jueves, 2 de julio de 2009

La imagen divina en Mesopotamia

Sello-cilindro: Enki, el dios de la arquitectura, sentado en un trono (Museo del Louvre. Departamento de Antigüedades Orientales, París)
Foto: Tocho




Quizá por el azar de las excavaciones, la mitología mesopotámica, al contrario de la egipcia, la griega o la romana, carece en gran parte de imágenes plásticas de divinidades. No sabemos qué aspecto tenían y sólo cabe evocarlas a través de los textos. De este modo, dicha cultura evita la radical incapacidad de la plástica (pintura, escultura, fotografía, cine) de hacer convivir en un mismo espacio, el nuestro, lo visible y lo invisible (los hombres y los dioses, las cortes terrenal y celestial), la realidad y los sueños, lo tangible y lo fantaseado. Cada vez que un artista ha tratado de unir en un mismo plano dos realidades sustancialmente distintas, éstas han perdido su especificidad: lo celestial se vuelve demasiado carnal y evidente, y lo visible adquiere un aire ilusorio, que parece nada tener en común con nosotros. Este problema es menor en el Cristianismo, ya que los poderes celestiales se encarnaron y, por tanto, adquirieron gravidez humana –aunque, ¿eran aún dioses?-, pero afecta sobremanera la figuración divina greco-romana (los dioses no parecen tales; en todo caso, debido a la mirada vaga, parecen ausentes –e insensibles-, más que invisibles, inhumanos más que sobrehumanos) y egipcia. En este caso, se diría que los pintores y los escultores faraónicos fueron conscientes de este problema y trataron de neutralizar la excesiva cercanía que la figuración antropomórfica imponía mediante la incorporación de rasgos animales. Éstos devolvían a los dioses a su mundo, si bien a costa de aceptar que dicha figuración no era ni podía ser naturalista –los dioses egipcios no eran unos monstruos, no tenían el aspecto aberrante que muestra la plástica, como bien se sabía- sino simbólica y que, por tanto, las potencias celestiales no podían ser verdaderamente retratadas sino sólo evocadas a través de imágenes chocantes que aludían a sus múltiples poderes no humanos (más que sobrehumanos). Eran lo que no son (ni quieren ser) los humanos.


Se conocen, en efecto, muy pocas imágenes plásticas de las divinidades mesopotámicas, y casi todas a través de los relieves de los sellos cilindros que han sido interpretadas como imágenes divinas, si bien ningún texto corrobora dicha interpretación. La mayoría de las estatuillas, que se suponen representan dioses, como, por ejemplo, los clavos de fundación de hierro o de bronce o los pequeños amuletos de barro secado (una muestra de arte casi “popular”), pertenecen al universo de la magia, y estaban realizadas para no ser vistas sino enterradas bajo los cimientos o en los muros de los edificios. ¿Es casual que la gran estatuaria –que se supone representa a seres sobrenaturales si bien, nuevamente, se carece de textos que apoyen esta lectura- pertenezca a culturas situadas en los márgenes de la cultura sumeria (como por ejemplo la ciudad de Mari), sean obras muy tardías (de época neo-babilónica, por ejemplo) o también muy alejadas del delta del Tigris y el Eúfrates (estatuas y relieves neo-asirios)? Se ha destacado que la mayoría (o todas) las estatuas más antiguas no son de dioses sino de oferentes, de seres humanos, y algunos estudiosos piensan que las primeras verdaderas estatuas divinas no fueron esculpidas o moldeadas antes del segundo milenio (SPYCKET, Agnès: “Les statues de culte dans les textes mésopotamiens des origines à la Ière Dynastie de Babylone”, Cahiers de la Revue Biblique, 9, 1968). Por tanto, lo único que nos queda de los dioses mesopotámicos, o acaso lo único que en verdad poseían, son las imágenes que su nombre (hoy sólo escrito) evocaba y aún evoca. Al igual que en las imágenes profanas, los “retratos”, no era el parecido (que no se buscaba), los rasgos personales, sino el nombre inscrito, lo que establecía la relación con el modelo y conseguía que la imagen lo sustituyera. Eso no significa que el arte mesopotámico fuera, al igual que lo que algunos textos bíblicos sostienen acerca de la figuración hebrea, anicónico (existen textos que se refieren a estatuas de culto, hoy perdidas, labradas con metales preciosos, fundidas hace milenios para recuperar el material), sino que la imagen naturalista quizá se reservara para las formas y los seres visibles (incluidos los reyes que, en Mesopotamia, salvo contadas excepciones, no tenían condición divina ni siquiera, pese a su grandeza, heroica), mientras que las divinidades, al menos en los inicios, tendían a estar evocadas a través de emblemas o de hornacinas vacías en lo hondo de las capillas, que aludían a la velada presencia del dios (FRANKFORT, Henri: The Art and Architecture of the Ancient Orient, Yale University Press, New Haven y Londres, 1970 -1ª ed. 1954-, p. 18. Sobre la representación mesopotámica y el tipo de relación que la imagen, gráfica y escrita, mantiene con la realidad, véanse: BAHRANI, Zainab: The Graven Image. Representation in Babylonia and Assyria, University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 2003; “The Graven Image: Representations in Babylonia and Assyria”, The Art Bulletin, 87, 2, junio de 2005, p. 342).


La palabra, en efecto, tiene una capacidad para evocar lo invisible y transplantarlo a un plano visible que la imagen plástica (especialmente el cine) carece. Ésta, como ya se teorizó en el siglo XVIII, sólo puede mostrar lo evidente, como lo pone de manifiesto el arte abstracto o no-naturalista del siglo XX, una tentativa fallida de acercarnos lo invisible sin que pierda su condición sobrenatural. El resultado, en este caso, es un plácido y hermoso juego de formas decorativas incapaces de evocar la trascendencia, muy al contrario de lo que consigue el verbo sumerio, al que la lejanía y la ya asumida imposibilidad de poseer todas sus claves dota aún más de inefabilidad. De ahí que frente al fracaso del arte plástico abstracto, y del escaso valor que las artes de la imagen en movimiento necesariamente poseen (nunca se librarán de su origen circense, del juego de sombras, sin duda fascinantes, aunque, en último término, inconsistente, del que derivan y del que no hubieran tenido que independizarse), destaque la potencia de la novela del siglo XX, capaz de recoger y transcribir los más recónditos movimientos y aspiraciones del alma.

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