sábado, 8 de junio de 2024

Harte









El mundo del arte moderno es fascinante. 

Se venden pongos a precio de oro, latas oxidadas con mierda de artista pasada, de los años cincuenta, esculturas hechas de grasa o de chocolate mohoso a precio de lingote, que no de tigretón del Día, o telas bordadas en talleres afganos por tejedoras anónimas, firmadas por un genio que las ha encargado por teléfono, a precio que no alcanzarían bocetos de da vinci hallados en un olvidado desván, aunque es cierto que unos crops de plástico amarillo de alta costura que no pasarían el filtro de un todo a cien se promocionan como si fueran exclusivos stiletos de cocodrilo, y unos tejanos con remiendos y rasguños de “marca” cuestan lo que un traje de novia dieciochesco de seda hilada a mano, y se alquilan legal y ledamente, a plena luz, zulos sin luz en una zona industrial que encentan, como si fueran mansiones con vistas a puerto banús.

Por lo que no deberíamos molestarnos en arquear, siquiera levemente, el cejo derecho al leer que se subasta, hoy, por trescientos mil euros, precio de salida -no nos hagamos ilusiones-, una reproducción de una postal turística (el colmo de la sofisticación artística), adquirida en una tienda que también venden llaveros con torreeifeles de plástico dorado, con la imagen de la Mona Lisa sobre la que, casi un siglo ha, el llamado padre del arte moderno, Duchamp garabateó unos pelillos en el bigote y en la perilla de la susodicha y títuló LHOOQ, que leído en francés suena a…., una expresión ingeniosa que un adolescente la cara llena de granos quizá se habría dignado anotar para enviársela a su prima, y sobre la que se han escrito tratados “hermenéuticos” más densos que los antiguos listines telefónicos en varios volúmenes.

Una ganga, casi un saldo. Hace ocho años, otra copia idéntica se vendió por un millón doscientos cincuenta mil dólares (el doble del precio de salida). Y más que se venden, con precios de salida variados, pero siempre con un mínimo de seis cifras.

Así, otro ejemplar (el arte moderno aprecia la serie como si fuera obra única) se vendía, primer precio, por ochocientos mil dólares.

Y se acompañaba de un escrito, casi un tratado sobre el género.


Es la economía, estúpido.

 

viernes, 7 de junio de 2024

Maqueta

Azorín logró un prodigio en su novela Doña Inés. El título de la misma se refiera a una mujer. Mas, los protagonistas de la novela no son de carne y hueso, sino de tela, de metal, de piedra, madera y cristal. Objetos cotidianos minuciosamente descritos, convertidos en los dueños inmóviles de la estancia que los envuelve, vestidos y brocados que recubren y suplantan a los personajes que los portan. Un mundo poblados de objetos menudos, dotados de vida propia, como si un bodegón de Morandi, o una naturaleza muerta barroca se animaran y relegaran a las figuras humanas convertidas en comparsas. Una novela única de frases cortas, tan escuetas que a veces se reducen a tres palabras. Palabras que son cosas. Palabras escritas que son casi jeroglíficos o signos cuneiformes: más que designar, son las cosas a las que nombran. Las cosas son palabras, y los capítulos del libro, tan escuetos, instantáneas, detalladas, de un interior: son el interior detallado. Una multitud de cosas que pueblan los interiores, como pueblan las palabras las hojas del libro. La antítesis de las novelas de Juan Benet, por ejemplo, cuyas descripciones minuciosas, empero, posiblemente deban mucho a Azorín. 

Entre los objetos que organizan (o suplen) la vida de doña Inés se hallan dos maquetas de arquitectura, dignas de verse. Doña Inés no duda en acudir a su exposición pública. Maquetas expuestas y que constituyen el objetivo de un paseo, como lo pudiera ser una obra de arte. Maquetas que se exhiben como un espectáculo, que atraen la atención y organizan el día a día de doña Inés, cuya actividad consiste en recorrer la ciudad y acudir al reclamo de las maquetas.
Éstas son las célebres maquetas de madera del palacio real de Juvara, y la maqueta del puerto de Cádiz. Dos piezas que se han alzado al estatuto de obra de arte y que deben contemplarse como quien atiende a un cuadro, una talla o una reliquia.

Azorín se documentaba. En ocasión la documentación mutaba en plagio. La descripción de la ubicación de la maqueta del palacio está literalmente transcrita del libro de Antonio Ponz, Viaje a España, en cuyo sexto volumen describe la susodicha obra“se exponía en el taller que se halla debajo del arco que comunica el jardín de la Botica real”. 

En cuanto “al modelo del puerto y ciudad de Cádiz, (…)" Azorín precisa -desconozco la fuente a la que el escritor recurrió- que " estaba en el Buen Retiro” (Doña Inés, XIII).

La maqueta del Palacio Real ha sido abundantemente estudiada. Su destino final era la de ser mostrada públicamente, exhibida a la vista de todos, como un objeto aislado, con vida propia, libre de la servidumbre de la obra construida. Una maqueta que se debía apreciar por sí misma, sin tener en mente que se trataba de un proyecto que culminaba con la obra construida, y cuya razón de ser dejaba de tener sentido o validez una vez el palacio edificado.

La maqueta desapareció. Su rastro se perdió. Sin embargo, Elías Tormo escribió en Las iglesias de Madrid que "el modelo corpóreo del Palacio Real, que costó un capital en tiempos de Felipe V, que se guardó singularmente en los reinados sucesivos, que estuvo expuesto, bajo Isabel II, en Galería pública (...) se vendió poco después en un Museo público como madera vieja para el Rastro (...), el más lamentable e inexplicable caso de pérdida". Acertara o no en su afirmación no lo podemos saber. 

Pero lo que sí se desprende del texto de Azorín, en consonancia con los deseos de Juvara, es que las maquetas trascendían su meta función proyectual. Existían para ser admiradas y su visión podía dar sentido a un día de una una vida sin sentido como la vida de doña Inés.


Véanse:

BLANCO MOZO, J.L. (2022): “Filippo Juvara y la maqueta del Palacio Real Nuevo de Madrid: el proceso creativo de un proyecto arquitectónico frustrado”, Academia, 124, p. 24, n. 44

CATENA, E. (1983): edición crítica de Azorín: Doña Inés, p. 106, n. 24

PONZ, A. (1723): Viage de España, en que se da noticia de las cosas más apreciables, y dignas de saberse, que hay en ella. Tomo VI, Madrid y sitios reales inmediatos, pp. 100-102

TORMO, E. (1927): "Adiciones y rectificaciones. Núm. 20; Capilla Real", Las iglesias del viejo Madrid. A. Marzo, fascículo 2, p. 209-210 


jueves, 6 de junio de 2024

Prestar atención (o: teorizar)

La expresión prestar atención, en español, puede quizá ser interpretada de un modo particular por los catalanohablantes. En efecto parar atenció significa, ciertamente reparar, es decir volver a detenerse, no pasar de largo, pero el sentido más habitual es el que, en español, se traduce, en verdad, por estar atento. Tener cuidado, evitar cualquier sorpresa, que es lo que pretendemos cuando estamos atentos, tensos para abortar cualquier daño y obviar un obstáculo, sin embargo, es el efecto contrario que se persigue cuando se presta atención, dado que, en este caso, la sorpresa es bienvenida. De hecho, buscamos bajar las armas y dejarnos ir para que lo inesperado nos alcance.

Podemos intuir el significado de prestar tan solo “prestando atención” al verbo. Deriva del latín praestare, que contiene el verbo estar. Prestar es estar presto: fijo, de pie en un sitio. Quieto, seguro de donde nos hallamos, en medio de un lugar que nos inspira confianza. Esta tranquilidad viene dada por el lugar y por lo que tenemos delante: un ente hacia el que tendemos, atraídos por él. Adtendere, en latín, significa tender hacia un objeto o un lugar. Lo que se encuentra ante nosotros nos llama la atención. Dirigimos nuestros esfuerzos y desvelos hacia dicho ente, con los ojos bien abiertos, los sentidos despiertos por lo que nos atrae. 

Prestar atención conlleva olvidarse del mundo habitual, fascinados por un ser o un ente, por el mundo que encierra y nos brinda. No cabe amenaza, sino una apertura de miras; un beneficio que nos enriquece y nos colma. 

Mas, prestar no es dar o conceder para siempre. La prestación, el préstamo es un acto de generosidad hacia quien tiene una deuda. Desinteresadamente, lo transmitimos lo que le hace falta. Pero, esperamos -y estamos seguros que así acontecerá- que lo que brindamos, algo de lo que nos desprendemos, nos será devuelto (cuenco sea posible), sin que sea necesario que recordemos la deuda contraída. Una deuda que se salda sin que exijamos ningún interés. Un préstamo sin interés es una cesión temporal que beneficia, física y espiritualmente a ambos bandos.

Así que la atención que prestamos a una obra nos es devuelta por ésta. La obra nos hace sentirnos bien. Nos damos cuenta que se fija en nosotros y nos mira. Da sentido a nuestra vida. Forma ya parte de ésta. Entre en nuestro entorno. Nos acompaña. Y su pérdida se siente como un daño que nos afecta. A partir de entonces, nos podemos sentirnos desvalidos, a la intemperie, a merced de cualquier mal.

La atención prestada nos liga a una obra que responde por nosotros. Nos sentimos legítimamente orgullosos que decida estar con nosotros. Gracias a nuestra atención el objeto ha cobrado vida. No era nada. Desde que atendemos a lo que muestra, deja de ser un ente gratuito, innecesario, prescindible, sin nada que decir. Le hemos permitido dirigirnos la palabra y le hemos escuchado. Y sus palabras nos han llenado de gozo o de inquietud, nos han abierto los ojos sobre el mundo o sobre nosotros, revelándonos aspectos de nosotros y de lo que nos rodea que nunca hubiéramos descubierto.

Pero la revelación solo acontece si no estamos sobre aviso. Pues entonces, lo que la obra tiene a bien decirnos no nos llega. Hacemos oídos sordos, y nos negamos mirarla. No queremos “saber” (nada de ella y de sus contenidos). Por lo que nuestro mundo se encoge, encogiéndonos con él.

Prestar atención, o teorizar, nos abre al mundo, revelándonos la otra u otras caras de la realidad que desconocemos u obviamos cuando estamos atentos a lo que viene para que no nos tome por sorpresa, sin prestar atención, para que nada nos sorprenda, y vivamos recluidos en nuestras creencias, en nuestros prejuicios, creyéndonos a salvo. Para que nada nos afecte y nos perturbe. 

El juicio estético, que emitimos cuando atendemos al mundo, consiste, tan solo, en acallar prejuicios para poder evaluar o enjuiciar razonada y sensiblemente el mundo; un mundo de cuya existencia somos conscientes, pero con el que hemos evitado, hasta entonces, tener tratos y estar en deuda con él; un mundo que se nos despliega, de pronto, ante nosotros, y nos muestra lo que nos hemos perdido hasta este momento, perdidos, recluidos en un entorno muy pequeño, empequeñecidos. 

La atención prestada nos engrandece sensible y éticamente, mostrándonos un universo más complejo, con luces y sombras, de lo que creíamos y en el que queríamos acurrucarnos para no ver, oír y sentir, ciegos, muertos ante y en él. La obra de arte nos extrae de nuestro letargo. No siempre estamos dispuestos o preparados para semejante descubrimiento. Pasar la página, cómo cambiar de lugar, provoca incertidumbre, o inquietud. 

miércoles, 5 de junio de 2024

“ AZORÍN” (1873-1967): “PALACIOS, RUINAS”, UNA HORA DE ESPAÑA, XXXVII (1924)

 Viajero: es la hora de descansar un momento. Esta es la piedra blanca en que el viajero ha de sentarse. La campiña en esta hora del crepúsculo está solitaria. Junto a la piedra se yergue un grupo de álamos. Sombrean los álamos en las horas de sol unas ruinas. Lo que fue magnifica casa de placer, levantada en el Renacimiento, es ahora una pared rota. ¡Cuántas horas deleitables se habrán pasado entre las paredes que aquí había! Por los caminos bordeados de árboles vendrían lentos los coches de los señores; acaso en un palafrén pausado caminaría gallarda la dueña de la casa. Viajero: es la hora de la meditación ante las ruinas. La campiña está solitaria. La tenue luz, amarilla, dorada del crepúsculo, se desliza oblicua, a ras de tierra. Ya dentro de unos minutos el sol acabará de desaparecer tras la lejana colina. Los álamos verdes se alzan junto al derruido paredón. Fue palacio espléndido esta ruina. En el siglo XVI todos estos palacios brillaban con la brillantez de lo nuevo. España estaba llena de palacios flamantes. La piedra acababa de ser labrada. Tenia una blancura de nieve. Las tracerías, en los los claustros y en los patios de los palacios, parecerían recortadas en blanquísimo papel.

Canteros e imagineros hacían en las callejas y en los talleres un ruido sonoro y rítmico con sus cinceles y sus picos. Se labraba con amor la piedra. De los toscos pedruscos, traídos de los montes, arrancados de las canteras, iban saliendo grifos, conchas, niños, pájaros, querubines, frutas, flores. Con fervor pasaba sus manos el artista por todas estas figuras blanquecinas, que él acababa de crear, cubiertas todavia de un polvillo ligero. En los entrepatios, en las columnas, en las ventanas, en los frisos, en las retropilastras aparecía luego todo este mundo vario y pintoresco de vivientes y vegetales. Los palacios resplandecían. Los formaban una conjunción maravillosa de fervores en el trabajo de las manos —de albañiles, canteros, herreros, estofadores, pintores, escultores— que ha desaparecido, acaso para siempre, en la especie humana.

Si desde una atalaya imaginaria hubiéramos podido ver las ciudades de España, nuestras amadas ciudades, habríamos vislumbrado en ellas, sembrados con profusión los palacios blancos. Viajero: el tiempo ha ido pasando, los siglos han transcurrido. ¿Estaban mejor antiguamente los palacios de nuestra España o están mejor ahora? Ahora tienen la dulce patina del tiempo; tienen el encanto melancólico de lo viejo. Ahora sus piedras nos dicen lo que antes no podian decir: la tragedia del tiempo que se desvanece. Viajero: es la hora de meditar ante las ruinas, y este paredón ruinoso , de un palacio que fué, aqui en la campiña solitaria, nos da tema para nuestras meditaciones. Los siglos han transcurrido. El antiguo palacio se ha desmoronado; pero aquí al lado de las ruinas, como una sonrisa en la eternidad, está este grupo de finos chopos que tiemblan levemente en sus hojas al soplo de la tarde expirante.

martes, 4 de junio de 2024

JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ, “AZORÍN” (1873-1967): QUÉ ES LA GUERRA (1929)

 “Por lo pronto, devastación, asolamiento, ruinas, muertes; luego, servidumbre, esclavitud de unos pueblos; dominación, opresión por parte de otros (…)

La guerra es opresión. Pero ¿por qué las potencias (…) no comienzan pro suprimir la esclavitud que ellas mantienen? Pueblos enteros, nacionalidades enteras, definidas, históricas, suspiran por la libertad, quieren regirse a sí mismas, verse libres de opresiones y servidumbres. Y esas potencias mantienen a millones de hombres -en Europa, en Asia, en África-, oprimidos y esclavizados. ¿Qué derecho existe para que un hombre domine a otro hombre? ¿Qué justicia puede dictar el mando de un pueblo sobre otro pueblo? ¿Razones de civilización? ¿Cuál es vuestra fórmula de civilización, representantes de los Estados que mantienen en esclavitud a otros pueblos? Habría que ver despacio -y sin sonreír sarcásticamente- las características de la civilización según la entienden todos esos gobernantes, esos políticos, esos grandes financieros, esos poderosos industriales.”

(Azorín: Andando y pensando. Notas de un transeúnte, 1929)


lunes, 3 de junio de 2024

NICOLÁS RUBIÓ TUDURI (1891-1981: IBERIA (1931)

 





La doctora María Cristina García González, de la Escuela de Arquitectura de Madrid (ETSAM) ha concluido este mediodía su ponencia Ciudades españolas y maquetas en los orígenes del urbanismo moderno, en el simposio internacional Maquetas y réplicas del patrimonio arquitectónico español, 1752-1929, dirigido por la profesora Carolina García Estévez, de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, en el Auditorio del museo del Prado en Madrid, con imágenes comentadas de un proyecto singular, ya muy estudiado por historiadores como el profesor Antonio Pizza, pero quizá poco conocido popularmente .

Se trata del proyecto de una nueva capital, llevado a cabo por el arquitecto español Nicolás Rubió Tuduri en 1931: un proyecto que se anticipada al de la nueva capital de Brasil, Brasilia, en casi treinta años. 

Si el proyecto se hubiera llevado a cabo, España hubiera contado con una nueva capital de la República Española Federal. 

Llamada Iberia, se ubicaba en Aragón. Una ciudad fluvial, a lo largo del Ebro, carente de calles y plazas, de cualquier delimitación espacial. Sobre un plano libre, extenso, ilimitado, se hubieran dispuesto una batería de rascacielos aislados, idénticos, muy separados, ubicación en formación militar como fichas de domino: volúmenes impersonales, intercambiables, entre el puerto y el aeropuerto, plantados en tierra de nadie, el por el aquel entonces desierto de los Monegros. 

La circulación mecánica hubiera discurrido en un nivel subterráneo. Los viandantes hubieran podido desplazarse en cualquier dirección en el nivel superior. 

Se trataba de una capital de tamaño modesto (150000 habitantes), voluntariamente anodina, habitada por funcionarios, árida y reseca como la tierra de acogida: una capital administrativa, construida a toda prisa, y que hubiera podido adaptarse o desmontarse en función del devenir político. 

Una lúcida, sarcástica o no, reflexión, sobre la arquitectura y el urbanismo modernos, un proyecto serio o paródico, un divertimento quizá, entre sus proyectos de jardines y parques frondosos que sí han resistido al olvido.

domingo, 2 de junio de 2024

Umbral

 Seuil, la traducción francesa de la palabra umbral, puede sonar a sol -suelo. Mientras, una rápida pronunciación de la palabra el umbral da algo así como lumbral. 

Esta supuesta palabra, lumbral, no es tal: no es una palabra inventada o mal pronunciada, sino la palabra de la que deriva finalmente umbral, y que tiene la ventaja sobre ésta que conjuga los dos significados que evoca, sin que quizá seamos conscientes, el umbral. 

Umbral aúna la lumbre y el límite, como seuil está relacionada, no es una ilusión o confusión sonora, con suelo.

El unbral es un límite entre dos mundos. Los mantiene separados, pero permite el tránsito. Estos mundos son como el día y la noche. La calidad del fuego se opone a la fría noche. La protección que aporta la lumbre se desmarca de la inseguridad que la oscuridad trae consigo. 

Pero la frontera entre ambos mundos existe para ser cruzada. No es una barrera, un muro infranqueable que impide el acceso.

 Un umbral existe para ser transitado. El umbral compone el movimiento y la quietud a la que el fuego, o el hogar invita. Un umbral es la antesala al recogimiento, que solo tiene sentido y calor como la culminación y el final de un desplazamiento. El umbral acelera la venida hacia el hogar, y frena, detiene el avance. 

Tras el cruce del umbral ya solo queda el detenimiento, es decir, el encuentro con uno mismo y con los demás.

 Las comunidades se constituyen, el diálogo se establece gracias al umbral. Éste invita a reunirse, sentarse y asentarse, obviando la soledad indeseada. Un umbral es una promesa de espacio y de vida compartidos. 

El umbral derriba un muro, sin que éste pierda su condición defensiva. Mas, tras haber superado el umbral, caen las defensas, los recelos. El espacio delimitado, cerrado por los muros, al que solo se puede acceder a través del umbral, invita a la apertura, al abrirse a los demás, sin que por otra parte, el ensimismamiento, que solo se da en un espacio recoleto, a solas con uno mismo, esté proscrito. 

El umbral articula valores contrarios que confluyen en este paso, gracias al cual se transforman, se dan la vuelta. El desplazamiento y el emplazamiento, la luz y lo umbrío, el límite físico y la imaginación sin límites, el esfuerzo y el descanso, hallan el equilibrio tras el umbral, cuando la noche o el sol cegadores del exterior se atemperan en contacto con la clarividencia que la lumbre aporta. 

De la acción incesante e intempestiva que el espacio exterior, ilimitado, exige, donde solo cabe el griterío para hacerse oír en la lejanía, a  la contemplación fascinada, quieta y en voz queda a la que invita la lumbre a la que el umbral abre las puertas. 

El umbral negocia la unión y el tránsito de lo propio y lo ajeno, la privacidad y la publicidad, la intimidad y la exterioridad, permitiéndonos una vida plena y compleja, en la que acción y sentimiento no constituyen mundos enfrentados, sino que componen un universo plenamente humano en el que el presente, el pasado recordado, y el futuro soñado, a la luz del hogar, antes volver a cruzar el umbral y partir a la aventura, se encuentran y dan sentido a la vida.

Quizá sea el umbral el hallazgo más humano y el origen de la arquitectura, su base o fundamento (su “suelo”), un espacio hecho a la medida del hombre, con el que nos podemos hacer al mundo y hacérnoslo nuestro.