sábado, 27 de agosto de 2016
STEPHEN STEINBRINK (1989): BUILDING MACHINES (MÁQUINAS CONSTRUCTORAS, 2016)
https://soundcloud.com/melodic-records/stephen-steinbrink-building-machines-1
Escucha legal.
Véase la página web de este cantante y compositor norteamericano.
Labels:
Modern Art,
música y arquitectura
... Y vieron que estaban desnudos
"Estaban ambos desnudos, el hombre y su [sic] mujer, pero no se avergonzaban uno del otro" (Gn. 2, 25)
Adán y Eva vivían desnudos en el Paraíso. Pero no eran conscientes de la desnudez. Ésta, en verdad, no existía, porque el vestir era inimaginable. No tenían que optar por ningún modo de vida. Simplemente, vivían. Fue Yahvé quien les hizo ver, y sentir, que estaban desnudos. Se avergonzaron y se cubrieron. Se vistieron porque los ojos de Yahvé les mostró su estado: definió y calificó su estado, ante el que reaccionaron.
Nos vestimos para sentirnos a gusto; y para gustar a los demás. Escogemos la ropa que alcanzamos y que nos place, para complacer a los demás; para merecer su aprobación, para sentir, ver que gustamos, que no desentonamos o nos desmarcamos. La ropa es un medio de comunicación; funda una comunidad. Cada una posee sus códigos vestimentarios. En ocasiones muy duros: desde la escarificación hasta la deformación de miembros y la introducción de elementos ajenos.
Una fiesta, una celebración, una reunión: cada ocasión invita a -o requiere- un modo de vestir. Salvo casos excepcionales, podemos no responder a estos códigos. Pero lo más seguro es que, en estos casos, nos sintamos mal, observados, juzgados, y acabemos dejados de lado, o apartándonos porque sentimos, observamos, que no respondemos a lo que se espera de nosotros.
Los códigos del vestir se aplican en todo momento. Solemos imaginarnos cómo nos sentiremos y qué se pensará de nosotros, qué imagen proyectaremos en sociedad en cualquier momento del día. Nos vestimos, nos vestimos de un modo determinado porque vivimos en sociedad. Pero incluso los anacoretas se cuidaban de descuidar su apariencia para humillarse ante los ojos de lo Alto. Se sabían o se sentían observados.
Estas reglas no suelen ser, salvo casos excepcionales, inviolables. Podemos voluntariamente saltárnoslas, y acudir a un acto desnudo o vestido de un modo inesperado, sabiendo que nos mirarían, buscando esta mirada. La incomodidad que podríamos sentir no nos impide cuestionar las reglas escritas o implícitas. No lo hacemos para sentirnos bien sino para que los demás se sientan mal: para que empiecen a cuestionarse sus modos de vestir, los códigos que han asumido.
Cualquier traje está dirigido hacia el otro, para complacerle o para ponerle en evidencia. Es posible que en una reunión encorsetada, "encorbatada", una presencia en camiseta -si la persona soporta las miradas sorprendidas o duras- acabe convirtiéndose en un espejo en el que los otros se miran. Cuando mujeres británicas y norteamericanas, a principios del siglo XX, se desprendieron de fajos y refajos en sociedad -estos gestos solo se practican en público-, no buscaron solo la comodidad personal sino la incomodidad ajena, hasta lograr que los otros se vieran con los ojos de quienes cuestionaban las reglas vestimentarias. Estos cuestionamientos -estas puestas en crisis- no tienen como finalidad poner fin a las reglas sino establecer -o imponer- nuevas reglas del vestir que pueden ir desde la desnudez hasta la cubrición absolutas.
Nos vestimos y nos desvestimos para los demás. Para que sepan qué pensamos de ellos. Y podemos aceptar o no los espejos que nos tienden. Los aguafiestas cumplen un papel: trastocan las reglas de juego para alterarlas; pero pueden acaban permanentemente en la reserva, y no salir más al campo de juego.
A Gregorio Luri, agradeciéndole, quién, en una cena reciente, me abrió los ojos.
Adán y Eva vivían desnudos en el Paraíso. Pero no eran conscientes de la desnudez. Ésta, en verdad, no existía, porque el vestir era inimaginable. No tenían que optar por ningún modo de vida. Simplemente, vivían. Fue Yahvé quien les hizo ver, y sentir, que estaban desnudos. Se avergonzaron y se cubrieron. Se vistieron porque los ojos de Yahvé les mostró su estado: definió y calificó su estado, ante el que reaccionaron.
Nos vestimos para sentirnos a gusto; y para gustar a los demás. Escogemos la ropa que alcanzamos y que nos place, para complacer a los demás; para merecer su aprobación, para sentir, ver que gustamos, que no desentonamos o nos desmarcamos. La ropa es un medio de comunicación; funda una comunidad. Cada una posee sus códigos vestimentarios. En ocasiones muy duros: desde la escarificación hasta la deformación de miembros y la introducción de elementos ajenos.
Una fiesta, una celebración, una reunión: cada ocasión invita a -o requiere- un modo de vestir. Salvo casos excepcionales, podemos no responder a estos códigos. Pero lo más seguro es que, en estos casos, nos sintamos mal, observados, juzgados, y acabemos dejados de lado, o apartándonos porque sentimos, observamos, que no respondemos a lo que se espera de nosotros.
Los códigos del vestir se aplican en todo momento. Solemos imaginarnos cómo nos sentiremos y qué se pensará de nosotros, qué imagen proyectaremos en sociedad en cualquier momento del día. Nos vestimos, nos vestimos de un modo determinado porque vivimos en sociedad. Pero incluso los anacoretas se cuidaban de descuidar su apariencia para humillarse ante los ojos de lo Alto. Se sabían o se sentían observados.
Estas reglas no suelen ser, salvo casos excepcionales, inviolables. Podemos voluntariamente saltárnoslas, y acudir a un acto desnudo o vestido de un modo inesperado, sabiendo que nos mirarían, buscando esta mirada. La incomodidad que podríamos sentir no nos impide cuestionar las reglas escritas o implícitas. No lo hacemos para sentirnos bien sino para que los demás se sientan mal: para que empiecen a cuestionarse sus modos de vestir, los códigos que han asumido.
Cualquier traje está dirigido hacia el otro, para complacerle o para ponerle en evidencia. Es posible que en una reunión encorsetada, "encorbatada", una presencia en camiseta -si la persona soporta las miradas sorprendidas o duras- acabe convirtiéndose en un espejo en el que los otros se miran. Cuando mujeres británicas y norteamericanas, a principios del siglo XX, se desprendieron de fajos y refajos en sociedad -estos gestos solo se practican en público-, no buscaron solo la comodidad personal sino la incomodidad ajena, hasta lograr que los otros se vieran con los ojos de quienes cuestionaban las reglas vestimentarias. Estos cuestionamientos -estas puestas en crisis- no tienen como finalidad poner fin a las reglas sino establecer -o imponer- nuevas reglas del vestir que pueden ir desde la desnudez hasta la cubrición absolutas.
Nos vestimos y nos desvestimos para los demás. Para que sepan qué pensamos de ellos. Y podemos aceptar o no los espejos que nos tienden. Los aguafiestas cumplen un papel: trastocan las reglas de juego para alterarlas; pero pueden acaban permanentemente en la reserva, y no salir más al campo de juego.
A Gregorio Luri, agradeciéndole, quién, en una cena reciente, me abrió los ojos.
viernes, 26 de agosto de 2016
La casa maldita (Levítico, 14, 33-57)
"Habló también Jehová a Moisés y a Aarón, diciendo:
Cuando hayáis entrado en la tierra de Canaán, la cual yo os doy en posesión, si pusiere yo plaga de lepra en alguna casa de la tierra de vuestra posesión, vendrá aquel de quien fuere la casa y dará aviso al sacerdote, diciendo: Algo como plaga ha aparecido en mi casa.
Entonces el sacerdote mandará desocupar la casa antes que entre a mirar la plaga, para que no sea contaminado todo lo que estuviere en la casa; y después el sacerdote entrará a examinarla. Y examinará la plaga; y si se vieren manchas en las paredes de la casa, manchas verdosas o rojizas, las cuales parecieren más profundas que la superficie de la pared, el sacerdote saldrá de la casa a la puerta de ella, y cerrará la casa por siete días.
Entonces el sacerdote mandará desocupar la casa antes que entre a mirar la plaga, para que no sea contaminado todo lo que estuviere en la casa; y después el sacerdote entrará a examinarla. Y examinará la plaga; y si se vieren manchas en las paredes de la casa, manchas verdosas o rojizas, las cuales parecieren más profundas que la superficie de la pared, el sacerdote saldrá de la casa a la puerta de ella, y cerrará la casa por siete días.
Y al séptimo día volverá el sacerdote, y la examinará; y si la plaga se hubiere extendido en las paredes de la casa, entonces mandará el sacerdote, y arrancarán las piedras en que estuviere la plaga, y las echarán fuera de la ciudad en lugar inmundo. Y hará raspar la casa por dentro alrededor, y derramarán fuera de la ciudad, en lugar inmundo, el barro que rasparen. Y tomarán otras piedras y las pondrán en lugar de las piedras quitadas; y tomarán otro barro y recubrirán la casa. Y si la plaga volviere a brotar en aquella casa, después que hizo arrancar las piedras y raspar la casa, y después que fue recubierta, entonces el sacerdote entrará y la examinará; y si pareciere haberse extendido la plaga en la casa, es lepra maligna en la casa; inmunda es. Derribará, por tanto, la tal casa, sus piedras, sus maderos y toda la mezcla de la casa; y sacarán todo fuera de la ciudad a lugar inmundo.
Y cualquiera que entrare en aquella casa durante los días en que la mandó cerrar, será inmundo hasta la noche. Y el que durmiere en aquella casa, lavará sus vestidos; también el que comiere en la casa lavará sus vestidos.
Mas si entrare el sacerdote y la examinare, y viere que la plaga no se ha extendido en la casa después que fue recubierta, el sacerdote declarará limpia la casa, porque la plaga ha desaparecido.
Entonces tomará para limpiar la casa dos avecillas, y madera de cedro, grana e hisopo; y degollará una avecilla en una vasija de barro sobre aguas corrientes. Y tomará el cedro, el hisopo, la grana y la avecilla viva, y los mojará en la sangre de la avecilla muerta y en las aguas corrientes, y rociará la casa siete veces. Y purificará la casa con la sangre de la avecilla, con las aguas corrientes, con la avecilla viva, la madera de cedro, el hisopo y la grana. Luego soltará la avecilla viva fuera de la ciudad sobre la faz del campo. Así hará expiación por la casa, y será limpia."
Entonces tomará para limpiar la casa dos avecillas, y madera de cedro, grana e hisopo; y degollará una avecilla en una vasija de barro sobre aguas corrientes. Y tomará el cedro, el hisopo, la grana y la avecilla viva, y los mojará en la sangre de la avecilla muerta y en las aguas corrientes, y rociará la casa siete veces. Y purificará la casa con la sangre de la avecilla, con las aguas corrientes, con la avecilla viva, la madera de cedro, el hisopo y la grana. Luego soltará la avecilla viva fuera de la ciudad sobre la faz del campo. Así hará expiación por la casa, y será limpia."
(...o, ¿el fundamento teológico de la arquitectura moderna, purificada, purificadora?)
jueves, 25 de agosto de 2016
Reconstrucciones virtuales de dos edificios antiguos construidos con piezas de cerámica: Termas romanas de Ilturo (Cabrera de Mar, España) & Templo etrusco de Minerva en Veio (Italia)
Reconstrucciones virtuales de las termas romano-republicanas de Ilturo (Cabrera de Mar, España) y del templo etrusco de Minerva en Veio (Portonaccio, Italia) que se incluirán en la exposición sobre cerámica y arquitectura en el Museo de Diseño de Barcelona.
Se acompañan de los textos inicialmente previstos en la filmación.
Reconstrucciones virtuales y filmaciones: Marc Marín, arquitecto
TEMPLO ETRUSCO
DEDICADO A LA DIOSA MINERVA EN LA CIUDAD DE VEIO (ITALIA, S. VI aC)
El sincero entusiasmo con el que el historiador romano Plinio
(Historia Natural, XXXV) describe los
elementos arquitectónicos de terracota, desde ladrillos –con los que se
construían “murallas que duraban una eternidad”- hasta esculturas etruscas,
griegas y romanas, revela que los romanos seguían apreciando las estructuras y
ornamentos de barro cocido del pasado, latinos y etruscos, la funcionalidad y
belleza de los cuáles habría llevado al legendario rey Numa a establecer un
séptimo colegio –o gremio- “para los artesanos de la arcilla”.
Por una vez, lo que las fuentes textuales antiguas (Vitrubio,
Plinio) cuentan acerca de los templos etruscos y del uso de la terracota
coincide con lo que los restos arqueológicos revelan. El templo dedicado a la
diosa Minerva, construido a finales del siglo VI aC en la ciudad etrusca de
Veio -del que la exposición muestra varios elementos ornamentales y mágicos-,
tenía una planta cuadrada. El volumen se componía de una escalinata de acceso
frontal orientada al este, un pórtico cubierto, una cámara sagrada dividida en
dos o tres capillas, y un tejado a dos aguas delimitado por dos frontones
esculpidos que, a diferencia de los griegos, avanzaban sobremanera con respecto
al plano de la fachada. Un muro perimetral macizo sin columnas delimitaba el
espacio cubierto. El basamento era de piedra volcánica, la compleja estructura,
de madera, salvo las columnas de estilo clásico –dórico, iónico o toscano- de
piedra –aunque las primeras columnas de los templos etruscos se construían con
esbeltos troncos enlucidos apoyados y coronados sobre bases y capiteles de piedra
o de terracota-, el techo de tejas planas y semi-cilíndricas, y las piezas modeladas
sagradas, ornamentales y protectoras, de terracota pintada, desde acróteras hasta
grandes y esbeltas esculturas de pie, dispuestas sobre el filo de la cumbrera del
tejado –el límite entre el mundo de los mortales y el de los inmortales-, que
representaban a los dioses y los héroes Minerva, Apolo y Hércules. El templo de
Minerva destaca también porque, excepcionalmente, se conoce el nombre de Vulca,
el jefe del taller de cerámica que ejecutó toda la obra de terracota del templo
–una de las más hermosas de la antigüedad occidental-, quizá incluso algunas de
las piezas aquí expuestas, y cuya figura, siglos más tarde, algunos autores
romanos aún recordaban.
TERMAS
ROMANO-REPUBLICANAS DE CABRERA DE MAR (ESPAÑA, PRINCIPIOS DEL S. II aC)
Aunque Ilturo –Cabrera de Mar-, una pequeña ciudad fundada a
principios del siglo II aC, a los pies de un asentamiento íbero aferrado a un
altozano, poco después de la conquista romana de la Península, decayó pronto
tras el establecimiento administrativo de la cercana Iluro (Mataró), no dejó de
poseer unas termas públicas, un tipo de equipamiento que caracterizaba la
ciudad romana.
La construcción de éstas, empero, no responde a la
descripción o prescripción del historiador y arquitecto romano Vitrubio, sino a
un sistema del que no consta ningún otro ejemplo en todo el Mediterráneo –tan
solo, en la India, modernamente, existen construcciones parecidas. Las salas
termales –de aguas calientes y frías- estaban dotadas, entre otras
instalaciones, de una gran bañera bien conservada, alimentadas por el agua de
una mina cercana traída por una acequia a cielo abierto y distribuida por
canalizaciones subterráneas. Las termas eran accesibles a través de un pórtico
que miraba al mar. Se cubrían seguramente con bóvedas de cañón. Éstas no se
habrían colgado de la estructura de un tejado a dos aguas, sino que se habrían
sostenido sobre arcos de medio punto construidos con un ensamblaje de piezas singulares
de terracota: huecas, en forma de huso, se habrían insertado unas dentro de
otras, con lo que se constituía naturalmente medio arco, unido por la parte
superior a otro medio arco mediante una pieza especial. Los arcos
se “cosían” con tirantes o armaduras de hierro que atravesaban la base de las
piezas cerámicas en contacto con el suelo, rellenas de hormigón, a fin de
asegurar la estabilidad de la estructura. Juntos constituían la bóveda de cañón. Se desconoce si la bóveda estaba recubierta por un tejado a dos aguas con tejas.
Las piezas cerámicas fueron halladas desperdigadas por el
suelo, por lo que la restitución del volumen es aún hipotética. Las ruinas de
las termas, unas de las más importantes de Cataluña, se hallan cerradas y a la
intemperie –pese a una cubierta metálica poco efectiva- por el desinterés de la
Consejería, como la mayoría de los yacimientos arqueológicos cercanos.
Agradecemos al arqueólogo municipal Albert Martín sus desvelos.
DOS TEXTOS DE AUTORES ROMANOS SOBRE LADRILLOS EN HISPANIA
“En la España
ulterior hay una ciudad de nombre Maxilua (…) donde los ladrillos, una vez
fabricados y secos, los arrojan al agua y van flotando. Parece que flotan
porque la tierra con la que están hechos es porosa. Así, al ser ligeros,
consolidados por el aire, ni se empapan ni absorben el agua. Poseen esta curiosa
propiedad de ligereza, lo que impide que penetre en su interior el agua sea
cual sea el peso y, por su propia naturaleza –como si fuera la piedra pómez-
flotan sobre el agua; poseen numerosos propiedades como el no ser pesados en
los edificios y, además, no se deshacen por efecto de las tormentas y lluvias.”
(Vitrubio –s. I aC-: Los diez libros de
la arquitectura, II, 3)
«Los griegos
antiguos llamaban a la palma de la mano doron ;
más tarde, también llamaron al don u ofrenda, doron, porque éste se ofrece con la mano. Así, los ladrillos
llamados tetradoron y pentadoron tienen cuatro y cinco palmos
de largo, como su nombre indica, aunque la anchura es la misma. Los griegos
emplean los ladrillos más pequeños en las construcciones privadas; los más grandes,
en las obra públicas. (…) En Maxilua [quizá Manzanilla, en la provincia de
Huelva, de tradición alfarera] y Callentum [seguramente Cazalla de la Sierra,
no lejos de Sevilla], ciudades de la Hispania ulterior, se utilizan ladrillos
que, una vez secos, flotan en el agua: están hechos de una materia porosa
semejante a la piedra pómez, excelente cuando se moldea adecuadamente” (Plinio
el viejo –s. I dC-: Historia Natural,
XXXV, 49)
Eran, pues,
ladrillos particularmente adecuados para unas termas
miércoles, 24 de agosto de 2016
Dédalo y el origen de la estatuaria griega
Cuando Dédalo, huyendo de la ciudad de Atenas, llegó a la
corte del rey Minos en Creta, éste ya sabía de las habilidades del héroe.
Dédalo estaba emparentado con la familia real ateniense. Era un artista o un
mago: practicaba las artes de la escultura, la arquitectura y la joyería, pero
también las malas artes. Su nombre significaba Habilidoso, experto en técnicas
artísticas. Pese a su ingenio, su sobrino Perdix, que trabajaba para él, había
inventado tres útiles que harían fortuna: el compás, el torno y la sierra. Con
el primero, se podían tomar y trasladar medidas lo que permitía realizar
proyectos muy precisos; los dioses habían circundado el naciente universo con
un compás; el torno, por su parte, permitía modelar cualquier forma hasta la
perfección. La sierra, que inventó a partir de las fauces de un tiburón que
halló en una playa, escindía las formas que el compás había siluetado, también
tallaba madera, el material básico de la arquitectura arcaica. Celoso por los
descubrimientos, Dédalo asesinó a su sobrino; pese a formar parte de la
realeza, tuvo que escapar de la ciudad antes de que fuera ser condenado.
Minos acogió y
protegió a Dédalo a cambio de trabajos que solventaran problemas casi
insolubles como la certera defensa de la isla ante los posibles ataques de
Atenas. El tamaño de la isla exigía guardas de los que Minos no disponía. Dédalo se inspiró en unas obras del dios
Hefesto. Hefesto era un dios herrero. Había adquirido los conocimientos
necesarios para la fundición de los metales de unas divinidades enanas antiquísimas,
los Telquines, que vivían en lo hondo de cuevas marinas cerca del fuego de las
entrañas de la tierra y de las vetas –las venas- metálicas de la misma. Hefesto
construyó los resplandecientes palacios de los dioses olímpicos, y forjó numerosos
autómatas que se desplazaban a voluntad para atender la corte celestial y las
necesidades de la forja del propio Hefesto. De lejos no se distinguían apenas del
mismo dios y de sus maestros los Telquines, salvo por la brillante coraza que
se contraponía a la requemada y curtida piel del dios oscurecida por el humo de
las piras siempre encendidas.
Dédalo construyó un autómata gigantesco llamado Talos. Este
héroe de bronce, alto y macizo como una torre de vigía, estaba montado sobre
ruedas y se desplazaba a toda velocidad; rodeaba la isla tres veces al día sin
detenerse ni quedarse sin aliento. Se trataba de un oteador perfecto. Impedía
que la isla fuera tomada y también cortaba el paso a quien quisiera abandonar
la corte de Minos.
Los griegos de la época clásica consideraban que Dédalo fue
el primer arquitecto y el primer escultor. Según el autor tardío Diodoro de
Sicilia (Biblioteca IV, 76, 1-6) Dédalo
tenía tanta fama que se le erigió una estatua en un templo de Egipto a la que
se le rendía culto. Los griegos sabían de la relación entre las artes griegas y
egipcias por lo que pensaban que Dédalo obró también en Egipto.
El “gremio” de constructores y los escultores de la Grecia
antigua estaba bajo la advocación de Dédalo. Los arquitectos de catedrales
medievales, unos mil setecientos años más tarde, recuperaron esta figura pese a
que no era un “santo” (en todos los sentidos de la palabra) sino un héroe
pagano: tal era su prestigio y el perdurable recuerdo de las obras cuya invención
se le atribuía.
La asociación entre Dédalo y el origen de la estatuaria
causa extrañeza hoy. Aunque nuestra mirada sobre las imágenes miméticas está
condicionada por los logros de las imágenes virtuales y requerimos un grado de
ilusionismo que solo la informática brinda para creer en la vida de lo que las
pantallas muestran, nos cuesta asumir que los griegos juzgaran las obras de
Dédalo como obras vivientes, ilusoriamente vivas, semejantes a los humanos o
confundidas con éstos, pese a que la credulidad de los antiguos griegos tenía
un listón mucho más bajo que en la actualidad. Parece una paradoja que los
griegos asociaran a Dédalo con un tipo particular de estatuas: las figuras
naturalistas. Una estatua “dedálica” era, para un erudito griego, una obra de
un tiempo pretérito, la edad de los héroes de bronce, muy anterior a la de los
hombres. El sustantivo daidala nombraba
a toda obra humana o sobrehumana que sugiriera vida, movimiento; obra que
pareciera tener vida propia, insuflada por el mago Dédalo. En época clásica, se
le atribuía la autoría de la estatuaria originaria, precisamente por la
admiración que las figuras suscitaban. Eran obras dignas de un habilidoso
tallista capaz de animarlas. Entre estas estatuas destacaban tanto las primeras
efigies de madera o de bronce, del siglo VIII aC cuanto las primeras estatuas
arcaicas de tamaño natural, talladas en piedra o mármol, o fundidas en bronce, entre
el advenimiento de las ciudades en el siglo VII aC y la victoria sobre los
Persas durante las Guerras médicas a principios del siglo V aC.
Sin embargo, las estatuas llamadas “dedálicas” eran toscas;
estaban talladas someramente. Solían ser, no de bronce, sino de madera
esculpida y pintada: ébano, cedro, ciprés, higuera. Eran fetiches anti-naturalistas.
Su aspecto rudo casaba –casa- bien con la imagen que los griegos se hacían –y
nos hacemos- de los tiempos primigenios a partir de los cuales las formas
evolucionaron hasta la perfecta figuración humana clásica. Pero su imagen no
casaba con las descripciones míticas de las estatuas forjadas por Dédalo, que
se desplazaban tan libre y voluntariamente que parecían casi seres vivos,
consideraciones que no podían aplicarse a los fetiches más “primitivos” y los
arcaicos: estatuas que debían ser encadenadas, se contaba, si no se quería que,
como la imagen de Venus esculpida por Pigmalión, descendieran del pedestal y se
perdieran entre la multitud. Las obras de Dédalo eran mágicas: se desplazaban o
producían una ilusión tan poderosa de vitalidad que era necesario tomar toda
clase de precauciones si no se quería que acabaran confundiéndose con los seres
vivos a los que imitaba o duplicaba. Sin embargo, la razón por la que los
griegos clásicos asociaban la estatuaria arcaica a Dédalo era debido, no a su
“naturalismo” sino a la fascinación que emanaba de aquélla. Parecían venir de
otro mundo. En algún caso, dicho procedencia sobrenatural era “cierta”. Se
contaba que la estatua de culto de la diosa Atenea en su templo, el Erecteion,
en lo alto de la acrópolis de Atenas, no fue tallada por mano humana alguna, ni
siquiera por Dédalo, sino que cayó del cielo. Se trataba de la estatua que
constituía la meta de la procesión de las Panatenaicas; cada cuatro años, las
jóvenes nobles de Atenas portaban un manto que habían tejido con el que vestirían
a la estatua tras despojarlo del gastado manto anterior. Los atenienses de la
época de Pericles, en el siglo V aC, no veneraban las efigies clásicas de la
diosa, como la gran estatua criselefantina de Palas Atenea –compuesta por
placas de marfil y de oro adosadas a una estructura de madera- ejecutada por
Fidia,s sino aquel osco fetiche venido de lo alto cuya dureza era un símbolo de
su pertenencia o de su asociación a un mundo no humano. Incluso en época
clásica, cuando se representaban a divinidades con formas plenamente humanas, se
tallaban estatuas a imitación de obras arcaicas cuando se requerían figuras de culto.
De algún modo, hoy incluso tendemos a
juzgar la estatuaria anti-naturalista medieval más sagrada que las imágenes
religiosas renacentistas o barrocas tan o demasiado humanas.
La talla de Atenea caída del cielo, considerada el prototipo
de la estatuaria “dedálica”, se asemejaba –o acaso era la misma- a la que se hallaba
en el templo de Atenea en Troya. Esta estatua, llamada Paladio, representaba a
la diosa Palas. Fue tallada por la misma diosa Atenea. Representaba –o reemplazaba-
a la diosa Palas, “hermanastra” de Atenea (o de Palas Atenea, precisamente).
Criadas juntas, estaban siempre juntas; mas, eran diosas de la guerra. Estaban
siempre revestidas por una coraza, sostenían un escudo y blandían una lanza. Un
día, jugando, sin quererlo, la joven Atenea mató a Palas. Triste y avergonzada,
talló entonces una efigie suya para recordarla. Un día, Zeus echó la imagen cielo
abajo para que cayera sobre la ciudad de Troya. Recogida por los troyanos,
presidía el templo de la ciudad. Cuando la guerra con los aqueos, Ulises la
robó –lo que causó la caída de Troya desprotegida- y la trajo a Roma a fin que
ésta se convirtiera en la capital del orbe.
Tanto el Paladio –un nombre propio convertido en un nombre
común que designaría, incluso durante el
cristianismo, a un fetiche mágico, protector de seres y enseres, muebles e inmuebles,
casas y ciudades, cuando era paseado en procesión- como la estatua de culto de
la ciudad de Atenas no eran simples estatuas de madera. Se trataba, por el
contrario, de organismos vivos, entes sobrenaturales. Su mismo aspecto tosco
los distinguía de las cosas y los seres terrenales. No parecían mortales. La
extrañeza reverencial que causaba era el signo que se trataba de figuraciones
verdaderamente divinas, que no habían sido talladas para acomodarse a la limitaba
visión y comprensión humanas sino que manifestaban la “otredad” divina. En este
sentido, en tanto que tallas vivas e inmortales, en tanto que dobles divinos,
las sencillas tallas arcaicas podían ser atribuidas a Dédalo, ya que toda
estatua de Dédalo manifestaba un poder sobrenatural.
(De la introducción a un texto sobre la estatuaria griega arcaica de próxima publicación)
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