde el interior cuanto del exterior, erigiéndose en el centro y en la umbral: el punto y la línea con los que cualquier espacio puede organizarse.
Apolo controla el origen (el punto central, de arranque, a partir del cual el espacio puede estructurarse), el vector direccional (el camino de acceso) y el término. Su función es la de separar, es decir, de organizar y encuadrar. El uso del cuchillo, tan bien analizado por Detienne, es lógico: con él, traza o abre caminos en un espacio aún indiferenciado y, por tanto, no apto para la vida (pues carece de referencias, de coordenadas y la vida no sabe, no puede asentarse en ningún lugar específico, prolongándose la condición nómada o errante de quienes no pueden instalarse y descansar); divide el espacio en lotes asignados a los humanos –desde los límites de la ciudad hasta los umbrales domésticos- como un carnicero trocea a la víctima sacrificial y entrega a cada bando (los dioses y los humanos) la parte que les corresponde. Uno de los verbos que describe la acción “urbanística” de Apolo es diatithemi –emparentado, es obvio, con themis-: significa disparar, distribuir, organizar, regular, y está relaciona con thema, parte o lote. Apolo es un fundador: abre caminos, encabeza expediciones, organiza y divide el espacio y reparte lotes o parcelas. Parcela el espacio, es decir, traza, andando, una retícula que enmarca y cuadricula el territorio.
La existencia de ejes, a partir de un punto central, es necesaria para orientarse y para organizar el espacio. La orientación requiere la existencia de hitos, naturales y celestiales. El delfín no solo guiaba en el mar sino también en el cielo. El delfín era una constelación que jugaba un papel esencial en los viajes de Apolo.
De pequeñas dimensiones, situada sobre el horizonte, es de difícil visión. Se halla en una región del cielo, llamada, no es casual, del Agua, donde se ubican otras constelaciones, como las del Cisne, la Flecha o el Lagarto, todas ellas formando figuras relacionadas con Apolo.
Como ha estudiado Salt, la constelación del Delfín se hace visible en enero en toda el área mediterránea. En Delfos, por el contrario, debido a la cadena montañosa que cubre el horizonte y a la posición baja de la constelación, ésta no se mostraba, ocupando toda la franja inferior del cielo délfico, justo sobre la escena del teatro, hasta febrero, cuando el solsticio de invierno. Indicaba el día en que Apolo regresaba del País de los Hiperbóreos a su santuario en Delfos, reemplazando a Dioniso que hasta entonces ocupaba su lugar. Entonces, era cuando los que, desde cualquier lugar del Mediterráneo, acudían por mar hacia Delfos para interrogar a Apolo, tenían que embarcar. Sabían que tenían un mes por delante. Atracarían y ascenderían por las laderas del Parnaso, justo cuando Apolo anunciaba su vuelta a su santuario.
La función de la constelación era doble. Por un lado, señalaba el inicio de los viajes a Delfos e indicaba cuando el oráculo iba a volverse a ponerse en funcionamiento –primeramente el 7 día de cada mes, de febrero a septiembre, luego casi cada día-. Por otro lado, la aparición y desaparición de la constelación en el cielo sobre Delfos indicaba la apertura y cierre del santuario apolíneo. La última ascensión visible de la constelación, hacia el 15 de septiembre, con la cabeza del delfín apuntando al norte, señalaba el camino que Apolo iba a emprender hacia el gran norte donde pasaría todo el invierno, y la cesación del oráculo. El Delfín pautaba el tiempo y el espacio. Señalaba la dirección que debía seguir para acudir a Apolo, cuándo se debía emprender el camino, y qué días la divinidad iba a estar disponible.
En culturas “occidentales” como en Egipto o en Babilonia, la posición de los santuarios estaba dictaminada por la posición de determinados astros un día señalado. La planta general del recinto sagrada resultaba ser la proyección de la planimetría del cielo sobre la tierra. Dichas relaciones entre el cielo y la tierra han sido desestimadas en la cultura griega. La orientación de los templos sigue, muy convencionalmente, el previsible eje este-oeste (aunque no en Delfos, quizá debido a la configuración del terreno escarpado, o a la presencia de la cueva de Dionisos en la abrupta pared rocosa), y su ubicación solía estar definida por algún hito natural cuta forma podía evocar o simbolizar alguno de los poderes o funciones de la divinidad a quien estaba dedicada el templo, como sugirió en su día Scully. Cabe plantearse, sin embargo, si la relación entre las plantas del cielo y del santuario no es más compleja de lo que se ha pensado hasta ahora. La disposición actual del santuario responde a una última reordenación del espacio en época romana. La descripción de Pausanias (s. II dC) coincide bastante con lo que se descubre (si bien no menciona algunos hitos como el tholos en el área de Atenea). No obstante, la ubicación y los accesos no cambiaron demasiado con respecto al siglo V aC. Si se observa con atención, entonces, se descubre, con sorpresa, quizá con escepticismo, la insólita coincidencia entre las líneas maestras que gobiernan el acceso al templo de Apolo (y el recorrido ascendente previo a través del santuario) y la ubicación de los principales monumentos, y el esquema de la constelación del Delfín. ¿Responde, entonces, el “urbanismo” de Delfos –si es que este término que sugiere una previa planimetría tiene sentido en este lugar- a la forma de la constelación? Ningún texto antiguo apoya semejante pregunta, por lo que no se puede responder con seguridad. Pero lo cierto es que el delfín celestial, y no solo marítimo, jugaba un papel fundamental en la organización del espacio mediterráneo que confluía o concluía en Delfos.
A través de la figura del delfín, celestial y/o terrenal, Apolo recorría el espacio y ayuda al ser humano a explorarlo y a asentarse. El delfín era, junto con la garza, el signo preferencial a través del cual Apolo creaba y señalaba las rutas, a partir de determinados centros (Delos, Delfos), que ayudaban a que el ser humano no se perdiera en un espacio indiferenciado y no pudiera asentarse. El delfín, de algún modo, señalaba el dominio apolíneo del espacio (sobre todo del espacio marítimo en el que el hombre tenía más posibilidades, por falta de puntos y líneas de referencia o de orientación, de perderse). Quizá la imagen casi tópica del delfín como amigo del ser humano nunca cobró más sentido que a través de su relación con Apolo.
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