miércoles, 26 de agosto de 2020

La imitación (Douglas Sirk: Imitación a la vida, 1959)


 


Aunque el título en español quizá no sea una correcta traducción del inglés (se imita a alguien, pero el resultado es una imitación de alguien), Imitación a la Vida, el melodrama de Douglas Sirk (1897-1987) de 1959, con Lana Turner (1921-1995) -y parcialmente basado en su vida-, que Televisión Española (tve2) proyectó -sorprendentemente- ayer noche, plantea una duda.

El título, sin duda, alude a la carrera de la protagonista, una actriz de teatro, viuda de un gran director de teatro,que se traslada a vivir en un mísero piso en Coney Island, cabe la popular playa de Nueva York, para proseguir con su carrera, ya sin la ayuda de su marido, y que va de fracaso en fracaso, de negativa en negativa, con tan solo los escasos ingresos por participar en anuncios ridículos -gracias a su físico, no a sus dotes interpretativas.

Agentes tratan de abusar física y emocionalmente de la actriz, hasta que un ensayo que se tuerce, de pronto, la suerte cambia; empieza a encadenar éxito tras éxito, se muda a una mansión en California y obtiene un primer papel protagonista en una película europea: la gloria.

Mientras, su vida personal se derrumba. Apenas trata a su hija, no está casi nunca en casa (de la que huya hacia los focos y, sobre todo, el espacio del escenario), no conoce a su asistenta que hace las veces de madre de la hija de la actriz,  y maltrata -o, mejor dicho, trata como si de un útil se tratara- a un callado admirador que la ayuda.

El teatro, y el cine, proponen historias que imitan a la vida. Ella actúa o parece actuar siempre. Solo es "natural" y creíble en el teatro. Solo "es" ella cuando interpreta. Es decir, está siempre posando; "es" los personajes que interpreta; vive a través de ellos; su rostro es una máscara. No se viste, se disfraza; "imita" -perfectamente- la vida.

¿Es así? ¿Qué imita a qué?

Para Aristóteles -y para el Renacimiento, más aristotélico que platónico-, el arte, tanto plástico cuanto literario y de la escena, es una versión mejorada de la vida. La creación divina pudo ser perfecta en el origen; pero la materia fue limando, gastando sus formas, cada vez más cansadas. El arte devolvía la prestancia a la creación. La mostraba tal como fue. El arte devolvía el esplendor a la creación de los inicios. Contribuía a engrandecer el poder creador de la divinidad. La imitación, en este caso, no era una pálida o deformada copia de la realidad, como pensaba Platón -una copia prescindible o condenable, pues atentaba contra el fulgor de la creación divina y, peor aún, sustituía a ésta, ofreciendo una imagen seductora pero vacua-, sino un remedio que, en efecto, hacía olvidar la realidad, lo que la realidad "es": la grisura, la pobreza de la realidad cotidiana, su nadería o insignificancia, su "cotidianidad" y constante repetición, restaurando su prestancia, luminosidad, singularidad o excepcionalidad.  Si la imitación degrada lo que se imita, según Platón, el arte, según Aristóteles, no imitaba. La relación entre imagen y modelo se trastocaba e invertía: era la vida la que se mostraba como una imitación de un modelo originario que el arte restituía con toda su fuerza, pureza, dureza -la dureza de un diamante. 

Y ésta es la creencia de la actriz -y de cualquier actor. No imita, sino que crea, gestos y gestas, compone figuras dignos de ser imitaciones, a partir de los cuales, los espectadores modelamos, componemos nuestra vida, sin alcanzar nunca la perfección de la vida que el arte propone. 

Lo que la película nos muestra es una versión mejorada de la vida, cómo debería ser la vida para ser plena, una vida en la que no existen obstáculos ni decepciones; una vida sobrehumana, digna de dioses, quizá fuera de nuestro alcance, una vida soñada que nunca tendremos, por suerte o por desgracia.   

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