lunes, 26 de marzo de 2018
FRANTISEK KUPKA (1871-1957): BABILONIA (1906)
La gran exposición antológica del pintor e ilustrador checo Kupka, inaugurada en el Grand Palais de París, recuerda al artista considerado como el primer pintor abstracto.
Sin embargo, sus primeras obras reflejan los descubrimientos arqueológicos que desde finales del siglo XIX se estaban produciendo en el Medio Oriente, y que, casualmente o no, coinciden con el nacimiento del arte de vanguardia y la arquitectura racionalista, como si las formas cubicas y desnudadas mesopotámicas hubieran encontrado un inesperado eco en el arte y la arquitecturas modernos, influidos por el arte mesopotámico, cuyas reconstrucciones ideales estaban, a su vez, marcadas por la arquitectura moderna.
Tras varias obras de temática egipcia, con filas de esfinges recortadas sobre cielos nocturnos que delimitan un angosto paso por el transita, temeroso, un ser humano solitario convertido en sombra, Kupka pintó la ciudad de Babilonia tal como se describe en la Historia de Herodoto, pero incorporando los últimos descubrimientos arqueológicos y las reconstrucciones fantasiosas de los arqueólogos y arquitectos que excavaban en el yacimiento.
El óleo muestra el célebre puente de madera que cruzaba el río Éufrates, bordeado por grandes estatuas de seres híbridos guardianes: efigies descomunales del dios asirio Pazuzu, emisario infernal, que soliviantaba los vientos del oeste que traían epidemias pero cuyo aspecto repulsivo podía, si se manejaba con cuidado, ahuyentar a los malos espíritus (las estatuas que Kupka pintara se basan en un amuleto de quince centímetros de altura, en el Museo del Louvre de Paris), y de Lamazzu, un guardián -asirio y no babilónico- de las puertas, mitad toro y mitad ser humano, cuyo cuerpo híbrido le significaba como mediador entre distintos niveles del mundo.
Al fondo , el alto zigurat del templo de Marduk, el dios protector de Babilonia, cubierto de plantas, convertido en una imagen de los míticos -aunque inexistentes- jardines colgantes.
Babilonia era la imagen de la ciudad moderna descarriada -pero dónde todo era posible, peligrosa y seductora, alejada de la contención clásica
sábado, 24 de marzo de 2018
Estética y teoría de las artes
Aunque las palabras o expresiones Estética, y Teoría del arte (o de las artes) son sinónimas y suelen utilizarse indistintamente, no significan exactamente lo mismo.
Ambas pertenecen al mundo del arte -o, mejor dicho, al mundo sensible, una de cuyas manifestaciones o expresiones es la obra de arte-. Se refieren a reflexiones que el mundo sensible -es decir, dotado de cualidades tan sensibles, que apelan a nuestro sentidos, que parecen cualidades propias de obras de arte, como si existieran formas naturales o no artísticas que pudieran ser interpretadas -es decir que pudieran ser consideradas como portadoras de ideas o valores-, e interpretadas cómo se interpretan ineludiblemente las obras de arte.
Mas, asumido que la estética y la teoría del arte se refieren al estudio del mundo considerado como una obra de arte, y al propio arte, ambas maneras de abordar la creación natural y artificial difieren.
La teoría de arte se centra en la obra -y la obra de arte, exclusivamente, sin atender a otro tipo de formas o entes. La teoría parte del principio que la creación artística es significativa. No se trata de una obra o una acción gratuita o caprichosa, sino que se consiste en una manera, en una forma de expresar o materializar un contenido -una forma que puede ser material o inmaterial, visible o invisible, como por ejemplo la silenciosa composición para piano 3´44¨¨ de John Cage, en la que lo que se oye es el silencio -que habitualmente no percibimos o no queremos percibir. Hacemos oídos sordos al silencio que, por el contrario, Cage manifiesta. La teoría estudia las ideas expresadas y la manera y la materia con la que se concretan; valora la finalidad de la obra, su sentido, su alcance; las relaciones que mantienen las obras entre si; como se relaciones, se rechazan, se critican y se interpretan mutuamente. La atención, por tanto, está volcada en el objeto y su mundo, el cerco que abre y que lo delimita, así como en el objeto y el mundo, del que puede ser un reflejo, una manifestación o un sustituto; a menos que la obra de arte rechace el mundo o manifieste que es incapaz de mantener relaciones con él. La obra es considerada como un mundo que debe de ser explorado, desvelado, interpretado, estando su "verdad", su sentido, en o fuera de la obra, en lo que "cuenta" o en el diálogo que establece con el mundo y/o con otras obras. Teorizar sobre el arte lleva a asomarse a un mundo tratando de hallar las claves que permitan saber qué es, porqué está allí, cual es la razón de su existencia, qué sentido tiene que exista.
La estética, por el contrario, se centra en nosotros como espectadores o intérpretes, atraídos, interpelados por la obra de arte -o por cualquier forma que consideramos tiene el poder de detenernos y sorprendernos como lo hace una creación artística. La estética estudia cómo nos podemos relacionar con la obra; qué debemos hacer, cómo debemos comportarnos para que la obra se abra a nosotros y dialogue con nosotros. El problema o el misterio no reside ahora en la obra sino en nosotros: en nuestra manera de acercarnos a la obra, en nuestra capacidad para abrirnos, para escuchar o atender a lo que la obra, si nos acepta, puede querer decirnos. El contacto solo se puede establecer si respetamos ciertas reglas de juego, si mantenemos las formas. La estética nos enseña, así, a cuidar las formas -a fin de evitar que la obra se nos escape o nos resista. La estética es el estudio de las distintas maneras de relacionarnos con las obras de arte (y con las cosas que poseen cualidades tales que pueden ser tratadas como si fueran obras de arte): a qué "distancia" debemos colocarnos, que modales emplear. La estética nos educa a respetar las obras. Nos forma como seres atentos, atentos a las formas. Nos informa. Nos enseña a percibir el mundo; a sabernos comportarnos, a portarnos "bien" respetando lo que las obras quieren o pueden comunicar. La estética atiende a la apariencia, regula las relaciones a fin que se establezcan y no se rompan.
La estética está inevitablemente unida a la ética. Cualquier gesto, cualquier acción de acercamiento a la obra tiene que ser una invitación al diálogo. El gesto persigue un fin: la "buena" sintonía con la obra (cuyos valores y cuya forma podemos compartir o no, con los que podemos estar de acuerdo, de los que podemos alejarnos o mostrarnos indiferentes o reacciones, sin que por eso perdamos las formas y no aceptemos la existencia de mundos que nos interpelan, nos trastocan o nos repelen). La estética nos enseña pues a estar en el mundo. Nos da lecciones de urbanidad.
Quizá no sea curioso que la Escuela de Arquitectura de Barcelona haya sustituido la asignatura de Estética por la de Teoría. Hemos pasado del cuidado de las formas (de relacionarnos), de nuestra formación ante el mundo, al estudio de las formas "cosificadas". Nuestra posición ya no es "objeto" de debate. Nada puede cuestionarnos. Eso nos permite dedicarnos al estudio de los cosas y a echarles la culpa si nada dicen o si son banales o indiferentes. Perseguimos al otro, siempre problemático. El mundo está lleno de cosas que están a nuestro servicio. Y nunca más nos preguntaremos qué hacemos y porqué estamos aquí, qué debemos hacer, cómo debemos actuar para que nuestra manera de vivir y de relacionarnos tenga sentido.
La estética no nos pierde, como se dice a veces. Lo que nos pierde es la pérdida de atención, de miramientos para con el mundo, de cultura. El olvido de la estética es un síntoma de mala educación. Nos conduce a la barbarie.
Ambas pertenecen al mundo del arte -o, mejor dicho, al mundo sensible, una de cuyas manifestaciones o expresiones es la obra de arte-. Se refieren a reflexiones que el mundo sensible -es decir, dotado de cualidades tan sensibles, que apelan a nuestro sentidos, que parecen cualidades propias de obras de arte, como si existieran formas naturales o no artísticas que pudieran ser interpretadas -es decir que pudieran ser consideradas como portadoras de ideas o valores-, e interpretadas cómo se interpretan ineludiblemente las obras de arte.
Mas, asumido que la estética y la teoría del arte se refieren al estudio del mundo considerado como una obra de arte, y al propio arte, ambas maneras de abordar la creación natural y artificial difieren.
La teoría de arte se centra en la obra -y la obra de arte, exclusivamente, sin atender a otro tipo de formas o entes. La teoría parte del principio que la creación artística es significativa. No se trata de una obra o una acción gratuita o caprichosa, sino que se consiste en una manera, en una forma de expresar o materializar un contenido -una forma que puede ser material o inmaterial, visible o invisible, como por ejemplo la silenciosa composición para piano 3´44¨¨ de John Cage, en la que lo que se oye es el silencio -que habitualmente no percibimos o no queremos percibir. Hacemos oídos sordos al silencio que, por el contrario, Cage manifiesta. La teoría estudia las ideas expresadas y la manera y la materia con la que se concretan; valora la finalidad de la obra, su sentido, su alcance; las relaciones que mantienen las obras entre si; como se relaciones, se rechazan, se critican y se interpretan mutuamente. La atención, por tanto, está volcada en el objeto y su mundo, el cerco que abre y que lo delimita, así como en el objeto y el mundo, del que puede ser un reflejo, una manifestación o un sustituto; a menos que la obra de arte rechace el mundo o manifieste que es incapaz de mantener relaciones con él. La obra es considerada como un mundo que debe de ser explorado, desvelado, interpretado, estando su "verdad", su sentido, en o fuera de la obra, en lo que "cuenta" o en el diálogo que establece con el mundo y/o con otras obras. Teorizar sobre el arte lleva a asomarse a un mundo tratando de hallar las claves que permitan saber qué es, porqué está allí, cual es la razón de su existencia, qué sentido tiene que exista.
La estética, por el contrario, se centra en nosotros como espectadores o intérpretes, atraídos, interpelados por la obra de arte -o por cualquier forma que consideramos tiene el poder de detenernos y sorprendernos como lo hace una creación artística. La estética estudia cómo nos podemos relacionar con la obra; qué debemos hacer, cómo debemos comportarnos para que la obra se abra a nosotros y dialogue con nosotros. El problema o el misterio no reside ahora en la obra sino en nosotros: en nuestra manera de acercarnos a la obra, en nuestra capacidad para abrirnos, para escuchar o atender a lo que la obra, si nos acepta, puede querer decirnos. El contacto solo se puede establecer si respetamos ciertas reglas de juego, si mantenemos las formas. La estética nos enseña, así, a cuidar las formas -a fin de evitar que la obra se nos escape o nos resista. La estética es el estudio de las distintas maneras de relacionarnos con las obras de arte (y con las cosas que poseen cualidades tales que pueden ser tratadas como si fueran obras de arte): a qué "distancia" debemos colocarnos, que modales emplear. La estética nos educa a respetar las obras. Nos forma como seres atentos, atentos a las formas. Nos informa. Nos enseña a percibir el mundo; a sabernos comportarnos, a portarnos "bien" respetando lo que las obras quieren o pueden comunicar. La estética atiende a la apariencia, regula las relaciones a fin que se establezcan y no se rompan.
La estética está inevitablemente unida a la ética. Cualquier gesto, cualquier acción de acercamiento a la obra tiene que ser una invitación al diálogo. El gesto persigue un fin: la "buena" sintonía con la obra (cuyos valores y cuya forma podemos compartir o no, con los que podemos estar de acuerdo, de los que podemos alejarnos o mostrarnos indiferentes o reacciones, sin que por eso perdamos las formas y no aceptemos la existencia de mundos que nos interpelan, nos trastocan o nos repelen). La estética nos enseña pues a estar en el mundo. Nos da lecciones de urbanidad.
Quizá no sea curioso que la Escuela de Arquitectura de Barcelona haya sustituido la asignatura de Estética por la de Teoría. Hemos pasado del cuidado de las formas (de relacionarnos), de nuestra formación ante el mundo, al estudio de las formas "cosificadas". Nuestra posición ya no es "objeto" de debate. Nada puede cuestionarnos. Eso nos permite dedicarnos al estudio de los cosas y a echarles la culpa si nada dicen o si son banales o indiferentes. Perseguimos al otro, siempre problemático. El mundo está lleno de cosas que están a nuestro servicio. Y nunca más nos preguntaremos qué hacemos y porqué estamos aquí, qué debemos hacer, cómo debemos actuar para que nuestra manera de vivir y de relacionarnos tenga sentido.
La estética no nos pierde, como se dice a veces. Lo que nos pierde es la pérdida de atención, de miramientos para con el mundo, de cultura. El olvido de la estética es un síntoma de mala educación. Nos conduce a la barbarie.
viernes, 23 de marzo de 2018
PEDRO AZARA & TIZIANO SCHÜRCH: CIBELES, LA VIRGEN DE LAS ROCAS (HIPÒTESI, BARCELONA, 2018)
La llegada por mar de una gran piedra
negra sagrada, un meteorito venido de la lejana Pesinunte (Anatolia, Turquía),
a Roma, el cuatro de abril del doscientos cinco antes de Cristo, y su
instauración en el Palatino al año siguiente, por indicación de los proféticos Libros
Sibilinos, para concluir victoriosamente las Guerras Púnicas y traer la paz,
como así ocurrió, constituye uno de los acontecimientos más importantes en la
historia de las religiones: se instauró, en el corazón de Occidente, un primer
culto oriental, a una diosa, la Magna Mater o Cibeles, se entronizó una figura
anicónica divina –un monolito que expresaba la grandeza sobrehumana de la
divinidad- en un panteón formado por dioses humanos, demasiado humanos, y se
iniciaron cultos y procesiones a una divinidad que exigía entrega a sus fieles
pero a los que también se entregaba enteramente, instaurando unas primeras
comunidades, unas “iglesias” que ya no tuvieron miedo del Cielo distante sino
que confiaron su suerte en una divinidad, exigente pero cercana, que les
protegía. Quizá Cibeles cambió la visión que los humanos tenían hasta entonces
del cielo y de su vida....
CIBELES, LA VIRGEN DE LAS ROCAS se presentará en el "estand" de la editorial Gustavo Gili en la próxima feria de libros de arte Arts Libris, en Barcelona, los días 21, 22 y 23 de abril, coincidiendo con la fiesta de Sant Jordi.
Se podrá adquirir en las principales librerías de Barcelona y Madrid, en la página web de la editorial Hipòtesi, en el portal Amazon, o encargando uno o varios ejemplares a través de este blog, que serían remitidos contra reembolso.
Precio de venta al público: 15 euros
Más adelante, se publicaría una edición ilustrada con diez fotografías y dibujos inéditos del artista José Manuel Ballester, junto con una edición de bibliófilo de 30 ejemplares acompañada de una de las fotografías numeradas (3 ejemplares numerados de cada fotografía)
jueves, 22 de marzo de 2018
martes, 20 de marzo de 2018
Una cuestión de imagen
El ambiguo estatuto de una imagen causa problemas interpretativos de difícil solución y conlleva visiones opuestas sobre lo qué es y lo qué "simboliza" o expresa una imagen, sobre su sentido y su función.
¿Qué es una imagen? ¿Dónde se halla? Cuando en clase de teoría del arte, yo proyecto una imagen -fotografía, vídeo, es decir una imagen quieta o en movimiento- en una pantalla para los estudiantes (para que vean y crean), ¿dónde se encuentra la imagen de verdad? ¿Puedo alcanzarla y tocarla? Mis dedos se deslizan sobre la pantalla. ¿Tocan la imagen -como hubiera querido el apóstol Tomás-, que se proyecta ahora también sobre mis dedos, o la pantalla? ¿Se encuentra en o sobre la pantalla, en el halo de luz, en el proyector, en la pantalla del ordenador -que cuando acerco mi mano me devuelve el frío contacto de un panel de cristal líquido o que fuere-, en algún archivo, remoto o no, o en mi imaginación? ¿Veo o me imagino la imagen?
La imagen es real -incide, afecta la realidad y nuestro comportamiento- pero también es irreal: no la puedo agarrar (agarro solo el soporte de papel, de tela, de cristal...); es visible pero impalpable, se halla ante nosotros y en otro sitio; es objetiva -la percibo- pero como no logro saber qué percibo, también es subjetiva. La imagen, en suma, es un problema "ontológico", es decir, esencial: no sabemos bien con qué nos la estamos "viendo", si viene o si se va, si emana o se retira, pero lo que sí vemos es que la imagen tiene la capacidad de alterar formas y estructuras mucho más "matéricas" y que oponen, contrariamente a la imagen que se escabulle entre mis dedos, resistencia ante mi presión y mi agarre.
Esta condición doble de la imagen explica las visiones o juicios antitéticos que ha recibido. Para unos, no es nada pero al mismo tiempo es demasiado atractivo por lo que la imagen debe ser proscrita: es la postura iconoclástica que se opone a toda imagen y exigen su destrucción. Para otros, en cambio, poco platónicos y sí nietzscheanos, la imagen es todo lo que tenemos ante nosotros, y el mundo e las esencias o las ideas es un sueño molesto; son realidades indemostrables, inalcanzables. Por tanto, es importante cultivar la imagen pues es lo único a lo que podemos aspirar.
Ambos posturas revelan, paradójicamente, que la imagen no es insustancial, contrariamente a lo que parece -el parecido y la aparición con consustanciales con la imagen, con el gusto y el culto de la apariencia-, sino que tiene el poder de incidir, para bien o para mal -de deslumbrar o de cegar, de hacer creen en realidades inexistentes o de llevarnos a mundos hasta entonces desconocidos-, en la vida. Bien lo sabían los teólogos que participaron en el Concilio de Trento, en el siglo XVI -el primer concilio o congreso dedicado no a cuestiones teológicas sino artísticas, y que anuncio, mucho antes que Kant y Hegel, de las virtudes y las limitaciones, y el extraordinario poder, de la imagen, que debía ser siempre controlada pero también utilizada- cuando postularon la necesidad de fastuosas, fascinantes, mórbidas, seductoras y retorcidas, imágenes pintadas y esculpidas -pinturas, frescos, altares, fachadas, tallas, y cualquier modalidad de imagineria religiosa y no solo religiosa- para atraer a lo dubitativos fieles con colores, formas, músicas, perfumes y grandes espectáculos deslumbrantes (el Gran Teatro del Mundo de Calderón), quizá retraídos ante la adusta complejidad de la teología trinitaria. Todo era mucho más fácil, novedoso y seductor con la pompa barroca que, literalmente, llenaba la vista de los fieles que asistían a las misas espectaculares.
La imagen condiciona el mundo. Bien lo saben los poderes teocráticos y políticos, dictatoriales, que despliegan una riqueza de recursos imaginativos, a base de luces, sonidos y proyecciones, para seducir a las masas, subyugarlas e impedirles pensar en otra cosa. En este sentido, la Alemania Hitleriana, la China maoísta, La actual Corea del Norte, y la Unión Soviética estalinista supieron o saben utilizar en su provecho toda la fuerza de la imagen. Los espectáculos deportivos y las manifestaciones multitudinarias con banderas, himnos, y movimientos de masa, son deudores tanto de las advertencias platónicas sobre los peligros de la imagen como del uso intencionado y sin duda perverso de las mismas por la iglesia católica barroca, olvidándose de las también consideraciones platónicas sobre la banalidad -destructiva- de muchas imágenes que confunden tanto sobre lo que muestran como sobre lo que son.
Hoy se ha sabido que un político decidió hace unos meses gastar una pequeña fortuna pública para pagar billetes de avión de primera clase y hoteles de lujo a personas ("observadores", seguimos en el mundo de la telerealidad) invitadas por una cuestión de imagen. Si se producía semejante dispendio se podía pensar en el poder político y económico de un gobierno capaz de gastar graciosamente, para nada, solo por una "cuestión de imagen". Se pensaba en el poder capaz de doblegar voluntades y vencer reticencias. Los fastos no reparan en gastos. Se tira la casa que no es nuestra por la ventana para dar la impresión que nada nos detiene y que los fondos son insondables, casi inquietantes. Damos lo que buscamos: miedo. Impresionamos. Anulamos juicios. Aunque el dicho afirma que la mujer del César además de ser honesta tiene que parecerlo, en las dictaduras sacras y profanas, la imagen lo es todo.
Pensar en cuántas camas de hospital, cuántos profesores podrían beneficiarse de esa cantidad es una actitud de aguafiestas. Mejor echar o acallar a quien osa emitir una duda. ¿Dónde quedaría la magnificencia de estilo monárquico -cuando las monarquías se recogen, otros sistemas políticos toman las riendas y despliegan su inquietante dentadura de oro-, la capacidad de cerrar bocas? Antes el despliegue de medios, nos quedamos mudos.
¿Qué es una imagen? ¿Dónde se halla? Cuando en clase de teoría del arte, yo proyecto una imagen -fotografía, vídeo, es decir una imagen quieta o en movimiento- en una pantalla para los estudiantes (para que vean y crean), ¿dónde se encuentra la imagen de verdad? ¿Puedo alcanzarla y tocarla? Mis dedos se deslizan sobre la pantalla. ¿Tocan la imagen -como hubiera querido el apóstol Tomás-, que se proyecta ahora también sobre mis dedos, o la pantalla? ¿Se encuentra en o sobre la pantalla, en el halo de luz, en el proyector, en la pantalla del ordenador -que cuando acerco mi mano me devuelve el frío contacto de un panel de cristal líquido o que fuere-, en algún archivo, remoto o no, o en mi imaginación? ¿Veo o me imagino la imagen?
La imagen es real -incide, afecta la realidad y nuestro comportamiento- pero también es irreal: no la puedo agarrar (agarro solo el soporte de papel, de tela, de cristal...); es visible pero impalpable, se halla ante nosotros y en otro sitio; es objetiva -la percibo- pero como no logro saber qué percibo, también es subjetiva. La imagen, en suma, es un problema "ontológico", es decir, esencial: no sabemos bien con qué nos la estamos "viendo", si viene o si se va, si emana o se retira, pero lo que sí vemos es que la imagen tiene la capacidad de alterar formas y estructuras mucho más "matéricas" y que oponen, contrariamente a la imagen que se escabulle entre mis dedos, resistencia ante mi presión y mi agarre.
Esta condición doble de la imagen explica las visiones o juicios antitéticos que ha recibido. Para unos, no es nada pero al mismo tiempo es demasiado atractivo por lo que la imagen debe ser proscrita: es la postura iconoclástica que se opone a toda imagen y exigen su destrucción. Para otros, en cambio, poco platónicos y sí nietzscheanos, la imagen es todo lo que tenemos ante nosotros, y el mundo e las esencias o las ideas es un sueño molesto; son realidades indemostrables, inalcanzables. Por tanto, es importante cultivar la imagen pues es lo único a lo que podemos aspirar.
Ambos posturas revelan, paradójicamente, que la imagen no es insustancial, contrariamente a lo que parece -el parecido y la aparición con consustanciales con la imagen, con el gusto y el culto de la apariencia-, sino que tiene el poder de incidir, para bien o para mal -de deslumbrar o de cegar, de hacer creen en realidades inexistentes o de llevarnos a mundos hasta entonces desconocidos-, en la vida. Bien lo sabían los teólogos que participaron en el Concilio de Trento, en el siglo XVI -el primer concilio o congreso dedicado no a cuestiones teológicas sino artísticas, y que anuncio, mucho antes que Kant y Hegel, de las virtudes y las limitaciones, y el extraordinario poder, de la imagen, que debía ser siempre controlada pero también utilizada- cuando postularon la necesidad de fastuosas, fascinantes, mórbidas, seductoras y retorcidas, imágenes pintadas y esculpidas -pinturas, frescos, altares, fachadas, tallas, y cualquier modalidad de imagineria religiosa y no solo religiosa- para atraer a lo dubitativos fieles con colores, formas, músicas, perfumes y grandes espectáculos deslumbrantes (el Gran Teatro del Mundo de Calderón), quizá retraídos ante la adusta complejidad de la teología trinitaria. Todo era mucho más fácil, novedoso y seductor con la pompa barroca que, literalmente, llenaba la vista de los fieles que asistían a las misas espectaculares.
La imagen condiciona el mundo. Bien lo saben los poderes teocráticos y políticos, dictatoriales, que despliegan una riqueza de recursos imaginativos, a base de luces, sonidos y proyecciones, para seducir a las masas, subyugarlas e impedirles pensar en otra cosa. En este sentido, la Alemania Hitleriana, la China maoísta, La actual Corea del Norte, y la Unión Soviética estalinista supieron o saben utilizar en su provecho toda la fuerza de la imagen. Los espectáculos deportivos y las manifestaciones multitudinarias con banderas, himnos, y movimientos de masa, son deudores tanto de las advertencias platónicas sobre los peligros de la imagen como del uso intencionado y sin duda perverso de las mismas por la iglesia católica barroca, olvidándose de las también consideraciones platónicas sobre la banalidad -destructiva- de muchas imágenes que confunden tanto sobre lo que muestran como sobre lo que son.
Hoy se ha sabido que un político decidió hace unos meses gastar una pequeña fortuna pública para pagar billetes de avión de primera clase y hoteles de lujo a personas ("observadores", seguimos en el mundo de la telerealidad) invitadas por una cuestión de imagen. Si se producía semejante dispendio se podía pensar en el poder político y económico de un gobierno capaz de gastar graciosamente, para nada, solo por una "cuestión de imagen". Se pensaba en el poder capaz de doblegar voluntades y vencer reticencias. Los fastos no reparan en gastos. Se tira la casa que no es nuestra por la ventana para dar la impresión que nada nos detiene y que los fondos son insondables, casi inquietantes. Damos lo que buscamos: miedo. Impresionamos. Anulamos juicios. Aunque el dicho afirma que la mujer del César además de ser honesta tiene que parecerlo, en las dictaduras sacras y profanas, la imagen lo es todo.
Pensar en cuántas camas de hospital, cuántos profesores podrían beneficiarse de esa cantidad es una actitud de aguafiestas. Mejor echar o acallar a quien osa emitir una duda. ¿Dónde quedaría la magnificencia de estilo monárquico -cuando las monarquías se recogen, otros sistemas políticos toman las riendas y despliegan su inquietante dentadura de oro-, la capacidad de cerrar bocas? Antes el despliegue de medios, nos quedamos mudos.
lunes, 19 de marzo de 2018
RAYYANE TABET (1983): FOSSILS (FÓSILES, 2006-2008)
Un fósil es un testimonio petrificado del pasado. Parece ilusoriamente vivo, permite distinguir loas partes y las cualidades que lo componen, mas está endurecido, encallecido, atrapado en la piedra. No se distingue de las rocas inmutables.
Una maleta es un objeto mudable. Está en permanente tránsito cuando cobra vida (cuando reposa, en cambio, yace almacenada en algún desván o un altillo, como un ente inservible o muerto). La maleta no se concibe sin un viajero en tránsito -en un viaje o por la vida- o una persona que se desplaza, voluntariamente o no. La pérdida de la maleta constituye un drama. De pronto, se siente que se ha perdido todo; el desamparo es completo. La maleta es nuestro alter ego. Todo lo que tenemos, nuestras pertenencias, todo lo que somos está en la maleta. La maleta está siempre cerrada salvo cuando está con nosotros. Una maleta forzada equivale a una violación de la intimidad. El interior, nuestro interior, queda a la vista, desparramado en el suelo. Podríamos vivir hasta el final con una maleta. Los enseres que guarda forman parte de nuestro ser. Hacer la maleta nos define: qué escogemos y cómo lo disponemos, el orden o el desorden que causamos o en el que vivimos. La maleta debe ser ligera. Y estar lista para toda partida, preparada o precipitada. La maleta es lo que nos une a nuestro pasado, donde vivimos, quien fuimos, y nos encamina hacia un futuro. La maleta debe sostenerse firmemente; constituye a veces la única agarradera fiable.
Una maleta de hormigón no tiene sentido. Evoca un viaje imposible; el estar atrapado sin salida posible. No se trata de un objeto solido, sino muerto. No se puede abrir. Lo que encierra queda para siempre fuera de nosotros, como si la tierra se lo hubiera tragado.
Una maleta de hormigón nos impide movernos. Nos ata a un sitio, mas no como los recuerdos y la añoranza, sino porque no sabemos adonde ir, no podemos ir a ningún sitio.
Y sin embargo, esta maleta constituye una primera piedra, quizá un anclaje sólido -o un peso inasumible que hunde.
La instalación Fósiles del artista y arquitecto libanés Rayyane Tabet, evocando la guerra civil que dividió la ciudad de Beirut, no requiere más explicaciones.
domingo, 18 de marzo de 2018
Pueblo
La familia de palabras en torno al latín populus comprende términos curiosamente antagónicos. Populus se traduce por pueblo -el pueblo romano- y se opone a plebe, término que deriva del latín populare, verbo que significa privar de población, despoblar (incluso decapitar), desplumar. Plebs es el populacho, lo populoso. Populus, a su vez, designa a un conjunto perteneciente al espacio exterior, frente a los lares, asociados a lo íntimo y familiar. lo público y lo privado, pero también, el todo y la parte.
Populus, por tanto,nombra al pueblo y su contrario, se refiere tanto a una acción creativa -el poblar la tierra- cuanto a su contrario, el destruir, el arruinar. Un pueblo es un asentamiento y su finitud, la ruina. No existe para siempre. Es un organismo vivo, no fijado para la eternidad, que debe mediar entre realidades opuestas, que lleva su propia disgregación.
De ahí, que el pueblo fuera una realidad compleja, contradictoria -y de difícil manejo- en Roma.
Fue a partir del siglo dieciocho cuando pueblo adquirió nuevos significados: designó a una realidad indisoluble, sin faltas ni grietas, formada por un territorio, una lengua, una religión y un grupo humano. Así definido, cada pueblo inevitablemente se oponía a todos los pueblos. La noción de pueblo se configuraba no asumiendo la complejidad y la contradicción, en la que la creación y la destrucción se limitaban mutuamente, sino eliminando la disidencia: un pueblo no podía existir si no poseía las características antes citadas. No compartía nada sino que se erguía como un todo vuelto sobre si mismo y necesariamente enfrentado a los demás. Era la guerra la que permitía al pueblo presentarse como una unidad. Las amenazas exteriores, las rivalidades y ambiciones de los pueblos vecinos alentaban el sentimiento de pertenencia a un grupo y de posesión de unos valores y creencias (que símbolos como himnos, con y sin letra, banderas, monumentos, etc.) que no se podían compartir o repartir so pena de perder la "identidad".
Las amenazas, reales o imaginarias, eran necesarias para fortalecer la noción de pueblo. Dichas amenazas eran externas pero también internas: la disidencia, la duda, y la falta de fe -a las que se oponía la murmuración, la delación, la denuncia anónima-, estaban proscritas, como los extranjeros y todos sus valores (lengua, costumbres y cultos foráneos). La creación de los pueblos exigía el establecimiento de fronteras físicas y mentales: límites -que no se podían propasar-, defensas, y rituales de exaltación patria cuando el espíritu identitario parecía desvanecerse. No es casual que la definición de arte -de un pueblo- como la manifestación de un espíritu propio comunitario, definido por Hegel a principios del siglo XIX, coincidiera con el derrumbe de las monarquías -basadas, por el contrario, en la amalgama de poblaciones distintas con pocas o nulas afinidades entre si, y fronteras inciertas que las poblaciones no cesaban de cruzar-. Napoleón fue, posiblemente, quien encarnó mejor y por primera vez la noción "moderna" de pueblo.
Un pueblo, por tanto, necesita de peligros externos e internos, y de líderes -con los que identificarse, cuya suerte es la suerte del pueblo, pueblo que no puede vivir ni "ser" sin un líder- que les lleven a la solución final, para existir. "La libertad y la independencia de la madre patria exige la lucha y la pureza, de manera que el pueblo encarne la misión otorgada por el espíritu (...) la posición del individuo está condicionada por los intereses de la nación", escribía un conocido líder en los años treinta. El pueblo tiene una voz y ésa es la del político que dirige el "destino" del pueblo.
Esa visión del mundo pervive. Así, recientemente, un político en la cárcel ha advertido de la "destrucción que aguarda a su pueblo" si no se le unce, amenaza necesaria para que no decaiga la moral de la tropa.
¿Democracia?
Populus, por tanto,nombra al pueblo y su contrario, se refiere tanto a una acción creativa -el poblar la tierra- cuanto a su contrario, el destruir, el arruinar. Un pueblo es un asentamiento y su finitud, la ruina. No existe para siempre. Es un organismo vivo, no fijado para la eternidad, que debe mediar entre realidades opuestas, que lleva su propia disgregación.
De ahí, que el pueblo fuera una realidad compleja, contradictoria -y de difícil manejo- en Roma.
Fue a partir del siglo dieciocho cuando pueblo adquirió nuevos significados: designó a una realidad indisoluble, sin faltas ni grietas, formada por un territorio, una lengua, una religión y un grupo humano. Así definido, cada pueblo inevitablemente se oponía a todos los pueblos. La noción de pueblo se configuraba no asumiendo la complejidad y la contradicción, en la que la creación y la destrucción se limitaban mutuamente, sino eliminando la disidencia: un pueblo no podía existir si no poseía las características antes citadas. No compartía nada sino que se erguía como un todo vuelto sobre si mismo y necesariamente enfrentado a los demás. Era la guerra la que permitía al pueblo presentarse como una unidad. Las amenazas exteriores, las rivalidades y ambiciones de los pueblos vecinos alentaban el sentimiento de pertenencia a un grupo y de posesión de unos valores y creencias (que símbolos como himnos, con y sin letra, banderas, monumentos, etc.) que no se podían compartir o repartir so pena de perder la "identidad".
Las amenazas, reales o imaginarias, eran necesarias para fortalecer la noción de pueblo. Dichas amenazas eran externas pero también internas: la disidencia, la duda, y la falta de fe -a las que se oponía la murmuración, la delación, la denuncia anónima-, estaban proscritas, como los extranjeros y todos sus valores (lengua, costumbres y cultos foráneos). La creación de los pueblos exigía el establecimiento de fronteras físicas y mentales: límites -que no se podían propasar-, defensas, y rituales de exaltación patria cuando el espíritu identitario parecía desvanecerse. No es casual que la definición de arte -de un pueblo- como la manifestación de un espíritu propio comunitario, definido por Hegel a principios del siglo XIX, coincidiera con el derrumbe de las monarquías -basadas, por el contrario, en la amalgama de poblaciones distintas con pocas o nulas afinidades entre si, y fronteras inciertas que las poblaciones no cesaban de cruzar-. Napoleón fue, posiblemente, quien encarnó mejor y por primera vez la noción "moderna" de pueblo.
Un pueblo, por tanto, necesita de peligros externos e internos, y de líderes -con los que identificarse, cuya suerte es la suerte del pueblo, pueblo que no puede vivir ni "ser" sin un líder- que les lleven a la solución final, para existir. "La libertad y la independencia de la madre patria exige la lucha y la pureza, de manera que el pueblo encarne la misión otorgada por el espíritu (...) la posición del individuo está condicionada por los intereses de la nación", escribía un conocido líder en los años treinta. El pueblo tiene una voz y ésa es la del político que dirige el "destino" del pueblo.
Esa visión del mundo pervive. Así, recientemente, un político en la cárcel ha advertido de la "destrucción que aguarda a su pueblo" si no se le unce, amenaza necesaria para que no decaiga la moral de la tropa.
¿Democracia?
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