La imagen parece una ilustración de la actitud estética que se pide se tenga ante una obra de arte: una actitud reverenciada, a cierta distancia, contemplando intensamente la obra, disfrutándola al mismo tiempo que tratando de alcanzar su significado, poco evidente, aunque perceptible a través de las formas pintadas.
La escena revela la relación que se establece entre el espectador y la obra. Dicha relación no está equilibrada. el espectador (la espectadora en el ejemplo anterior) parece fascinado y sometido por el cuadro que exhibe un singular poder. Detiene e impone el silencio.
La actitud de Madeleine es lo más parecido a la que se tiene en un templo: recogimiento, sumisión y silencio, aunque en este caso, la mirada no baja sino que parece hipnotizada por los ojos de la figura retratada.
Cuando se entra en un museo, sobre todo en tiempos difíciles como los de hoy, en los que nadie se acerca, y las salas permanecen vacías, apenas controladas por vigilantes que cabecean, se tiene la sensación de hollar el castillo de la Bella Durmiente. Pese a sus riquezas de todo tipo, un museo no es una tumba, sino un espacio en el que el tiempo se hubiera detenido. Las figuras no han muerto, no están embalsamadas, ni el polvo las cubre: tienen los ojos abiertos y nos siguen con la mirada, todo y permaneciendo inmóviles. Todo lo que puebla el museo se halla bajo protección: figuras y objetos descansan en urnas, paramentos de vidrio, mesas acristaladas, bases y peanas. El tiempo se ha detenido. Cada cosa está en su sitio. Las figuras son conscientes de nuestra llegada pero permanecen quietas. Un sin fin de objetos enigmáticos, hechos con todo tipo de materiales, de tamaños muy distintos, se encuentran dispersos, pero ordenados por las salas. Parecen valiosos amuletos e instrumentos de uso desconocido. En cuanto a las figuras, pintadas o esculpidas son efigies de mortales e inmortales, de vivos y muertos, de dioses, héroes y de humanos, de seres reales, imaginados e imaginarios, del pasado y del presente -y del futuro. incluso-, padres, hijos y antepasados, o que existieron en la tierra o en sueños. Nada ni nadie se mueve; tan solo pantallas de televisor y paredes sobre las que se proyectan filmaciones, sonoras o en silencio, permanentemente, ante nadie, están en marcha, como si los espectadores se hubieran ido, olvidándose de interrumpir las proyecciones, o estuvieran dispuestas para unas próximas visitas. Esas extrañas ventanas son lo único que enmarca escenas en movimiento, un movimiento que no cesa, que se repite en bucle, sin que se sepa porqué.
Las obras no parecen aguardarnos, pero se tiene la sensación que son conscientes de nuestra presencia. Algunas se resisten a ser descifradas. Parecen compuestas en un lenguaje desconocido y encapsular contenidos cifrados. Pero, en ningún caso nos expulsan de su espacio. Entre indiferentes, adormecidas y sintiéndose superiores, las obras nos dejan circular entre ellas y rodearlas, como si fueran conscientes que estamos de paso, y que la salida nos aguarda al final del viaje. Otros seguirán nuestros pasos; y también deberán seguir avanzando. Por mucho que Madeleine quisiera confundirse con la figura del cuadro, no pudo quedarse. Tan solo las obras permanecen y perduran.
Recorrer un museo es recorrer, en un tiempo concertado y en un espacio acotado, una vida, o múltiples vidas. Un museo es un condensado de vidas de las que aprendemos para, a la salida enfrentarnos a la vida, mas y mejor preparados tras la serenidad que un museo transmite.
Pro esas lecciones requieren tiempo, un tiempo del que creemos estamos privados o que no queremos perder sin darnos cuanta que la pérdida nos aguarda fuera de los muros del museo.