Salvo cuando los retratados posan, inmóviles, conteniendo en gesto y la expresión, en un entorno tan detenido como las figuras tiesas, la fotografía congela el movimiento, lo que permite descubrir, de pronto, lo que no se percibe en la realidad: el espacio entre las figuras, y las relaciones distantes, indiferentes o tensas entre ésta.
El mundo se convierte en un mosaico en el que las piezas, los entes y los seres encajan, adquiriendo igual importancia. La diferencia jerárquica entre el fondo y la figura desaparece. Un detalle se alza o se realza, un gesto imperceptible en el curso del tiempo, ordena el espacio, y el espacio ya no es un receptáculo que acoge y da prestancia a figuras, sino que éstas, por el contrario, ordenan el espacio y destacan sus cualidades que se plasman entre -y no alrededor o detrás- de las figuras.
La fotografía, contrariamente a la pintura que cree en la ilusión -que podrá sugerir un volumen-, concede igual relieve a todo lo que se muestra como un encaje de manchas. La fotografía se acerca más al relieve que a la pintura ilusionista.
La fotografía no culmina y resuelve el sueño ilusionista de la pintura renacentista (en el que quizá solo Piero della Francesca no creyó), sino que la neutraliza. Todo lo que el objetivo capta y se imprime en el papel -en el caso de las fotografías analógicas- adquiere igual importancia. Todo -y nada- se palma, todo está al alcance de la mano; el espacio entre las formas no es un agujero, por el que la mano se colaría si el cuadro permitiera adentrarse en él, sino que adquiere la misma densidad, igual consistencia que las figuras.
El gran fotógrafo Bernat Massat, a quien se dedica una
exposición antológica en el centro la Tabacalera de Madrid, supo -o sabe aun- retratar los intervalos, suspendidos entre las figuras, convertidas en sombras, casi en pautas para ordenar el espacio.