martes, 1 de septiembre de 2020

DAVID CHIPPERFIELD (1953): NUEVO CEMENTERIO SAN MICHELE, VENECIA (1998-2017, 2020-)

 



























































Fotos: Tocho, agosto de 2020


Cuatro patios a cielo abierto, cuatro claustros más bien, tres de basalto y uno de piedra blanca, delimitados por muros ciegos, a los que se accede por estrechas escalinatas -los recintos no están a nivel del suelo: se alzan levemente del entorno pavimentado- dedicados a los arcángeles. Entre las cajas negras, una plaza arboladas con bancos de piedra.

En las esquinas del pórtico continuo de cada recinto, una bañera de piedra negra con un caño sencillo, para el agua de los pequeños jarrones funerarios. En el interior de los claustros, los nichos, señalados por lápidas, distribuidos en pisos, miran hacia un jardín recoleto verde en el que destaca una amplia pila de la que mana agua que cae, recogida por una acequia que rodea la base de la fuente.

Las formas, las proporciones, los materiales, las texturas o los colores, el rumor del agua, suscitan paz.

Sin embargo, los venecianos siguen prefiriendo el ajado cementerio cercano, alrededor de dos patios renacentistas carcomidos por la humedad. 

El cementerio seguirá creciendo en una pequeña isla proxima.

miércoles, 26 de agosto de 2020

WEEKES, REMI & WHITE, LUKE (CONOCIDOS COMO: TELL NO ONE): METAMORPHOSIS: DIANA AND ACTEON (TITIAN 2012)



Espléndida interpretación del mito griego de Ártemis (Diana) y Acteón, éste último convertido en un ciervo, perseguido por sus perros, un dia de caza en que, adentrándose en el bosque, sorprendió a la diosa Diana bañándose en un estaque.

El cortometraje, premiado en el Festival de Cannes de 2013, se inspira en el cuadro de Tiziano sobre el mito, tal como lo narra el poeta romano Ovidio.

Filmado por el dúo, conocido como Tell No One, de jóvenes directores británicos Weekes y White.

La imitación (Douglas Sirk: Imitación a la vida, 1959)


 


Aunque el título en español quizá no sea una correcta traducción del inglés (se imita a alguien, pero el resultado es una imitación de alguien), Imitación a la Vida, el melodrama de Douglas Sirk (1897-1987) de 1959, con Lana Turner (1921-1995) -y parcialmente basado en su vida-, que Televisión Española (tve2) proyectó -sorprendentemente- ayer noche, plantea una duda.

El título, sin duda, alude a la carrera de la protagonista, una actriz de teatro, viuda de un gran director de teatro,que se traslada a vivir en un mísero piso en Coney Island, cabe la popular playa de Nueva York, para proseguir con su carrera, ya sin la ayuda de su marido, y que va de fracaso en fracaso, de negativa en negativa, con tan solo los escasos ingresos por participar en anuncios ridículos -gracias a su físico, no a sus dotes interpretativas.

Agentes tratan de abusar física y emocionalmente de la actriz, hasta que un ensayo que se tuerce, de pronto, la suerte cambia; empieza a encadenar éxito tras éxito, se muda a una mansión en California y obtiene un primer papel protagonista en una película europea: la gloria.

Mientras, su vida personal se derrumba. Apenas trata a su hija, no está casi nunca en casa (de la que huya hacia los focos y, sobre todo, el espacio del escenario), no conoce a su asistenta que hace las veces de madre de la hija de la actriz,  y maltrata -o, mejor dicho, trata como si de un útil se tratara- a un callado admirador que la ayuda.

El teatro, y el cine, proponen historias que imitan a la vida. Ella actúa o parece actuar siempre. Solo es "natural" y creíble en el teatro. Solo "es" ella cuando interpreta. Es decir, está siempre posando; "es" los personajes que interpreta; vive a través de ellos; su rostro es una máscara. No se viste, se disfraza; "imita" -perfectamente- la vida.

¿Es así? ¿Qué imita a qué?

Para Aristóteles -y para el Renacimiento, más aristotélico que platónico-, el arte, tanto plástico cuanto literario y de la escena, es una versión mejorada de la vida. La creación divina pudo ser perfecta en el origen; pero la materia fue limando, gastando sus formas, cada vez más cansadas. El arte devolvía la prestancia a la creación. La mostraba tal como fue. El arte devolvía el esplendor a la creación de los inicios. Contribuía a engrandecer el poder creador de la divinidad. La imitación, en este caso, no era una pálida o deformada copia de la realidad, como pensaba Platón -una copia prescindible o condenable, pues atentaba contra el fulgor de la creación divina y, peor aún, sustituía a ésta, ofreciendo una imagen seductora pero vacua-, sino un remedio que, en efecto, hacía olvidar la realidad, lo que la realidad "es": la grisura, la pobreza de la realidad cotidiana, su nadería o insignificancia, su "cotidianidad" y constante repetición, restaurando su prestancia, luminosidad, singularidad o excepcionalidad.  Si la imitación degrada lo que se imita, según Platón, el arte, según Aristóteles, no imitaba. La relación entre imagen y modelo se trastocaba e invertía: era la vida la que se mostraba como una imitación de un modelo originario que el arte restituía con toda su fuerza, pureza, dureza -la dureza de un diamante. 

Y ésta es la creencia de la actriz -y de cualquier actor. No imita, sino que crea, gestos y gestas, compone figuras dignos de ser imitaciones, a partir de los cuales, los espectadores modelamos, componemos nuestra vida, sin alcanzar nunca la perfección de la vida que el arte propone. 

Lo que la película nos muestra es una versión mejorada de la vida, cómo debería ser la vida para ser plena, una vida en la que no existen obstáculos ni decepciones; una vida sobrehumana, digna de dioses, quizá fuera de nuestro alcance, una vida soñada que nunca tendremos, por suerte o por desgracia.   

lunes, 24 de agosto de 2020

VOLTAIRE (FRANÇOIS-MARIE AROUET, 1694-1778: "LO BELLO", DICCIONARIO FILOSÓFICO (PORTÁTIL), 1769

 

BELLO

(...) No deja de ser curioso conocer cómo se expresa un griego al tratar de lo bello dos mil años atrás. «Purgado el hombre por medio de los misterios sagrados, al ver un bello rostro decorado con forma divina, o alguna especie incorporal, siente en seguida secreto estremecimiento y cierto temor respetuoso, y contempla ese semblante que se le figura una divinidad. Cuando la influencia de la belleza le entra en el alma por la vista, su cuerpo entra en calor, se rocían las alas de su alma, pierden la dureza que retenía su germen, se licua, y sus gérmenes, hinchados en las raíces de esas alas, se esfuerzan para salir por toda el alma.» (Porque antiguamente el alma tenía alas.)

Me avengo a creer que es bello ese discurso de Platón; pero no nos da ideas exactas de la naturaleza de lo bello.

Preguntad a un sapo lo que es la belleza, el ideal de lo bello. Os contestará que es la hembra de su especie, con dos ojos gruesos y redondos que resalten de su pequeña cabeza, con boca ancha y aplastada, con vientre amarillento y espalda obscura. Preguntad a un negro de Guinea; para él la belleza consiste en la piel negra y aceitosa, en los ojos hundidos y la nariz chata. Preguntádselo al diablo, y os contestará que la belleza consiste en un par de cuernos, cuatro garras y una cola larga. Consultadlo por fin a los filósofos, y os contestarán por medio de galimatías que no comprenderéis, porque le falta algo que esté conforme con el arquetipo de lo bello en su esencia.

Asistí un día a la representación de una tragedia y estuve sentado al lado de un filósofo, que exclamó: «¡Eso es bello!» «¿Qué encontráis de bello en esa obra?», le dije. «Que el autor haya conseguido lo que se propuso.» Al día siguiente el filósofo tomó una medicina y le probó bien. «Esa medicina consiguió su objeto —le dije yo—; luego es una bella medicina.» En seguida comprendió el filósofo que no se puede decir que una medicina es bella, y que para aplicar a alguna cosa el calificativo de belleza es indispensable que ésta nos produzca admiración y placer, y convino conmigo en que la tragedia que vimos representar inspiraba esos dos sentimientos.

Con el mismo filósofo hice un viaje a Inglaterra, donde vimos representar la misma obra, perfectamente traducida, y en aquella nación hizo bostezar de fastidio a todos los espectadores. Entonces el filósofo exclamó: «No tienen la misma idea de la belleza los ingleses que los franceses»; y dedujo, después de muchas reflexiones, que lo bello es frecuentemente muy relativo, como lo que es decente en el Japón es indecente en Roma, y como lo que está en moda en Paris no lo está en Pekín, y se ahorró el trabajo de componer un largo tratado de lo bello.

Hay acciones que en todo el mundo son bellas. Dos oficiales de César, que eran enemigos mortales, se desafiaron, no a matarse el uno al otro, sino a ver quién defendería mejor el campamento de los romanos, que los bárbaros iban a atacar. Uno de ellos, después de rechazar a los enemigos, iba a sucumbir, y el otro acude en su ayuda, le salva la vida y consiguen la victoria. Un amigo se deja matar por otro y un hijo por su padre; todas las naciones, indistintamente, dirán que esos actos son bellos, que los admiran y que les producen placer. Lo mismo dirán de las grandes máximas de moral de la obra de Zaratustra. «Cuando dudes de la justicia de un acto, abstente de practicarlo»; y de esta otra de Confucio: «Olvida las injurias, pero no te olvides nunca de los beneficios.»

El negro de ojos redondos y nariz chata, que no llamará bellas a las damas de las cortes europeas, llamará bellos esos actos y esas máximas; hasta el hombre perverso reconocerá la belleza de las virtudes que él no se atreve a imitar. Lo bello que sólo hiere a los sentidos o la imaginación es muchas veces incierto y variable; pero lo bello que hiere al corazón nunca lo es. Hablaréis con muchos lectores que os digan que no han encontrado bellezas en las tres cuartas partes de la Ilíada; pero no encontraréis ninguno que no reconozca que el sacrificio que hace Crodo por su pueblo es superiormente bello, suponiendo que sea verdad.

El hermano Attiret, jesuita, hijo de Dijon, empleado como dibujante en la casa de campo del emperador Kang-hi, situada a poca distancia de Pekín (1), dice en una de las cartas que dirigió a M. Dassant lo siguiente:

«Esta casa de campo es más grande que la ciudad de Dijon; está dividida en muchos edificios edificados en la misma línea; cada uno de esos palacios tiene patios, parterres, jardines y juegos de agua, y todas sus fachadas están barnizas: llenas de pinturas y de adornos de oro. En el vasto recinto del parque se han levantado a mano varias colinas que tienen de altura desde veinte a sesenta pies. Riegan los valles infinidad de canales, que van muy lejos a juntarse, formando estanques y mares en miniatura. Puede pasearse por esos mares en esquifes barnizados y dorados, que tienen doce o trece toesas de longitud y cuatro de anchura. En esos barcos hay salones magníficos, y las playas de esos canales, de esos estanques y de esos mares están salpicadas de casas construidas de distintas maneras; todas ellas tienen jardines y cascadas. Desde cualquiera de los valles se pasa a los demás por grandes andenes, que están adornados con pabellones y con grutas; los valles se diferencian unos de otros; el más vasto está rodeado de columnas, detrás de las cuales se elevan magníficos chalets, y sus departamentos corresponden a la magnificencia de las fachadas; los canales tienen muchos puentes, rodeados todos éstos de balaustradas de mármol blanco esculpidas con bajos relieves. En medio del mar se ha elevado un gigantesco peñasco, sobre el que han construido un pabellón cuadrado que contiene más de cien habitaciones, y desde ese pabellón se ven todos los palacios, todas las casas y todos los jardines que encierra el inmenso recinto. Cuando el emperador da alguna fiesta, todos los edificios se iluminan instantáneamente, y en cada uno de ellos disparan fuegos artificiales. Al extremo de lo que llaman el «mar» se instala una gran feria, que disponen los oficiales del emperador, y muchísimos buques vienen por el «mar verdadero», trayendo gente a la feria. Los cortesanos se disfrazan de comerciantes, de vendedores y de obreros de todas clases; unos ponen un café, otros una taberna, unos hacen de rateros, otros de alguaciles que los persiguen. El emperador, la emperatriz y las damas de la corte van a la feria a comprar toda clase de ropas, y los supuestos vendedores los engañan siempre que pueden, diciéndoles que es vergonzoso regatear a señoras tan principales, y ellas contestan que tratan con bribones; los comerciantes se incomodan y quieren marcharse de allí, y tienen que apaciguarlos; entonces el emperador lo compra todo y lo divide en lotes, que se quedan y pagan los personajes de la corte.»

Cuando el hermano Attiret desde la China regresó a Versalles, le pareció que esta ciudad era pequeña y triste. Varios alemanes que se extasiaban recorriendo sus jardines se quedaron asombrados de que al hermano Attiret no le llamaran la atención. El ejemplo que acabo de exponer es una razón más que me decide a no escribir un tratado sobre lo bello.

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(1) Esa casa de campo era el famoso palacio de verano que en 1860 saquearon los ingleses y los franceses. -N. del T.

domingo, 23 de agosto de 2020

Q (QAnon) -JULIO CÉSAR VANINI, 1585-1619-

 Se negaba a abrir la boca y sacar la lengua para que se la cortaran. El verdugo tuvo que forzar la introducción de unas tenazas, estirar la lengua y arrancarla. El aullido del reo encogió incluso a los curtidos espectadores. Luego lo estrangularon y prendieron fuego a la hoguera.

 Julio César Vanini (1585-1619) fue un filósofo y teólogo napolitano condenado a la hoguera en 1619 por el parlamento de Toulouse, en la región de Rosellón Languedoc, el sur de Francia -se trataba del palacio de justicia- (y no por la Inquisición), a causa de rumores, infundios y maledicencias que se propagaron sobre él. Se le acusaba de brujería e impiedad. Así, por ejemplo, se descubrió, en una forzada inspección doméstica, que tenía un sapo en su casa: era la prueba definitiva que se buscaba. 

Teólogo católico, se convirtió al anglicanismo en Londres, antes de volver al catolicismo. Era todo menos ateo -pero denunciaba la manipulación de las conciencias por parte del clero-, pero fue acusado de ateísmo. Defendía la existencia de Dios en -o como- la naturaleza. Esta afirmación tenía como consecuencia que cielo y tierra no estaban separados, y que ambos eran relativamente perfectos. El perfectamente ordenamiento, la regularidad de los tránsitos terrenales eran la prueba de la divinidad del mundo. Mientras el mundo era eternamente el mismo en medio de los cíclicos cambios, el ser humano y los simios tuvieron un ancestro común -una afirmación que se anticipó tres siglos a la intuición de Darwin.  Los teólogos se aliaron para buscar y rebuscar en sus escritos frases que pudieran dar pie a la acusación de ateísmo. durante el juicio, proclamó su creencia en la divinidad. La defensa de la fe pareció demasiado perfecta. Se rumoreaba que mentía, que se burlaba de los jueces. 

Hoy, creemos que nuestros tiempos están marcados por la difusión de las noticias falsas que buscan socavar reputaciones y derribar gobiernos.

La aterradora historia de Vanini muestra lo contrario. Los noticias falsas podían llevar a la hoguera. Hemos evolucionado. Hoy, solo llevan a eliminar perfiles de Instagram.

     

sábado, 22 de agosto de 2020

Ídolos y estatuas (El padre de Abraham)

 Es a la lectura del Diccionario filosófico de Voltaire (en verdad, un diccionario teológico consistente en diatribas, muy bien documentadas, contra las religiones monoteístas), la que me ha puesto sobre la pista de Tareh, padre del patriarca Abraham, en quién no había caído -pese a ser una figura conocida y reconocida.

Para Voltaire, Tareh era un ceramista: un artesano. Esta información es lógica, pues si tradicionalmente Tareh es presentado como un tallista, poseía un horno -necesario para cocer el barro.

Tareh era un escultor: tallaba figuras de madera, efigies divinas -quizá naturalistas-, consideradas ellas mismas como dioses a las que se rezaba. Su hijo, Abraham, las destruyó, lo que le llevó a ser ejecutado en el horno encendido de su padre, dónde Yahvé le protegió.

Tareh vivía en la ciudad sumeria de Ur, llamada Ur de Caldea. Vivió centenares de años. Tuvo a Abraham siendo casi centenario. Y un día juntó a su familia y decidió, nadie supo porqué, emigrar a Canaan (Líbano), si bien solo alcanzó la ciudad de Haram (hoy en Anatolia), que Abraham, a la muerte de su padre, abandonó para llegar a su destino, Canaan. 

El aniconismo del arte religioso hebreo y musulmán,  la condena de la figuración antropomórfica como representación divina, nace con Abraham; es decir, antes del patriarca, el arte semita era figurativo, como el que practicaba su padre Tareh. 

Las estatuas naturalistas requieren un lugar propio. Centran el espacio y son el centro de atención. Se contemplan y contemplan a quienes se agrupan ante ellas. Tienen ojos para observar y mandar sobre los humanos. Estas estatuas solo pueden hallarse en el centro de comunidades, estabilizadas, centradas gracias a la presencia de aquéllas.

Las efigies anicónicas, los pequeños betilos no son de ningún lugar; ni miran a nadie, ni cruzan la mirada con nadie, no devuelven la mirada de nadie. Son ciegas. Por eso, son de aquí y de allá, pueden desplazarse porque no arraigan en ningún sitio, van dando tumbos, palos de ciego. Están siempre en movimiento, como unos cantos rodados, transportadas aquí y acullá.

El paso de la teoría del arte de Tareh a su hijo Abraham significó el súbito nomadismo, desde la ciudad, la metrópoli de Ur, perfectamente organizada, a una larga travesía del desierto, para no estar sometido a la escrutadora e hipnótica mirada de los ídolos.  Sin estatuas no hay ciudades; mas, en cuanto acontecen, los humanos se enraízan. Las estatuas les señalan dónde tienen que asentarse, les entregan la tierra de la que son un símbolo.    

viernes, 21 de agosto de 2020

Botellón

 "Pero la vida discurría como siempre: vanidosa y frívola, tranquila, lujosa y solo preocupada por los símbolos de la existencia. Por culpa de esta vida se necesitaban hacer mayores esfuerzos para tener consciencia de la difícil y peligrosa posición del estado. Así eran también las salidas, incluso los bailes, el teatro francés, los intereses de la corte, los líos amorosos del servicio y el comercio. Solamente en las más altas esferas se realizaban esfuerzos para recordar la situación en la que se encontraba el estado."

(TOLSTOÏ, LEV: Guerra y Paz, VII, 17)


Tolstoï describe la vida de fiestas incesantes mientras el estado ruso se desmorona, Napoleón ha invadido Rusia, el ejército ruso se bate en retirada desordenada, y Moscú finalmente cae, es ocupada e incendiada. 

Cuando la situación del Rusia escapa a todo control, los comercios cierran o se saquean, los muertos se acumulan y los hospitales ya no pueden atender a más heridos y enfermos -impresiona la descripción de una amputación- la fiesta y la bebida, como si nada ocurriera, estalla y sigue como nunca.

No, Tolstoï no era un profeta.