Nunca como en el siglo XVI, Babilonia se convirtió en una
ciudad de la que todo el mundo hablaba. Para bien, o para mal. Basándose en la
Biblia, para la que Babilonia era el equivalente de Sodoma y Gomorra, los
protestantes comparaban a Roma con Babilonia, simbolizada por la torre de Babel:
una urbe corrupta, sometida a los caros caprichos y a los vicios nefandos de la
corte papal. La relación entre Roma y
Babilonia no era desconocida. Sin embargo, era juzgada de modo muy distinto en
Italia. Papas como Nicolás V (1447-1455) quisieron que Roma volviera a ser,
como en tiempos del Imperio Romano, la capital del mundo (urbs caput mundi): para esto, tuvieron que lograr que Roma asumiera
un doble papel: ser al mismo tiempo la Ciudad de Dios y la Ciudad de los Césares,
la Jerusalén celestial y Babilonia. Así
pues, ser Babilonia, denostada por la Biblia, ya no era un descrédito: indicaba
el renacido esplendor romano. ¿Qué había ocurrido para que Roma se hubiera
apagado?
Hace casi mil
doscientos años que Roma ya no era lo que fue durante los siglos I y II del
Imperio Romano. Ya en el tardo-Imperio, cuando éste aún cubría casi toda
Europa, el norte de África y el próximo oriente, Roma perdió la importancia. Las
amenazas bárbaras en la frontera con el Rin habían obligado a desplazar el
centro de poder de Roma a Milán y a Tréveris, más cercanas a la zona de
conflictos. Por otra parte, la fundación de Constantinopla en el siglo IV, y la
consiguiente división del Imperio, habían contribuido a la pérdida de
centralidad de Roma. Ésta fue asediada o saqueada varias veces por godos y
hunos antes de que el último emperador romano de Occidente fuera depuesto en
476.
Roma apenas contó en Europa hasta las primeras cruzadas a
principios del siglo XII. Se hallaba inmersa en las guerras entre bárbaros (ostrogodos,
normandos) y bizantinos, por la recuperación del imperio romano, y árabes, por
el dominio del Mediterráneo. Los árabes la devastaron. En el momento álgido del Imperio Romano, en el siglo II,
Roma llegó a tener un millón de habitantes. A principios del siglo XV ya solo
albergaba treinta mil almas.
La ciudad era un campo de ruinas. Los rebaños pastaban en
los Foros. La orilla oriental dependía
del emperador del Sacro Imperio Germánico, mientras que la oriental (el barrio
del Borgo, al pie del monte Vaticano, donde se hallaban las ruinas del circo de
Nerón) pertenecía al papado. Viajeros, hasta bien entrado el siglo XVI, se
lamentaban sobre la suerte y condición de la antigua capital Imperial. Así el
poeta francés du Bellay escribía en 1556: “Recién llegado, que buscas Roma en
Roma, y nada de Roma en Roma percibes, esos viejos palacios, esos viejos arcos
que ves, y esos viejos muros, esto es lo que se nombra Roma.” (J. du Bellay, Las Antigüedades de Roma, III, 1-4)
Por otra parte, la lucha entre el poder político y el
religioso afectó especialmente a la ciudad hasta el siglo XIII. Entre los poderes (diversas monarquías
bárbaras, bizantinos, iglesia) deseosos de apoderarse de la otrora Roma
imperial, el papa pidió ayuda al rey franco Pepino el Breve en el siglo VIII.
Éste conquistó Italia, liberó Roma de los ostrogodos, y entregó los territorios
recién conquistados cabe Roma al poder papal: constituyeron el núcleo de las
posesiones papales, y convirtieron a la iglesia en un poder no solo espiritual
sino político. Carlomagno, hijo de Pepino el Breve, que trató de recuperar la unidad del Imperio
Romano occidental –el Sacro Imperio Germánico- se hizo coronar en Roma y
confirmó la donación territorial. Una parte de Roma, desde entonces pasó a
depender de los papas.
¿Quién debía mandar en el mundo, entonces? ¿Dios –o su
representante en la tierra- o el César –es decir, su supuesto sucesor, el
emperador germánico? La lucha entre el
Emperador y el Papa se extendió durante los siglos XII y XIII. Las ciudades,
los pueblos incluso, en Italia, divididos en territorios independientes
(principados, ducados, repúblicas), constituyeron dos bloques antagónicos: los
defensores del poder imperial(los Gibelinos)
y quienes defendían la supremacía papal en la tierra (los Güelfos).
La recuperación de la cultura clásico-pagana, iniciada a
principios del siglo XV en Florencia, principalmente, llegó cuando Roma era una ciudad de
provincias medio en ruinas, en la que no destacaban ni siquiera ninguna iglesia
gótica, pues no había existido un poder comunal suficiente para levantarla. La ciudad se hallaba escindida entre el poder
papal –recién vuelto del exilio en Aviñón durante casi todo el siglo XIII, lo
que testimoniaba de la decadencia e inseguridad que había sufrido Roma- y el civil, incapaces de ponerse de acuerdo
y de adecentarla.
Martin V (1417-1431), Inocencio VIII (1484), Alejandro VI
(1492-1503), Julio II (1503-1513), León X (1513-1521), Clemente VII
(1523-1534), Sixto V (1585-1590) fueron, entre otros, los principales papas
que, en menos de dos siglos, transformaron totalmente Roma y la convirtieron en
la capital espiritual en Occidente -en uno años, sin embargo, en que el poder
civil, económico y militar se estaba desplazando del Mediterráneo (Génova, Venecia
–que aún tendrá cierta importancia hasta principios del siglo XVII) a las
costas atlánticas y al norte de Europa, gracias al comercio con las colonias
americanas.
La reforma, la rehabilitación de Roma durante los siglos XVI
y XVI respondió a dos enfoques distintos separados por un acontecimiento
imprevisto y trágico: el largo saqueo de Roma, en 1527, a cargo del ejército de
Carlos V de Alemania (y I de España), que asedió incluso el palacio papal de El
Vaticano y que obligó al papa al huir escondido. Roma fue devastada nuevamente:
el papa Clemente VII se había opuesto a los deseos del Emperador de subordinar
el poder religioso (papal) al civil o militar (imperial). La paz restablecida, hubo que esperar la llegada
del papa Julio II para que las reformas reemprendieran.
La rehabilitación de Roma pudo llevarse a cabo gracias a
que, poco a poco, a partir de principios del s. XV, los papas pudieron hacerse
con el control de Roma en detrimento de la comuna. Roma no poseía una burguesía
fuerte, favorable a la República, y sí familias nobles, de las que procedían la
mayoría de los papas (Borghese, Pamphili, Farnese, etc.). El primer gran proyecto fue impulsado por el
papa renacentista Nicolás V. Era obra del arquitecto y sobre todo teórico de la
arquitectura León Batista Alberti. Desarrollaba lo que su tratado De re Aedificatoria enunciaba, a partir
del estudio de las ciudades romanas y del tratado de arquitectura romano, el
único conservado de la antigüedad, De
Architectura, de Vitrubio. El proyecto buscaba articular la ciudad,
dividida en dos zonas al menos, separadas por el río Tiber, en manos de la
Comuna y de la iglesia. Desplazaba el palacio papal de Letrán (un vetusto
palacio) al monte Vaticano donde se hallaba la tumba de San Pedro en una
basílica paleo-cristiana necesitada de ser ampliada, restaurada, dignificada. Facilitaba
la conexión entre ambas riberas. Restauraba basílicas y monumentos romanos (las
murallas, el mausoleo de Adriano, hoy Castillo de Sant´Angelo) para reutilizarlos. Introducía
o reintroducía el estilo y la lógica clásicos (Palacio Barbo o Venecia para el
papa Pablo II, a mitad del siglo XV). Este proyecto urbanístico y arquitectónico fue
continuado y ampliado por el papa Julio II. Se abrió una vía recta (la vía
Giulia), paralela al río, desde el Vaticano hacia el Monte Capitolio, a fin de
facilitar el tránsito entre Letrán y el Vaticano y, en general, los
desplazamientos en la ciudad. Esta calle, todo y siendo recta, bordeada de
edificios con un volumen y una altura semejantes, se insertaba bien en el
tejido medieval. La vía, el vacío en la
ciudad, era tratado como una alargada estancia: un espacio exterior considerado
como un interior, por el que se podía circular sin problemas. Los edificios que
la bordeaban lograron conectar barrios o manzanas hasta entonces aislados por
la decrepitud de la Roma medieval, poblada de ruinas. Por otra parte, el trazado
de la vía se contraponía voluntariamente al laberinto de callejuelas. Ambas
eran consideradas necesarias y se complementaban. La calle recta facilitaba el
tránsito de los habitantes; la maraña medieval, a lado y lado de la nueva vía,
enredaría a quienes hubieran tratado de tomar la ciudad. Los enemigos perdidos
por las callejuelas, podrían ser sorprendidos fácilmente por los defensores de
Roma que podrían acudir prestamente por las vías rectas. La circulación, así,
era controlada, facilitada o impedida, en función de las necesidades. El
proyecto de Alberti no dejaba de lado las necesidades básicas de los romanos.
Los acueductos romanos fueron restaurados, y se construyó uno nuevo, para
mejorar la distribución del agua. Algunas calles fueron pavimentadas. Se establecieron mercados o se reubicaron
teniendo en cuenta la nueva planificación. Un nuevo puente fue proyectado.
Sin embargo, las obras urbanísticas posteriores al saqueo de
Roma, emprendidas sobre todo por el Papa Sixto V, perseguían fines distintos y
los resultados fueron quizá cuestionables. Se pasó de proyectos con fines
religiosos a otros mundanos. Incluso, el papa Sixto IV ordenó a Miguel Ángel la
presta rehabilitación de la plaza del Capitolio, antiguamente sede del espacio
sacro romano, para facilitar la entrada triunfal del Emperador Carlos V,
victorioso en Túnez, en 1536. La calidad de los arquitectos descendió a lo
largo del siglo XVI. De Bramante, autor de la vía Giulia (y del primer proyecto
de la basílica de San Pedro), y Miguel Ángel, arquitecto, entre otros, del
Palacio Farnesio y de la plaza del Capitolio, se pasó a Domenico Fontana (Palacio
de Letrán), aunque Bernini (Plaza de San Pedro) y Borromini (iglesia de San
Ivo), devolvieron, por última vez, el prestigio a Roma en el siglo XVII. Se
abrieron también largas calles rectas que rajaban la trama urbana antigua.
Aquéllas unían las grandes basílicas paleocristianas, lo que facilitaba las
peregrinaciones. También enlazaban las grandes propiedades
papales, casi siempre situadas cerca de los santuarios. Alrededor se abrieron
plazas (Plaza Farnesio), delimitadas por palacios (Palacio del Quirinal, de
Ottaviano Mascarino) e iglesias de nueva planta (iglesia de Jesús, obra maestra
de Vignola), que se erigieron como metas de nuevas peregrinaciones. El espacio
público se dotó de fuentes y monumentos. Éstos, principalmente obeliscos
egipcios trasladados a Roma en época Imperial, se reubicaron erigiéndose en
hitos que ordenaban los espacios públicos y daban sentido a la nueva trama
urbana. Las vías, algunas de las cuales planteadas según un esquema enteramente
nuevo (el trívium o tridente, tres
calles rectas que se abrían a partir de
un núcleo central, como la Plaza del Pueblo, por ejemplo) apuntaban hacia grandes construcciones y las
enmarcaban. De este modo, las calles mejoraban las vistas de la ciudad y relacionaban
visualmente edificios (basílicas, palacios) en ocasiones mal insertados en la
ciudad o autosuficientes. Pero estos
proyectos urbanísticos barrocos convirtieron Roma no tanto en una ciudad habitable
cuanto en un espacio espectacular, casi un decorado. Las necesidades de la
población no fueron tenidas en cuenta. Roma estaba dejando de ser una ciudad
vital –a favor de las ciudades burguesas, comerciantes del norte de Europa- y
se convertía, como también lo ocurrió a Venecia, en un escenario donde el poder
de la iglesia y de los príncipes se mostraba. Roma se construía no para los
romanos sino para deslumbrar a Europa. Babilonia cedía ante la nueva Jerusalén.
Pero el mundo ya se estaba centrando de nuevo en los puertos germánicos, holandeses
y británicos.
La financiación no fue un impedimento, empero. El saqueo de Roma había dejado las arcas vacías.
Aparte de donaciones y de los impuestos recolectados en las numerosas posesiones
papales, una nueva, astuta y polémica fuente de ingresos permitió cubrir deudas y pagar proyectos: las
indulgencias. Mediante el pago de un canon, la iglesia tenía la potestad de absolver
a los fieles de todos los pecados. Esta “gracia” fue, precisamente, la que
desencadenó la ruptura en el seno de la iglesia, entre católicos, seguidores
del Papa, y protestantes (luteranos, calvinistas, etc.) quienes consideraban
que era Dios y no los hombres, y menos el dinero, quien podía abrir las puertas
del cielo.
Roma ha dejado de ser una capital mundial. Ni siquiera ya
cuenta en el mundo del arte actual. Se ha convertido en un escenario turístico,
a menudo incómodo. Pero el poder de la Iglesia no ha menguado, pese a que aquél
ya solo se ejerce, oficial o legalmente, en la Ciudad del Vaticano, considerada
un estado independiente. No pasa un día sin que
noticias corroboren que Babilonia y Jerusalén han vuelvo a unirse, si
bien hoy, parece que Babilonia ha tomado el férreo mando de la unión entre el
cielo y la tierra.
Versión de un artículo de próxima aparición en la revista Altaïr
Me ha parecido interesante
ResponderEliminarMuy buena historia
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
EliminarEn resumen:la antigua babilonia comercial y la romana actual se extinguieron pero el poder religioso y engañoso siguen dominando las voluntades de los pueblos y por consiguiente las riquezas del mundo solo que sin violencia directa como lo fue en ambos imperios...
ResponderEliminarIntererante la historia, es hayi el origen de la religiosodad que corrompe nuestro🌐 .
ResponderEliminarTotalmente eso es así loque pasa es que la voz profética de Dios anuncia en tiempos antiguos eventos que vuelven a suceder en los tiempos finales.
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