Decimos: talla de Berruguete, escultura de Miguel Ángel, fetiche Fang.
Los dos primeros términos se refieren a la técnica empleada: tallar y esculpir, lo que denota el material empleado: madera, y piedra o mármol. El tercer término, fetiche, en cambio, posee otras connotaciones y si bien evoca también el arte o la técnica empleados, lo hace de manera indirecta.
Sin embargo, las tres obras son, técnicamente parecidas: talladas, modeladas, fundidas, representan seres antropomórficos tridimensionales. Tienen, además, un contenido o función religiosos. Evocan, representan o "encarnan" (un concepto que solo se aplica en teología cristiana) a seres sobrenaturales (dioses, héroes, espíritus o antepasados -siempre invisibles-, que se muestran sensiblemente a través de estas figuras, y cuya existencia no es puesta en duda). Esas obras no son imágenes fantasiosas, sino que ofrecen el verdadero rostro -lo que no implica que la imagen sea un retrato mimético- de la figura sobrenatural con la que se relacionan.
El término fetiche, a través del francés, proviene del latín facticius, que significa artificial. Si bien este adjetivo, hoy, tiene una connotación negativa, que lo acerca a la mentira, a la falsedad, y al artificio -entendido como algo engañoso o irreal, en lo que no se puede creer, sospechoso, en suma-
facticius viene de factus, sustantivo relacionado con el verbo faccio: hacer. Factus es un hecho: algo hecho; un producto u obra, resultado de un hacer u obrar. En este sentido, las tallas de Berruguete, las esculturas o estatuas de Miguel Ángel y los fetiches Fang son facti: entes hechos (por la mano del hombre); por tanto, entes artificiales, por oposición a los naturales (conformados por la mano del Creador, y no la mano imitativa del ser humano, del creador terrenal).
El adjetivo facticius ha dado origen a otro sustantivo en una lengua moderna (español): facticio. Un facticio es un producto elaborado a partir de elementos naturales, cuya combinación o articulación, por el contrario, no se da naturalmente. Un facticio es, así, un hecho, un factus, igualmente, pero cuyas partes proceden de la naturaleza. Hay que tener en cinta que la teoría imitativa aristotélica, seguida en Occidente hasta el Renacimiento, sostenía que el arte imitativo debía seguir las leyes combinatorias o de crecimiento naturales y no las formas naturales. Mientras los elementos, naturales o abstractos se dispusieron como podrían estar dispuestos en la naturaleza, la obra, el hecho podría ser calificado de imitativo. El facticio, por el contrario, opera según principios distintos, sospechosos, por tanto, a ojos críticos occidentales: los elementos son naturales pero la estructura es artificial.
Facticio está emparentado con dos términos esclarecedores: hechizo y fechoría. Ésta es también un hecho. Una fechoría es un acto o un producto, el fruto de un hacer humano, sin que medie calificación o descalificación alguna. Sin embargo, pronto una fechoría nombró a hechos malignos, a hechos que no respondían a reglas o leyes aceptadas, realizados nocturnamente o a escondidas, y que dañaban el mundo. Un hechizo, de inmediato, alude a la magia, sin duda negra. Estamos, pues, dentro del mundo de las fechorías, de los actos o hechos que no se debieran hacer, proscritos.
La palabra fetiche, pues, se refiere, al igual que talla y escultura, a un procedimiento técnico; mejor dicho, a un procedimiento mágico -la magia y la técnica son dos procedimientos que operan del mismo modo pero que atienden a fines distintos: la técnica se practica a la luz del día, la magia, en secreto-. Un fetiche es el resultado de un hacer mágico, de un acto de magia negra o brujería, que tiene como fin un hechizo, es decir la ceguera o el daño de quien entra en contacto con el fetiche.
La palabra fetiche, tan habitual para describir tallas de culturas africanas -y de otras culturas consideradas durante mucho tiempo, en Occidente, primitivas o "primeras"-, tiene, por tanto, un trasfondo turbio. Revela el descrédito, la condescendencia y el temor con el que se nombran y se juzgan estas tallas. No son productos "limpios", sino fruto de actos que se practican a escondidas con fines poco claros o directamente dañinos. Si tenemos que extasiarnos ante una talla o una escultura, debemos cuidarnos de un fetiche.
El vocabulario no es inocente. Revela nuestros juicios y prejuicios, nuestros miedos -quizá inevitables- ante lo que desconocemos -pero que, intuimos, podría estar muy cerca de nosotros.
sábado, 22 de septiembre de 2018
HABITAR EL MEDITERRÁNEO (IVAM, VALENCIA, diciembre de 2018-abril de 2019)
Yazan Khalili / Colour Correction. Camp Series, 2007-10. Cortesía de l'artista i Edge of Arabia, Londres
Habitar el mediterrani
Més enllà de la idíl·lica visió del mar Mediterrani que retrataren els pintors del nord de principi del segle XX, fascinats per la llum, el Mediterrani engloba una superposició, una mescla i una confrontació de llengües, cultures i religions des de l’inici de la història. Es tracta també d’un marc urbà, compost per ciutats històriques, destruïdes i reconstruïdes, per aglomeracions il·lusòries de vacances, i pels campaments dels qui no tenen accés a la ciutat.
El Mediterrani acull ciutadans des de la Grècia antiga, i això comporta el rebuig de les persones que permeten que la ciutat visca, però a les quals no s’atorga el títol de ciutadà, i compon l’escenari d’hàbits i costums, de formes de vida, modelats per un hàbitat que els deixa respirar o els constreny. El mar Mediterrani és un mar de fons.
Habitar el Mediterrani és una exposició amb un mosaic d’imatges, d’obres de l’antiguitat i contemporànies, d’artistes de totes les riberes, que tradueixen la complexa, contradictòria, inclusiva i excloent imatge de pobles i ciutats, alçats amb murs que cedeixen el pas o que murallen, sota una llum que il·lumina o que cega.
Herbert List, Anna Marín, Camille Henrot, Ali Cherri, Ursula Schulz-Dornburg, Marwan Rechmaoui, Rayyane Tabet, Susan Hefuna, Zarina Hashmi, Dora García, Le Corbusier, Ismaïl Bahri, Joan Hernández Pijuan, Juan Muñoz, Hrair Sarkissian, Sergi Aguilar, Gabriele Basilico, Abbas Kiarostami, Taysir Batniji, Jordi Colomer, José Manuel Ballester, Juan Uslé, Marie Menken, Maria Lai, Albert García-Alzórriz, Dieter Roth, Till Roeskens, Massinissa Selmani, Anne-Marie Filaire, Mohamed Al-Hawajri, Majd Abdel Hamid, Khaled Jarrar, Rami Farah, Randa Mirza, Anila Rubiku, Kader Attia, Martin Parr, Vasantha Yogananthan, Julia Schulz-Dornburg, Jean-Marc Bustamante, Carlos Spottorno, Corinne Silva, Yazan Khalili, Efrat Shvily, Abounaddara.
DATA D’INAUGURACIÓ
29 Novembre 2018
DATA DE CLAUSURA
14 Abril 2019
COMISSARI
Pedro Azara
MONTATGE
Pedro Azara & Tiziano Schürch
COL·LABORADORS
“Simultáneamente
hamítica, semítica, aria incluso, pagana, judía, cristiana y musulmana, al
mismo tiempo africana, asiático y europeo, un continente que no tiene relación
con nuestra manera habitual de medir el tiempo y es espacio, ya que África
empieza en los Pirineos y la Edad Media sobrevive aquí con las ofertas
contemporáneas más atractivas, simultáneamente romana y cartaginesa,
alejandrina y hebraica, helénica y catalana, el escenario de contrastes por
excelencia, la fértil tierra madre de mitos y espejismos.” (Susan Sontag)
El Mediterráneo es una gran ciudad, un vasto espacio
construido a base de alianzas y enfrentamientos, tierra de intercambios de
bienes y de ideas, y de exclusiones, de acogidas y de conquistas, poblada de
faraones, colonos y esclavos. Una ciudad unida y dividida, construida,
destruida, olvidada y vuelta a levantar, lugar de acogida y de rechazos, venida
desde tiempos remotos y con un futuro quizá incierto, un tejido articulado por
viajes, desplazamientos y transmisiones culturales, emprendido por necesidad y
curiosidad, deseos de conocer y de venganza, un mar y unos puertos siempre
divididos y sin embargo conectados, a la espera del otro, con temor o
esperanza, un espacio real e imaginario, una ciudad real e inexistente, cuyas
imágenes el arte plástico, poético, arquitectónico y musical ha creado,
recreado o reflejado, en las que nos podemos reconocer, con satisfacción o
angustia.
Habitar (y deshabitar)
el Mediterráneo es una nueva exposición sobre las relaciones entre las
riberas mediterráneas que el IVAM organiza desde hace dos años, con obras del
presente y del pasado, contemporáneas y arqueológicas, que guardan las trazas
del paso del tiempo y de los hombres y abren caminos por donde circulan ideas y
prejuicios, que nos devuelven la imagen del mundo que nos hemos creado a medida
o a la medida de los demás.
jueves, 20 de septiembre de 2018
LIAM YOUNG (1979): WHERE THE CITY CAN´T SEE (DONDE LA CIUDAD NO PUEDE VER, 2016)
Test scenes from 'Where The City Can’t See' from liam young on Vimeo.
Filmación con las cámaras con las que los vehículos sin conductor escanean el entorno.
Unos conductores escudriñan la ciudad buscando un lugar que no existe -a simple vista....
Filmación con las cámaras con las que los vehículos sin conductor escanean el entorno.
Unos conductores escudriñan la ciudad buscando un lugar que no existe -a simple vista....
El tacto y la vista
La Santa Cena quizá sea, en el Occidente cristiano, el ejemplo perfecto de cual sea la finalidad de los objetos, de la creación humana. El cáliz -una pieza de cerámica o de orfebrería- es manipulada: depositada en la mesa, cogida, llenada, alzada, ofrendada, acercada a la boca, pasada de mano en mano, hasta volver a depositarse en la mesa. el cáliz organiza una acción un ritual alrededor de una larga mesa.Circula vertical y horizontalmente. Se desplaza y se detiene. Centra la atención y es olvidado. El cáliz de adapta a la mano y a la boca. Su superficie reluciente, gracias al barniz o al metal pulido, refulge y une lo material con lo espiritual, lo terrenal con el cielo. El cáliz se halla en un cruce de movimientos hacia los cuatro puntos cardinales. Dirige también las miradas, y orienta los gestos. Las manos se tienden hacia él.
El cáliz no es un objeto que se contempla desde cierta distancia. Se ofrece a la vista y al tacto. Solo su circulación a lo largo de un ritual le da sentido. No pertenece a nadie sino a los participantes o ceremoniantes. Tras el acto, el cáliz es un testimonio de lo que aconteció; es la prueba visible, palpable del ritual. Su presencia lo recuerda, y permite reactivarlo. Mejor dicho, obliga a reactivarlo, a actualizarlo. El ritual no pertenece al pasado sino que se hace presente a cada vez que se se emprende, es decir a cada vez que el cáliz vuelve a ser alzado tras haber sido llenado, pasando, tras un momento, de mano en mano, organizando una coreografía de gestos y miradas.
Los objetos, las obras de arte, otrora, solo existían cuando entrar en contacto sensorial con los humanos. Se debían mirar y tocar. Los relieves, las estatuas se acariciaban, se tocaban, se besaban hasta que los rasgos casi se disolvían. Estatuas, pinturas, joyas suscitaban y requerían el contacto humano. Permitían al ser humano entrar en contacto con "otros" mundos. Se trataba de entes o seres venidos de otros mundos para comunicarse con los humanos. La comunicación se establecía a través de los sentidos. El tacto no era el sentido menos activo ni activado. Al igual que apóstol Tomás, que tuvo que cerciorarse físicamente de las heridas mortales de Cristo, hurgando en ellas, los seres humanos necesitan -o necesitaban- una prueba palpable de la presencia o existencia de otros mundos, otros seres, invisibles, visibles tan solo a través de sus huellas de las que ciertos objetos -estatuillas, iconos, ornamentos, telas- eran portadores. Objetos que se ofrecían a todos los sentidos. Sin este contacto íntimo, perdían toda razón de ser. Eran transmisores que libraran su mensaje cuando la mano y el ojo los prendían; o cuando, por el contrario, rechazaban cualquier contacto, marcando las diferencias. Los objetos, las imágenes pautaban la vida, pues solo se podían aprehender en determinadas condiciones, en tiempos y espacios dados, tiempos y espacios que marcaban la vida de los humanos.
Hoy, la mayoría de esas obras yacen en vitrinas en museos. Ya no dicen nada. Son inútiles, objetos sin sentido.
Del luminoso tiempo de los sueños -que regía la vida de los aborígenes australianos, por ejemplo- hemos pasado al fúnebre tiempo de los museos.
El cáliz no es un objeto que se contempla desde cierta distancia. Se ofrece a la vista y al tacto. Solo su circulación a lo largo de un ritual le da sentido. No pertenece a nadie sino a los participantes o ceremoniantes. Tras el acto, el cáliz es un testimonio de lo que aconteció; es la prueba visible, palpable del ritual. Su presencia lo recuerda, y permite reactivarlo. Mejor dicho, obliga a reactivarlo, a actualizarlo. El ritual no pertenece al pasado sino que se hace presente a cada vez que se se emprende, es decir a cada vez que el cáliz vuelve a ser alzado tras haber sido llenado, pasando, tras un momento, de mano en mano, organizando una coreografía de gestos y miradas.
Los objetos, las obras de arte, otrora, solo existían cuando entrar en contacto sensorial con los humanos. Se debían mirar y tocar. Los relieves, las estatuas se acariciaban, se tocaban, se besaban hasta que los rasgos casi se disolvían. Estatuas, pinturas, joyas suscitaban y requerían el contacto humano. Permitían al ser humano entrar en contacto con "otros" mundos. Se trataba de entes o seres venidos de otros mundos para comunicarse con los humanos. La comunicación se establecía a través de los sentidos. El tacto no era el sentido menos activo ni activado. Al igual que apóstol Tomás, que tuvo que cerciorarse físicamente de las heridas mortales de Cristo, hurgando en ellas, los seres humanos necesitan -o necesitaban- una prueba palpable de la presencia o existencia de otros mundos, otros seres, invisibles, visibles tan solo a través de sus huellas de las que ciertos objetos -estatuillas, iconos, ornamentos, telas- eran portadores. Objetos que se ofrecían a todos los sentidos. Sin este contacto íntimo, perdían toda razón de ser. Eran transmisores que libraran su mensaje cuando la mano y el ojo los prendían; o cuando, por el contrario, rechazaban cualquier contacto, marcando las diferencias. Los objetos, las imágenes pautaban la vida, pues solo se podían aprehender en determinadas condiciones, en tiempos y espacios dados, tiempos y espacios que marcaban la vida de los humanos.
Hoy, la mayoría de esas obras yacen en vitrinas en museos. Ya no dicen nada. Son inútiles, objetos sin sentido.
Del luminoso tiempo de los sueños -que regía la vida de los aborígenes australianos, por ejemplo- hemos pasado al fúnebre tiempo de los museos.
miércoles, 19 de septiembre de 2018
Destrucción del arte
Las ejecuciones capitales mediante disparo con fusiles, como comenta Michel Serres, tienen lugar siempre con varios ejecutantes. Pese a que un solo y certero disparo es suficiente, intervienen varios soldados. Una de las armas no está cargada -aunque emite el sonido de un disparo-. Ninguno de los soldados sabe quien la maneja. De este modo, nadie puede estar seguro de haber cometido la ejecución capital. Por tanto, nadie puede sentirse culpable del acto cometido, ni puede tener remordimientos. La ejecución no ha sido llevada a cabo por nadie conocido.
Esta descripción de la destrucción de un ser humano, curiosamente, se aplica a la destrucción del arte. En occidente al menos, a partir del Renacimiento, conocemos el nombre del artista a quien se atribuye la creación de una obra -y, en la antigüedad greco-latina, egipcia también, a veces también disponemos de esta información. Pese a que, hasta el siglo XVIII, las obras se realizan en taller y, a menudo, intervenían varios ejecutantes, tan solo un nombre, de quien firma y reconoce la obra como suya, es decir del taller del que es el maestro, perdura.
Pero, nunca o casi nunca sabemos el nombre de quien o quienes destruyen una obra. Dicha destrucción se realiza a escondidas, de noche, y siempre colectivamente. No podemos saber quien lanzó la primera piedra. La destrucción es "obra" de un colectivo. Existen razones obvias: se trata de un acto ilegal o sacrílego y, por tanto, susceptible de sanción humana o divina. El peso de la justicia humano o divina recae en el "autor", el responsable de la destrucción. La "autoría" compartida diluye responsabilidades.
Pero la nocturnidad de la ejecución puede tener otras causas. Lo que también, o sobre todo, se puede temer, es la venganza, no de los hombres o comunidades, ni siquiera de los dioses, sino de la propia obra. Ésta es un organismo vivo. Pese a ser una creación humana -o precisamente porque lo es- se trata de una criatura. Posee rasgos y una "personalidad" propios. Acoge el espíritu de la divinidad, del modelo que "representa", al que "encarna". Dobla o sustituye a la figura que muestra. Posee una parte o la totalidad de su "espíritu". Está, por tanto, viva. La venganza de la obra puede ser terrible. Sabemos cómo y con qué crueldad, lenta e implacablemente, se vengó la estatua de bronce romana de la Venus de Ille de quien no le hizo el debido caso, como cuenta, en un horrísono cuento, Prosper Merimée. Todo el peso del bronce recae sobre el o los destructores. Sabemos de los deseos de los dioses cartagineses. Sus grandes estatuas de bronce exigían sacrificios humanos. Tras calentarlas al rojo vivo, o tras encender una hoguera en un caldero que portaban se le entregaba recién nacidos. Nadie escapaba al dictado de la estatua. En Grecia, cuenta el mito, las estatuas podían descender de sus pedestales, como autómatas, moviéndose libremente, para hacer cumplir sus dictados.
La destrucción de las estatuas, a escondidas y en manada, es un testimonio del respeto que inspiran. Nadie se enfrenta a ellas a cara limpia y a plena luz del día. Nadie quiere ser responsable de su destrucción pues sabe que ésta conlleva la destrucción ineludiblemente de uno mismo. Condenar una estatua es condenarse.
Esta descripción de la destrucción de un ser humano, curiosamente, se aplica a la destrucción del arte. En occidente al menos, a partir del Renacimiento, conocemos el nombre del artista a quien se atribuye la creación de una obra -y, en la antigüedad greco-latina, egipcia también, a veces también disponemos de esta información. Pese a que, hasta el siglo XVIII, las obras se realizan en taller y, a menudo, intervenían varios ejecutantes, tan solo un nombre, de quien firma y reconoce la obra como suya, es decir del taller del que es el maestro, perdura.
Pero, nunca o casi nunca sabemos el nombre de quien o quienes destruyen una obra. Dicha destrucción se realiza a escondidas, de noche, y siempre colectivamente. No podemos saber quien lanzó la primera piedra. La destrucción es "obra" de un colectivo. Existen razones obvias: se trata de un acto ilegal o sacrílego y, por tanto, susceptible de sanción humana o divina. El peso de la justicia humano o divina recae en el "autor", el responsable de la destrucción. La "autoría" compartida diluye responsabilidades.
Pero la nocturnidad de la ejecución puede tener otras causas. Lo que también, o sobre todo, se puede temer, es la venganza, no de los hombres o comunidades, ni siquiera de los dioses, sino de la propia obra. Ésta es un organismo vivo. Pese a ser una creación humana -o precisamente porque lo es- se trata de una criatura. Posee rasgos y una "personalidad" propios. Acoge el espíritu de la divinidad, del modelo que "representa", al que "encarna". Dobla o sustituye a la figura que muestra. Posee una parte o la totalidad de su "espíritu". Está, por tanto, viva. La venganza de la obra puede ser terrible. Sabemos cómo y con qué crueldad, lenta e implacablemente, se vengó la estatua de bronce romana de la Venus de Ille de quien no le hizo el debido caso, como cuenta, en un horrísono cuento, Prosper Merimée. Todo el peso del bronce recae sobre el o los destructores. Sabemos de los deseos de los dioses cartagineses. Sus grandes estatuas de bronce exigían sacrificios humanos. Tras calentarlas al rojo vivo, o tras encender una hoguera en un caldero que portaban se le entregaba recién nacidos. Nadie escapaba al dictado de la estatua. En Grecia, cuenta el mito, las estatuas podían descender de sus pedestales, como autómatas, moviéndose libremente, para hacer cumplir sus dictados.
La destrucción de las estatuas, a escondidas y en manada, es un testimonio del respeto que inspiran. Nadie se enfrenta a ellas a cara limpia y a plena luz del día. Nadie quiere ser responsable de su destrucción pues sabe que ésta conlleva la destrucción ineludiblemente de uno mismo. Condenar una estatua es condenarse.
domingo, 16 de septiembre de 2018
Másters y doctorados
Másters y doctorados son cursos de postgrado, privados o públicos, que exigen una licenciatura y una admisión restrictiva para ser seguidos. Los candidatos deben presentar una solicitud, acompañada de un currículo y una carta de motivación.
En el caso del doctorado, los candidatos deben también demostrar que poseen los créditos necesarios (es decir, que han seguido y superado ya cursos de postgrado en cualquier universidad, aunque se recomienda a aquellos candidatos que han efectuado dichos cursos fuera de la universidad o departamento en el que quieren cursar el doctorado que sigan asignaturas del máster de dicho departamento), y presentar un tema de tesis y un primer desarrollo del mismo, acompañados del nombre de un director (llamado tutor en una primera fases). Sin estos requisitos, la admisión no es factible. La mayoría de los candidatos al programa de doctorado no son admitidos pues no reúnen los requisitos necesarios.
Un máster comprende clases, durante uno o dos años, a tiempo completo a parcial, casi siempre presenciales, y concluye con la redacción y defensa de una tesina tutorizada. Éste se realiza en un tiempo mínimo de tres meses. El estudiante debe hallar un tutor. Un tribunal formado por tres profesores, que pueden ser del mismo departamento, evalúa la defensa pública del trabajo, media hora de exposición seguido de un debate, con la participación voluntaria del tutor.
Un doctorado se desarrolla en dos fases (siempre que ya se dispongan de los créditos necesarios, que se hayan superado las asignaturas requeridas). Una primera fase, de un mínimo de un año de duración, consiste en la redacción del plan de investigación: un esbozo, suficientemente desarrollado de la tesis, que incluye el enunciado, los objetivos, el método, una bibliografía detallada y comentada, y el texto de uno o dos capítulos ya perfilados. Este texto, de un centenar de páginas, se presenta a la comisión de doctorado acompañado de un informe del tutor (que debe de ser doctor y llevar seis años de investigación aprobada. En caso contrario, se requiere la co-dirección por un doctor reconocido, o la asunción de la dirección por un doctor que reúna las condiciones necesarias, siendo entonces el doctor que no cumple con aquéllas una figura simplemente tutelar). Si la comisión considera que el plan es correcto, nombra a un tribunal de tres miembros que deberá evaluar dicho plan, tras una defensa pública de media hora, seguida de un debate al que puede participar el tutor. La única calificación que se puede obtener es Apto o No Apto.
Tras esta primera fase, el doctorando dispone de tres años para la redacción y conclusión de la tesis, siempre evaluada y dirigida por el tutor, llamado ahora director. Una vez concluida la tesis se deposita un ejemplar en la Secretaria de Doctorado que informa a la Comisión. Ésta, a la vista de la tesis y del informe del director, acepta o no la petición de dos informes de expertos externos. Tras la recepción y lectura de los mismos, la Comisión decide si la tesis puede ser defendida públicamente, Nombra entonces un tribunal de tres miembros (un presidente, un vocal y un secretario), con dos fuera de la universidad convocante, todos doctores (jóvenes o no: no existe requisito alguno acerca de la edad, salvo la posesión de un sexenio de investigación, que se obtiene tras superar una evaluación anónima de la investigación de las tareas investigadores llevadas a cabo durante los seis últimos años, y de un currículo, que se tiene que adjuntar, a fin que la Comisión acepte a dichos doctores como miembros del tribunal).
La defensa de la tesis requiere la exposición pública del doctorando durante una hora, seguida de las intervenciones de cada miembro del tribunal, un debate y la intervención del director durante una o dos horas. El tribunal, tras deliberar, en ausencia del doctorando, el director y el público, otorga públicamente una calificación, que van del Suspenso al Sobresaliente. Cada miembro del tribunal debe votar en secreto si acepta conceder una Matrícula de Honor. Los votos anónimos y secretos, estudiados, tras un periodo de dos semanas, permiten conceder o denegar dicha calificación final extraordinaria.
Todos los informes (en los que los miembros del tribunal dictaminan sobre la calidad y la idoneidad de la tesis defendida), firmados, se entregan a la Escuela de Doctorado de la Universidad correspondiente, junto con un ejemplar de la tesis
Los criterios para el seguimiento de másters y doctorados han variado a lo largo de los años. Los tribunales de doctorado han pasado de cinco a tres miembros; el tiempo concedido para la realización de las tesis doctorales se ha acortado; se aceptan, se valoran tesis más cortas -siempre sobre un tema inédito, acompañadas de una extensa bibliografía primaria (fuentes directas y no tan solo citas por terceros)-, y se tienen muy en cuenta tesis consistentes en artículos científicos previamente publicados por revistas de prestigio -revistas de muy difícil acceso, que requieren informes de expertos externos anónimos y múltiples revisiones, antes de aceptar -si aceptan- publicar un texto, tras un mínimo de tres años de correcciones).
Dado el coste de másters en universidades privadas (entre ocho mil y quince mil euros) y el tiempo requerido para llevar a cabo una tesis doctoral, maravilla que destacados políticos españoles consideren que errores en su currículo acerca de la realización de máster sean irrelevantes, y que puedan obtener un título de doctor al año siguiente de licenciarse. En la vida terrenal, es imposible que ocurra. En la de los dioses....
En el caso del doctorado, los candidatos deben también demostrar que poseen los créditos necesarios (es decir, que han seguido y superado ya cursos de postgrado en cualquier universidad, aunque se recomienda a aquellos candidatos que han efectuado dichos cursos fuera de la universidad o departamento en el que quieren cursar el doctorado que sigan asignaturas del máster de dicho departamento), y presentar un tema de tesis y un primer desarrollo del mismo, acompañados del nombre de un director (llamado tutor en una primera fases). Sin estos requisitos, la admisión no es factible. La mayoría de los candidatos al programa de doctorado no son admitidos pues no reúnen los requisitos necesarios.
Un máster comprende clases, durante uno o dos años, a tiempo completo a parcial, casi siempre presenciales, y concluye con la redacción y defensa de una tesina tutorizada. Éste se realiza en un tiempo mínimo de tres meses. El estudiante debe hallar un tutor. Un tribunal formado por tres profesores, que pueden ser del mismo departamento, evalúa la defensa pública del trabajo, media hora de exposición seguido de un debate, con la participación voluntaria del tutor.
Un doctorado se desarrolla en dos fases (siempre que ya se dispongan de los créditos necesarios, que se hayan superado las asignaturas requeridas). Una primera fase, de un mínimo de un año de duración, consiste en la redacción del plan de investigación: un esbozo, suficientemente desarrollado de la tesis, que incluye el enunciado, los objetivos, el método, una bibliografía detallada y comentada, y el texto de uno o dos capítulos ya perfilados. Este texto, de un centenar de páginas, se presenta a la comisión de doctorado acompañado de un informe del tutor (que debe de ser doctor y llevar seis años de investigación aprobada. En caso contrario, se requiere la co-dirección por un doctor reconocido, o la asunción de la dirección por un doctor que reúna las condiciones necesarias, siendo entonces el doctor que no cumple con aquéllas una figura simplemente tutelar). Si la comisión considera que el plan es correcto, nombra a un tribunal de tres miembros que deberá evaluar dicho plan, tras una defensa pública de media hora, seguida de un debate al que puede participar el tutor. La única calificación que se puede obtener es Apto o No Apto.
Tras esta primera fase, el doctorando dispone de tres años para la redacción y conclusión de la tesis, siempre evaluada y dirigida por el tutor, llamado ahora director. Una vez concluida la tesis se deposita un ejemplar en la Secretaria de Doctorado que informa a la Comisión. Ésta, a la vista de la tesis y del informe del director, acepta o no la petición de dos informes de expertos externos. Tras la recepción y lectura de los mismos, la Comisión decide si la tesis puede ser defendida públicamente, Nombra entonces un tribunal de tres miembros (un presidente, un vocal y un secretario), con dos fuera de la universidad convocante, todos doctores (jóvenes o no: no existe requisito alguno acerca de la edad, salvo la posesión de un sexenio de investigación, que se obtiene tras superar una evaluación anónima de la investigación de las tareas investigadores llevadas a cabo durante los seis últimos años, y de un currículo, que se tiene que adjuntar, a fin que la Comisión acepte a dichos doctores como miembros del tribunal).
La defensa de la tesis requiere la exposición pública del doctorando durante una hora, seguida de las intervenciones de cada miembro del tribunal, un debate y la intervención del director durante una o dos horas. El tribunal, tras deliberar, en ausencia del doctorando, el director y el público, otorga públicamente una calificación, que van del Suspenso al Sobresaliente. Cada miembro del tribunal debe votar en secreto si acepta conceder una Matrícula de Honor. Los votos anónimos y secretos, estudiados, tras un periodo de dos semanas, permiten conceder o denegar dicha calificación final extraordinaria.
Todos los informes (en los que los miembros del tribunal dictaminan sobre la calidad y la idoneidad de la tesis defendida), firmados, se entregan a la Escuela de Doctorado de la Universidad correspondiente, junto con un ejemplar de la tesis
Los criterios para el seguimiento de másters y doctorados han variado a lo largo de los años. Los tribunales de doctorado han pasado de cinco a tres miembros; el tiempo concedido para la realización de las tesis doctorales se ha acortado; se aceptan, se valoran tesis más cortas -siempre sobre un tema inédito, acompañadas de una extensa bibliografía primaria (fuentes directas y no tan solo citas por terceros)-, y se tienen muy en cuenta tesis consistentes en artículos científicos previamente publicados por revistas de prestigio -revistas de muy difícil acceso, que requieren informes de expertos externos anónimos y múltiples revisiones, antes de aceptar -si aceptan- publicar un texto, tras un mínimo de tres años de correcciones).
Dado el coste de másters en universidades privadas (entre ocho mil y quince mil euros) y el tiempo requerido para llevar a cabo una tesis doctoral, maravilla que destacados políticos españoles consideren que errores en su currículo acerca de la realización de máster sean irrelevantes, y que puedan obtener un título de doctor al año siguiente de licenciarse. En la vida terrenal, es imposible que ocurra. En la de los dioses....
CAMILLE SAINT SAËNS (1835-1921): LE DÉLUGE (EL DILUVIO, 1875)
Expléndida y escasamente interpretada composición sobre el diluvio y el Arca de Noé (la primera gran obra de la historia según los mitos).
Uno de los mejores interpretaciones del mito bíblico y, anteriormente, mesopotámico.
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