sábado, 22 de agosto de 2020

Ídolos y estatuas (El padre de Abraham)

 Es a la lectura del Diccionario filosófico de Voltaire (en verdad, un diccionario teológico consistente en diatribas, muy bien documentadas, contra las religiones monoteístas), la que me ha puesto sobre la pista de Tareh, padre del patriarca Abraham, en quién no había caído -pese a ser una figura conocida y reconocida.

Para Voltaire, Tareh era un ceramista: un artesano. Esta información es lógica, pues si tradicionalmente Tareh es presentado como un tallista, poseía un horno -necesario para cocer el barro.

Tareh era un escultor: tallaba figuras de madera, efigies divinas -quizá naturalistas-, consideradas ellas mismas como dioses a las que se rezaba. Su hijo, Abraham, las destruyó, lo que le llevó a ser ejecutado en el horno encendido de su padre, dónde Yahvé le protegió.

Tareh vivía en la ciudad sumeria de Ur, llamada Ur de Caldea. Vivió centenares de años. Tuvo a Abraham siendo casi centenario. Y un día juntó a su familia y decidió, nadie supo porqué, emigrar a Canaan (Líbano), si bien solo alcanzó la ciudad de Haram (hoy en Anatolia), que Abraham, a la muerte de su padre, abandonó para llegar a su destino, Canaan. 

El aniconismo del arte religioso hebreo y musulmán,  la condena de la figuración antropomórfica como representación divina, nace con Abraham; es decir, antes del patriarca, el arte semita era figurativo, como el que practicaba su padre Tareh. 

Las estatuas naturalistas requieren un lugar propio. Centran el espacio y son el centro de atención. Se contemplan y contemplan a quienes se agrupan ante ellas. Tienen ojos para observar y mandar sobre los humanos. Estas estatuas solo pueden hallarse en el centro de comunidades, estabilizadas, centradas gracias a la presencia de aquéllas.

Las efigies anicónicas, los pequeños betilos no son de ningún lugar; ni miran a nadie, ni cruzan la mirada con nadie, no devuelven la mirada de nadie. Son ciegas. Por eso, son de aquí y de allá, pueden desplazarse porque no arraigan en ningún sitio, van dando tumbos, palos de ciego. Están siempre en movimiento, como unos cantos rodados, transportadas aquí y acullá.

El paso de la teoría del arte de Tareh a su hijo Abraham significó el súbito nomadismo, desde la ciudad, la metrópoli de Ur, perfectamente organizada, a una larga travesía del desierto, para no estar sometido a la escrutadora e hipnótica mirada de los ídolos.  Sin estatuas no hay ciudades; mas, en cuanto acontecen, los humanos se enraízan. Las estatuas les señalan dónde tienen que asentarse, les entregan la tierra de la que son un símbolo.    

2 comentarios:

  1. Qué interesantes son las esculturas antiguas de diversas culturas del Asia Menor y Mesopotamia, con esos ojos enormes resaltando en un cuerpo absolutamente estilizado.

    ¿Y qué decir de las gigantescas figuras en forma de T de un monumento que no se considera ciudad llamado Gobekli Tape, de época calificada aún como pre urbana y por lo tanto pre agraria, de 11.000 años de antigüedad? Qué poco se sabe, pero cuán desarrollado tenían aquellos humanos la conciencia para representar arte al servicio de contenido mágicos o religiosos probablemente.

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    1. Los llamados ídolos-ojo de Tella Brak, hoy en Siria, del cuarto milenio aC, pequeñas efigies transportables, ofrendas o exvotos hallados en un templo son fascinantes….
      Y, desde luego, maravillas los betilos antropomórficos de Gobekli Tepe, de finales del paleolítico. Cómo pudieron devastarlos a unos treinta quilómetros de donde se emplazaron, transportarlos, tallarlos, esculpirlos, alzarlos e hincarlos, en una época en que las comunidades eran de nómadas, compuestas por muy pocas personas.
      Son una maravilla; supongo que nunca sabremos porqué se llevaron a cabo….

      Muchas gracias por recordarlas

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