martes, 26 de marzo de 2019

WALKER SCOTT (1943 -2019): MANHATTAN (1995)



 In memoriam...

Ante el espejo

"El mundo es un espejo que devuelve a cada uno sus propios rasgos; si arqueáis las cejas mirándolo, os echa una golpe de vista refunfuñado. Reid, por el contrario, con él, y se mostrará como un buen amigo."
(W. M. Thackeray: La Feria de las vanidades. Una novela sin héroes, 1845-1848)

domingo, 24 de marzo de 2019

MARCEL DETIENNE (1935-2019)

Junto con  Jean-Pierre Vernant, ya fallecido, y sus trabajos sobre el imaginario espacial y urbano, y la relación entre la planificación y las estructuras sociales) en la Grecia antigua, y con Françoise Frontisi-Ducroux y su estudio sobre la figura del artesano y constructor mítico griego, Dédalo, autos de estatuas engañosas y de edificios-trampa como el laberinto, Marcel Detienne ha sido el antropólogo cultural que más ha contribuido al estudio del imaginario arquitectónico y urbano,  desvelando las luces y sombras de nuestra manera de entender el hábitat.
Detienne fue el primer estudioso que puso el acento en una faceta olvidada del dios Apolo: además del dios del canto, la justicia y la mesura -lo que Detienne cuestionaba- y de su tardía equiparación con el dios solar Helios, convirtiéndose así en el dios que echaba luz sobre las sombras de los asuntos humanos, Detienne mostró que Apolo era ante todo un dios violento, más violento que el resto de los dioses olímpicos (y, en general que todos los dioses). Caracterizado no solo por el arco y las flechas de los que nunca se desprendía -hasta, en el colmo de la audacia o la irresponsabilidad, llegar armado en la asamblea de los dioses donde, precisamente, las diferencias se solventaban-, sino también por un afilado cuchillo, Apolo fue el dios que ordenó el espacio, marcó para siempre, a cuchilladas, abriendo profundas heridas o profundos surcos en la tierra, las directrices espaciales, determinó un centro (Delfos) a partir del cual estructurar el mundo, y fue el primero en dotar de cimientos a los edificios (su primera obra, tras un altar en honor de su padre, el dios Zeus, fue el primer templo que dedicó a sí mismo, aunque acogió a Dionisos, en Delfos), mostrando a los primeros arquitectos (aún míticos) como asentar profundamente un edificio. Un dios salvaje ordenando el mundo: la habilitación del espacio conllevaba heridas: la partición, la segregación de terrenos, el levantamiento de muros que sellaban diferencias, la penetración en la tierra de fundamentos que maltrataban a la diosa-madre tierra (a quien Delfos también estaba dedicado), una parte de cuyos bienes perdía en favor de los primeros poseedores de la tierra. Los sentamientos tenían lugar no sin violencia.

Detienne fue también quien echó luz sobre sombras en sombra del imaginario urbano griego. Frente a la imagen de la ciudad democrática, de la parcelación equitativa y de gobiernos que velaban por el bien común -una imagen que la existencia de esclavos, y las guerras constantes entre ciudades, ya habían empañado- Detienne puso de relieve dos nociones, bien articuladas, que definen lo que era la ciudad griega: las nociones de impureza (de miasma) y de autoctonía. Ambas conllevaban a la exclusión de la comunidad. La impureza, causada por la presencia de un "agente" nocivo, exigía su detención y destierro para siempre. Se sostenía que los males de la ciudad -hambres, epidemias, problemas sociales- siempre estaban causados por un mal ciudadano: una figura que cargaba con todas las culpas, hallado por su "mal" comportamiento, su figura y su comportamiento desviados, su rechazo de las normas impuestas de convivencia. En la ciudad solo cabían los puros, los "bien" nacidos, es decir, aquellos que podían justificar que su linaje estaba en el origen de la ciudad: no eran extranjeros, metecos, recién llegados, sino que sus antepasados fueron los padres fundadores de la ciudad.
La noción de impureza llevaba a la de autoctonía. Ésta determinaba que los habitantes de la ciudad (Atenas, en particular) que podían gozar de plenos derechos, de voz y voto, eran quienes habían "nacido" de la tierra -tal es el significado de autóctono-. No venían "de fuera". Tenían raíces que se remontaban a los orígenes del mundo. La tierra -y los derechos- les pertenecían, porque eran los hijos o los frutos de la tierra. Existían incluso antes que los dioses. Un derecho "divino" les autorizaba a poseer la "tierra prometida" -la tierra que las diosas del destino, que manejaban incluso a los dioses olímpicos, les habían destinado, haciéndoles nacer de las entrañas de la tierra. ¿Cómo aceptar a quienes no eran ni pensaban como ellos? La ciudad, lejos de ser un lugar de encuentro, de convivencia, se constituía como un coto cerrado, marcado por las fronteras que se alzaban entre "ellos" -los otros- y "nosotros".
Detienne mostró como esta ideología no había infectado solo a la Grecia antigua.
Hoy, ya no verá y mostrará -por desgracias para nosotros- los estragos que aún causa. Falleció hace dos días.   



viernes, 22 de marzo de 2019

Lazos de sangre

La democracia ateniense era imperfecta. El buen gobierno de la ciudad-estado se sustentaba en el trabajo de esclavos y la exclusión del espacio y las decisiones públicos de una parte, quizá la más numerosa- de los habitantes: mujeres, esclavos y foráneos. Pese a poseer un sistema democrático (de demos: pueblo) -que no todo el mundo apreciaba: Platón lo criticaba por los riesgos del populismo o de la satisfacción concedida a los deseos del pueblo, suscitados por el propio gobierno-, Atenas tuvo visos imperiales. Sometió y maltrató a estados más pequeños y débiles e hizo pagar caro su protección. Finalmente, cayó en su lucha con Esparta en su intento de someter a toda Grecia.

El gobierno comprendía varias asambleas legislativas y ejecutivas amén de judiciales. El número de participantes era muy elevado, en algunos casos -aunque existían cámaras más manejables, compuestas por representantes de representantes. Los cargos eran electos, salvo en tiempos de crisis. La duración del cargo era breve. En algunos casos, un día. Todas las decisiones se votaban. Y se prohibía el nepotismo, considerado un sistema imperial oriental.

Pero lo cierto es que el nepotismo no imperaba en las monarquías y los imperios mesopotámicos, como tampoco lo hizo en el imperio romano, al menos en los inicios y en ciertos periodos. Los reyes o emperadores eran nombrados, no entre los descendientes directos de los monarcas precedentes, sino entre los candidatos más aptos, cercanos al círculo imperial, pero no necesariamente miembros de la familia gobernante, cuyos hijos podían ser apartados del poder. La sucesión paterno-filial en las monarquías occidentales no se impondría hasta la época moderna.
Hoy, en algunas comunidades, hemos vuelto a tiempos anteriores a Atenas: hijos, esposas, y miembros cercanos, sin ninguna preparación ni experiencia políticas, que conforman una gran familia calabresa, son nombrados candidatos, sucesores a dedo. Ah, los lazos de sangre. El tiempo es cíclico pese a las tentativas por imponer una visión lineal y no fatalista de aquél.

VIRGINIA WOOLF (1882-1941): LA MUJER DEL ESPEJO: UN REFLEJO (1929)


"La gente no debiera dejar espejos colgados en sus habitaciones, tal como no debe dejar talonarios de cheques o cartas abiertas confesando un horrendo crimen. En aquella tarde de verano, una no podía dejar de mirar el alargado espejo que colgaba allí, afuera, en el vestíbulo. Las circunstancias así lo habían dispuesto. Desde las profundidades del diván en la sala de estar, se podía ver, en el reflejo del espejo italiano, no sólo la mesa con cubierta de mármol situada enfrente, sino también una parte del jardín, más allá. Se podía ver un sendero con alta hierba que se alejaba por entre parterres de altas flores, hasta que, en un recodo, el marco dorado lo cortaba.
 La casa estaba vacía, y una se sentía, ya que era la única persona que se encontraba en la sala de estar, igual que uno de esos naturalistas que, cubiertos con hierbas y hojas, yacen observando a los más tímidos animales —tejones, nutrias, martín pescadores—, los cuales se mueven libremente, cual si no fueran observados. Aquel atardecer, la habitación estaba atestada de esos tímidos seres, de luz y sombras, con cortinas agitadas por el viento, pétalos cayendo —cosas que nunca ocurren, o eso parece, cuando alguien está mirando. La silenciosa y vieja estancia campestre, con sus alfombras y su hogar de piedra, con sus hundidas estanterías para libros, y sus cómodas laqueadas en rojo y oro, estaba llena de esos seres nocturnos. Se acercaban contoneándose, y cruzaban así el suelo, pisando delicadamente con los pies elevándose muy alto, y las colas extendidas en abanico, y picoteando significativamente, cual si hubieran sido cigüeñas o bandadas de pavos reales con la cola cubierta de velo de plata. Y también había sombríos matices y oscurecimientos, como si una sepia hubiera teñido bruscamente el aire con morado. Y el cuarto tenía sus pasiones, sus furias, sus envidias y sus penas cubriéndolo, nublándolo, igual que un humano. Nada seguía invariable siquiera durante dos segundos.
 Pero, fuera, el espejo reflejaba la mesa del vestíbulo, los girasoles y el sendero del jardín, con tal precisión y fijeza que parecían allí contenidos, sin posibilidad de escapar, en su realidad. Constituía un extraño contraste; aquí todo cambiante, allá todo fijo. No se podía evitar que la vista saltara, para mirar lo uno y lo otro. Entre tanto, debido a que por el calor todas las ventanas y puertas estaban abiertas, se daba un perpetuo suspiro y cese del sonido, como la voz de lo transitorio y perecedero, parecía, yendo y viniendo como el aliento humano, en tanto que, en el espejo, las cosas habían dejado de alentar y se estaban quietas, en trance de inmortalidad.
 Hacía media hora que la dueña de la casa, Isabella Tyson, se había alejado por el sendero, con su fino vestido de verano, un cesto al brazo, y había desaparecido, cortada por el marco dorado del espejo. Cabía presumir que había ido al jardín bajo, para coger flores; o, lo que parecía más natural suponer, a coger algo leve, fantástico, con hojas, con lánguidos arrastres, como clemátides o uno de esos elegantes haces de convólvulos que se retuercen sobre sí mismos contra feos muros, y ofrecen aquí y allá el estallido de sus flores blancas y violetas. Parecía más propio de Isabella el fantástico y trémulo convólvulo que el erecto áster o la almidonada zinnia, o incluso sus propias rosas ardientes, encendidas como lámparas en lo alto de sus tallos. Esta comparación indicaba cuan poco, a pesar de los años transcurridos, una sabía de Isabella; por cuanto es imposible que una mujer de carne y hueso, sea quien sea, de unos cincuenta y cinco o sesenta años, sea, realmente, un ramo o un zarcillo. Estas comparaciones son peor que estériles y superficiales, son incluso crueles, por cuanto se interponen como el mismísimo convólvulo, temblorosas, entre los ojos y la verdad. Debe haber verdad; debe haber un muro. Sin embargo, no dejaba de ser raro que, después de haberla conocido durante tantos años, una no pudiera decir la verdad acerca de lo que Isabella era; una todavía componía frases como ésas, referentes a convólvulos y ásteres. En cuanto a los hechos, no cabía dudar de que era solterona, rica, que había comprado esta casa y que había adquirido con sus propias manos —a menudo en los más oscuros rincones del mundo y con grandes riesgos de venenosas picadas y orientales enfermedades— las alfombras, las sillas y los armarios que ahora vivían su nocturna vida ante los ojos de una. A veces parecía que estos objetos supieran acerca de ella más de lo que nosotros, que nos sentábamos en ellos, escribíamos en ellos y caminábamos, tan cuidadosamente, sobre ellos, teníamos derecho a saber. En cada uno de aquellos muebles había gran número de cajoncitos, y cada cajoncito, con casi total certeza, guardaba cartas, atadas con cintas en arqueados lazos, cubiertas con tallos de espliego y pétalos de rosa. Sí, ya que otra verdad —si es que una quería verdades— consistía en que Isabella había conocido a mucha gente, tenía muchos amigos; por lo que, si una tenía la audacia de abrir un cajón y leer sus cartas, hallaría los rastros de muchas agitaciones, de citas a las que acudir, de reproches por no haber acudido, largas cartas de intimidad y afecto, violentas cartas de celos y acusaciones, terribles palabras de separación para siempre —ya que todas esas visitas y compromisos a nada habían conducido—, es decir, Isabella no había contraído matrimonio, y sin embargo, a juzgar por la indiferencia de máscara de su cara, había vivido veinte veces más pasiones y experiencias que aquellos cuyos amores son pregonados para que todos sepan de ellos. Bajo la tensión de pensar en Isabella, aquella estancia se hizo más sombría y simbólica; los rincones parecían más oscuros, las patas de las sillas y de las mesas, más delicadas y jeroglíficas.
 De repente, estos reflejos terminaron violentamente, aunque sin producir sonido alguno. Una gran sombra negra se cernió sobre el espejo, lo borró todo, sembró la mesa con un montón de rectángulos de mármol veteados de rosa y gris, y se fue. Pero el cuadro quedó totalmente alterado. De momento quedó irreconocible, ilógico y totalmente desenfocado. Una no podía poner en relación aquellos rectángulos con propósito humano alguno. Y luego, poco a poco, cierto proceso lógico comenzó a afectar a aquellos rectángulos, comenzó a poner en ellos orden y sentido, y a situarlos en el marco de los normales aconteceres. Una se dio cuenta, por fin, de que se trataba meramente de cartas. El criado había traído el correo.
 Reposaban en la mesa de mármol, todas ellas goteando, al principio, luz y color, crudos, no absorbidos. Y después fue extraño ver cómo quedaban incorporadas, dispuestas y armonizadas, cómo llegaban a formar parte del cuadro, y recibían el silencio y la inmortalidad que el espejo confería. Allí reposaban revestidas de una nueva realidad y un nuevo significado, y dotadas también de más peso, de modo que parecía se necesitara un escoplo para separarlas de la mesa. Y, tanto si se trataba de verdad como de fantasía, no parecía que fueran un puñado de cartas, sino que se hubieran transformado en tablas con la verdad eterna incisa en ellas; si una pudiera leerlas, una sabría todo lo que se podía saber acerca de Isabella, sí, y también acerca de la vida. Las páginas contenidas en aquellos sobres marmóreos forzosamente tenían que llevar profuso y profundamente hendido significado. Isabella entraría, las cogería, una a una, muy despacio, las abriría, y las leería cuidadosamente, una a una, y después, con un profundo suspiro de comprensión, como si hubiera visto el último fondo de todo, rasgaría los sobres en menudas porciones, ataría el montoncito de cartas, y las encerraría bajo llave en un cajón, decidida a ocultar lo que no deseaba se supiera.
 Este pensamiento cumplió la función de estímulo. Isabella no quería que se supiera, pero no podía seguir saliéndose con la suya. Era absurdo, era monstruoso. Si tanto ocultaba y si tanto sabía, una tenía que abrir a Isabella con el instrumento que más al alcance de la mano tenía: la imaginación. Una debía fijar la atención en ella, inmediatamente, ahora. Una tenía que dejar clavada allí a Isabella. Una debía negarse a que le dieran más largas mediante palabras y hechos propios de un momento determinado, mediante cenas y visitas y corteses conversaciones. Una tenía que ponerse en los zapatos de Isabella. Interpretando esta última frase literalmente, era fácil ver la clase de zapatos que Isabella llevaba, allá, en el jardín de abajo, en los presentes instantes. Eran muy estrechos y largos y muy a la moda, del más suave y flexible cuero. Al igual que cuanto llevaba, eran exquisitos. Y ahora estaría en pie junto al alto seto, en la parte baja del jardín, alzadas las tijeras, que llevaba atadas a la cintura, para cortar una flor muerta, una rama excesivamente crecida. El sol le daría en la cara, incidiría en sus ojos; pero no, en el momento crítico una nube cubriría el sol, dejando dubitativa la expresión de sus ojos... Qué era ¿burlona o tierna, brillante o mate? Una sólo podía ver el indeterminado contorno de su cara un tanto marchita, bella, mirando hacia el cielo. Pensaba, quizá, que debía comprar una nueva red para las fresas, que debía mandar flores a la viuda de Johnson, que había ya llegado el momento de ir en automóvil a visitar a los Hippesley en su nueva casa. Ciertamente, esas eran las cosas de que hablaba durante la cena. Pero una estaba cansada de las cosas de que hablaba en la cena. Era su profundo estado de ser lo que una quería aprehender y verter en palabras, aquel estado que es a la mente lo que la respiración es al cuerpo, lo que se llama felicidad o desdicha. Al mencionar estas palabras quedó patente, sin duda, que forzosamente Isabella tenía que ser feliz. Era rica, era distinguida, tenía muchos amigos, viajaba —compraba alfombras en Turquía y cerámica azul en Persia. Avenidas de placer se abrían hacia allí y allá, desde el lugar en que ahora se encontraba, con las tijeras alzadas para cortar temblorosas ramas, mientras las nubes con calidad de encaje velaban su cara.
 Y aquí, con un rápido movimiento de las tijeras, cortó un haz de clemátides que cayó al suelo. En el momento de la caída, se hizo, sin la menor duda, más luz, y una pudo penetrar un poco más en su ser. Su mente rebosaba ternura y remordimiento... Cortar una rama en exceso crecida la entristecía debido a que otrora vivió y amó la vida. Sí, y al mismo tiempo la caída de la rama le revelaba que también ella debía morir, y la trivialidad y carácter perecedero de las cosas. Y una vez más, asumiendo este pensamiento, con su automático sentido común, pensó que la vida le había tratado bien; incluso teniendo en cuenta que también tendría que caer, sería para yacer en la tierra e incorporarse suavemente a las raíces de las violetas. Y así estaba, en pie, pensando. Sin dar precisión a pensamiento alguno —por cuanto era una de esas reticentes personas cuya mente retiene el pensamiento envuelto en nubes de silencio—, rebosaba pensamientos. Su mente era como su cuarto, en donde las luces avanzaban y retrocedían, avanzaban haciendo piruetas y contoneándose y pisando delicadamente, abrían en abanico la cola, a picotazos se abrían camino; y, entonces, todo su ser quedaba impregnado, lo mismo que el cuarto, de una nube de cierto profundo conocimiento, de un arrepentimiento no dicho, y entonces quedaba toda ella repleta de cajoncitos cerrados bajo llave, llenos de cartas, igual que sus canteranos. Hablar de «abrirla», como si fuera una ostra, de utilizar en ella la más hermosa, sutil y flexible herramienta entre cuantas existen, era un delito contra la piedad y un absurdo. Una tenía que imaginar —y allí estaba ella, en el espejo. Una tuvo un sobresalto.
 Al principio, estaba tan lejos que una no podía verla con claridad. Venía despacio, deteniéndose de vez en cuando, enderezando una rosa aquí, alzando un clavel allá para olerlo, pero no dejaba de avanzar. Y, constantemente, se hacía más grande y más grande en el espejo, y más y más completa era la persona en cuya mente una había intentado penetrar. Una la iba comprobando poco a poco, incorporaba las cualidades descubiertas a aquel cuerpo visible. Allí estaba su vestido verde gris, y los alargados zapatos, y el cesto, y algo que relucía en su garganta. Se acercaba tan gradualmente que no parecía perturbar las formas reflejadas en el espejo, sino que se limitara a aportar un nuevo elemento que se movía despacio, y que alteraba los restantes objetos como si les pidiera cortésmente que le hicieran sitio. Y las cartas y la mesa y los girasoles que habían estado esperando en el espejo se separaron y se abrieron para recibirla entre ellos. Por fin llegó, allí estaba, en el vestíbulo. Se quedó junto a la mesa. Se quedó totalmente quieta. Inmediatamente el espejo comenzó a derramar sobre ella una luz que parecía gozar de la virtud de fijarla, que parecía como un ácido que corroía cuanto no era esencia, cuanto era superficial, y sólo dejaba la verdad. Era un espectáculo fascinante. Todo se desprendió de ella —las nubes, el vestido, el cesto y el diamante—, todo lo que una había llamado enredaderas y convólvulos. Allí abajo estaba el duro muro. Aquí estaba la mujer en sí misma. Se encontraba en pie y desnuda bajo la luz despiadada. Y nada había. Isabella era totalmente vacía. No tenía pensamientos. No tenía amigos. Nadie le importaba. En cuanto a las cartas, no eran más que facturas. Mírala, ahí, en pie, vieja y angulosa, con abultadas venas y con arrugas, con su nariz de alto puente y su cuello rugoso, ni siquiera se toma la molestia de abrirlas.
 La gente no debiera dejar espejos colgados en sus estancias."



Maravilloso cuento, aún mejor concluido.
Para VG, lectora de Woolf, y para TS que cree en la felicidad

jueves, 21 de marzo de 2019

Arte y realidad (o el curioso caso de la estatua de Carlos V)





Desde que Picasso y Braque introdujeron objetos reales, junto a imágenes pintada, en un cuadro -en vez de representarlos- a principios del siglo, y desde que los dadaístas no se molestaron en reproducir objetos sino en declararlos directamente esculturas, la diferencia esencial entre modelo e imagen, y la existencia de un doble mundo, el mundo real y el de la imaginación, ficción o ilusión (o el mundo ideal), se ha difuminado. La barrera aún existe -y existirá siempre- pero ya no podemos saber, a simple vista, ni siquiera tras cierta reflexión, si un objeto pertenece al mundo profano o al mundo del arte, i es real o es una imitación.
Este problema -o esta cuestión- no se plantea solo en el arte moderno y contemporáneo occidental. Se ha dado también en otras épocas.
Es conocido el curioso caso -no único, aunque escasean ejemplos parecidos- de la estatua de Carlos V, del escultor manierista italiano Pompeo Leoni. La escultura, de bronce, a tamaño superior al natural, representa al emperador pisoteando a la personificación del Furor encadenado. El porte altivo y sereno, recto del monarca, sobre una alegoría de las bajas o tumultuosas pasiones. La contención frente a la desmesura.
El conjunto parece no presentar problemas "ontológicos". Cae dentro del arte mimético. Se trata de un retrato idealizado del monarca, quizá tomado del natural. Imitación detallista, pero que ennoblece a la figura. Es cierto que la obra conjuga un retrato de una figura real, existente, con una imagen de un ser inexistente, de un ser que no s un ser, sino la plasmación de un estado o movimiento anímico. La obra compone pues el porte externo del emperador, que expresa su contención anímica, con la figuración de una pasión violenta, que bien pudiera ser la suya si no se contuviera. Si así, fuera, la obra mostraría dos estados anímicos del monarca, o su figura externa y su estado de ánimo interno.
Se trataría, desde luego, de una obra mimética más compleja de lo que parece, pero el arte nos ha acostumbrado desde casi siempre, a contemplar seres existentes con figuras imaginarias (dioses, héroes, monstruos) en una misma composición, si bien es cierto que estas figuras que nos parecen imaginarias o inexistentes hoy, eran consideradas, en la antigüedad -y hoy en día, en el arte religioso- tan reales como los seres de carne y hueso. 
La complejidad, sin embargo, reside en otro aspecto de la obra. El monarca porta una coraza. El problema se plantea cuando inquirimos sobre ésta. ¿Es una imitación? Leoni pidió que se le autorizara a dotar a la estatua de una coraza: una "verdadera" coraza, que se pudiera poner y sacar. La estatua, por tanto, se compone de una figura desnuda revestida que se puede desvestir. Este hecho, en sí, no es singular. Las tallas barrocas están en ocasiones vestidas con ropajes o telas auténticos. Ya la estatua de culto de Atenea, en la antigüedad, portaba una túnica tejida y bordada por las jóvenes atenienses. La conjunción de una imagen y de un vestido idéntico al que portan los humanos, no es un hecho extraordinario.
Lo singular, sin embargo, en el caso de la estatua de Carlos V, es que la coraza fue ejecutada, cincelada por Leoni. Éste no reprodujo ningún objeto existente, sino que lo creó, con el mismo material con el que se forjan las corazas. ¿A qué mundo pertenece este objeto? ¿Al mundo de los seres y enseres, o al de las imágenes? La coraza elaborada por Leoni bien podría ser portada por cualquier ser humano. Carlos V hubiera podido llevarla. Lo curioso es que no existe diferencia alguna entre una coraza y una imitación de coraza. El procedimiento, el material, las medidas son las mismas en un caso y en otro. Pero en un caso, la coraza es un útil al servicio de un ser humano, y en otro, de la imagen de aquél. Por lo que no se acaba de saber si, como en el arte religioso, o en los cuadros cubistas, estamos  ante la conjunción de dos mundos en un mismo plano, o si la coraza deviene una imagen al arropar a la imagen del monarca, imagen que se vuelve realidad cuando la estatua es desvestida. ¿Cambia el estado o el estatuto de la pieza cuando abandona el mundo real para arropar una ficción? Una pregunta que quizá no tenga respuesta. En todo caso, un ente que cambia de naturaleza según dónde se ubique, es un ente prodigioso que no solo existe en la magia y la religión, sino también en el arte, un mundo que tiene la capacidad de alterar sustancialmente todo lo que cruza el espejo, siendo y no siendo.

miércoles, 20 de marzo de 2019

THEASTER GATES (1973): ARTE Y ARQUITECTURA












De formación urbanista (ceramista y estudioso de las religiones -que son prácticas que "religan" a los miembros de una comunidad en una proyecto esperanzador común), la obra más conocida del artista de Chicago Theaster Gates - los Dorchester Projects , a través de la Rebuid Foundation que ha creado- consistió en la adquisición, renovación o reconstrucción, mediante fondos obtenidos gracias a la venta de obras plásticas, compuestas a partir de materiales de derribo obtenidos de las casas en restauración -losetas de mármol, por ejemplo- de casas de madera, o de edificios que fueron importantes para la vida de un barrio, como cines, abandonados, en vecindades marginadas del sur de Chicago, para convertirlas en centros de arte, archivos y bibliotecas que ayuden a la revitalización del barrio. Su obra suele evocar cómo volver a tejer relaciones en comunidades devastadas.
Las acciones para la mejora de los barrios, llevadas a cabo de común acuerdo con los vecinos, tienen cierto aspecto ritual o "performativo" que dan "sentido" a los gestos y acciones efectivos, que logran modificar tanto la realidad cuanto la imagen que se tiene de ella, la realidad, el talante y la imaginación, logrando que, poco a poco, nuevos vecinos se sumen a los proyectos.