¿A alguién se le ocurre ir a un concierto de Madonna o de U2 por la música? Lo mismo ocurre con el arte contemporáneo.
Las instalaciones han vuelto. Tras unos años en los que parecía que fotografía y video suplantaban a la pintura, y decaían las instalaciones, la Bienal de Venecia ha visto el glorioso retorno de la escenografía.
Una instalación consiste en una serie de elementos, que de por sí no significan nada o no deben ser interpretados, dispuestos en el (o un) espacio, que, juntos expresan una idea o cuentan una historia. Apenas se diferencian de las escenografías teatrales -El éxtasis de Santa Teresa, de Bernini, sería la primera "instalación" de la historia, si no fuera porque esta noción no existía en el siglo XVII. En una instalación, no se valoran los elementos sino cómo están dispuestos: la forma de exponer prima sobre lo expuesto. Estamos en pleno teatro.
Algunas instalaciones, como Sala vacía de Klein (consistente en una estancia sin nada -más que los hipotéticos visitantes) -una obra, de los años 50, pionera en el "género" de la instalación-, podían, sin embargo, no exponer nada (o exponer "la" nada).
Tras el truinfo de las instalaciones, no debe extrañarnos que la Fundación Emilio Vedova, en Venecia, se haya reconvertido recientemente en una gran obra efímera.
La Fundación expone la obra del pintor italiano Emilio Vedova, "adscrito" al expresionismo abstracto de los años 50, si bien siguió con este tema (o estilo) hasta su muerte en 2006. Se trata de óleos de grandes dimensiones. Son como pinturas negruzcas, cubiertas de brochazos, de Clavé, pero más grandes. ¿Interés?
El espacio de la Fundación, en unos antiguos almacenes de sal en el centro de Venecia, ha sido restaurado por Renzo Piano. Consiste en una sola nave, al fondo de la cual se halla la reserva: unos grandes estructuras metálicas, algo inquietantes, de las que cuelgan, como en una prieta formación, los cuadros no expuestos.
Un mecanismo automático, compuesto por ganchos que se desplazan sobre rieles colgados del techo, extrae aleatoriamente cuadros del almacen y los pasea por la sala hasta ubicarlos por un momento en medio del espacio. Se detienen. Y regresan, zimbreándose, al almacén gracias al mismo procedimiento. En la sala, por tanto, los cuadros, suspendidos del techo, van desfilando, como en una pasarela (o en una procesión barroca), de manera silenciosa.
Los visitantes se sitúan contra los muros perimetrales -so pena de ser embestidos por los cuadros-. Nadie viene a ver la obra de Vedova. Si no fuera por la manera de presentarlos, como si fueran maniquís, nadie se interesaría por ellos. Se viene para ver como son sacados del almacén, paseados y devueltos al olvido; en cuanto el desfile cesa, el público parte. Lo que se anuncia no son las horas de apertura de la sala, sino los de los pases.
Lo que cuenta no es la obra, solo la manera de exponerla. O, mejor dicho, la obra es la manera de mostrarla. Queda, entonces, la duda de quien es el autor: Vedova, cuyos cuadros despiertan poco entusiasmo, o Piano (mucho más conocido, por otra parte), responsable del mecanismo -o de la propuesta expositiva.
Desde luego, y hasta que el mecanismo falle -o a alguien se le ocurra una manera de exponer aún más insólita o extravagante-, los visitantes atestan la Fundación.
No es extraño, entonces, que el MACBA anuncie para el curso que viene una muestra sobre cómo se expone el arte contemporáneo (y no sobre arte).
¿Hemos dicho McLuhan?
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