miércoles, 22 de agosto de 2012

Estética mesopotámica

 Museo del Louvre, París




Field Museum, Chicago









Oriental Institute, Chicago

Fotos: Tocho: 2009-2011

Selección de joyas sumerias, casi todas de las Tumbas Reales de Ur (Iraq, 2550 aC): la mayoría, poco conocidas o inéditas (guardadas en reservas y nunca o raramente expuestas), se expondrán, junto con una más amplia selección de Chicago, Filadelfia y Bruselas, en Antes del diluvio. Mesopotamia, 3500-2100 aC, en Caixaforum, Barcelona, a partir del 29 de noviembre de 2012.

La estética o teoría del arte implica la existencia de un tipo de productos ideados y/o manufacturados para placer al mismo tiempo que para dar qué pensar a humanos convertidos en espectadores. Estos objetos se distinguen en principio de aquéllos que cumplen una finalidad precisa, que cubren una necesidad. Los primeros fueron definidos a partir del siglo XVIII: son las llamadas obras de arte; los segundos, objetos artesanos o útiles.
Esta nítida diferencia entre objetos elaborados para hacer sentir y pensar y objetos que solventan un problema, entre arte y artesanía, no tiene más de tres siglos.

El "arte" mesopotámico -sumerio, sobre todo-, con casi cinco mil años de antigüedad, cae dentro de lo que se denomina arte útil. Cumple una función: ayuda, sostiene, protege, cubre, recoge, etc. Ningún objeto fue producido para el solaz de los sentidos. Eso no significa que no produjera emociones, que despertara sensaciones, ni siquiera significa que este objetivo no fuera importante. No era el único, empero.

Hablar de estética, comentar la relación emocional o sentimental que determinados objetos suscitan, en tiempos de los sumerios, cuando éstos desconocían el concepto del "arte por el arte", quizá no tenga mucho sentido. Desde luego no existen tratados de arte ni de teoría del arte mesopotámicos. Y no parece que existiera un término que se pudiera traducir claramente por belleza. Eso no quiere decir que los mesopotámicos no fueran "sensibles" a las formas, los colores o el "contenido" de determinadas piezas, pero no reflejaron estos juicios.

Por otra parte, si bien la cultura mesopotámica ha dejado una ingente producción escrita, los textos fueron redactados a lo largo de tres mil quinientos años, en territorios que se extienden desde el Golfo Pérsico hasta Anatolia. Tratar de averiguar qué "sentían" ante el quehacer o el obrar humano es aventurado.

Sin embargo, algunas criterios evaluadores sí pueden ser detectados.

Parece que lo que se valoraba era, por un lado, la habilidad técnica -un criterio que ha seguido vigente hasta el siglo XX-, la brillantez en la ejecución, y, por otro, el "brillo" de las obras: una cualidad tanto material, materializada por el color, la transparencia, la luminosidad, cuanto "espiritual", es decir la "gracia" de las obras, gracia, en sentido casi "cristiano", la irradiación que los dioses concedían a las obras "afortunadas", y que se expresaba de manera no siempre material, y, sin duda, inefable, indefinible. Era una cualidad similar a un aura que poseían las obras "en gracia" con las divinidades.

Eran obras que respondían a una necesidad: daban cuerpo a las divinidades (estatuas, por ejemplo), les proporcionaban cobijo (templos), hacían el tránsito hacia el más allá del difunto más llevadero (joyas), etc., pero también satisfacían finalidades más indefinidas.
Así, despertaban alegría y admiración no sin que el temor o el asombro despuntaran. Es decir, suscitaban sentimientos no muy distintos al sentimiento de lo sublime , en el que el placer y la inquietud, la alegría y el miedo se alían, que el arte helenístico y, mucho más tarde, el arte romántico cristiano, perseguirán.

Existían obras, por tanto, que deslumbraban. Los colores y los brillos, hábilmente conseguidos, evocaban o simbolizaban la presencia divina que suscitaba entrega y retención (ante dicha presencia sobrenatural).

De algún modo, se podría decir que los mesopotámicos favorecieron, como más tarde los cristianos y los musulmanes (todos venidos de oriente; una estética de la luz más que una estética de la proporción, como en Grecia.
La materia con la que trabajaban no era opaca sino que era luminosa. Los muros de los edificios eran gruesos paramentos de adobe, que se recubrían de pequeños óculos de distintos colores, vidriados, a partir de cierta época. Del mismo modo, las joyas no buscaban la perfección formal sino el uso de materiales que produjeran juegos de luces y colores (piedras semi-preciosas, conchas de nácar, piezas o pepitas de oro, ocasionalmente, siempre piezas pequeñas de colores distintos, pocas veces lisas, que refulgían).

Estas cualidades de los objetos "bien" hechos se lograban tanto por el esfuerzo, la práctica hacendosa, cuanto por la "gracia" divina: los dioses inspiraban, directa o indirectamente a ciertos hacedores, incluso intervenían activamente en la producción. En este caso, el resplandor divino se transfería al objeto que manipulaban.

El "arte" tenía, así, como "finalidad" alegrar la vida, y facilitar las relaciones entre hombres y dioses. De algún modo, acercaban a los humanos a los dioses, o hacían más llevadera la indiferencia del cielo para con la humanidad. La obra de arte actuaba como consuelo. La alegría que aportaba suplía la que el cielo hubiera tenído que brindar pero que raramente aportaba.

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