Varias causas se han supuesto que supusieron el fin de la manera antigua o tradicional de percibir el mundo en Europa (u Occidente), la posición del ser humano y su incidencia en él, y las relaciones entre los propios humanos, y el nacimiento de la modernidad. Sucesivas crisis teológicas, filosóficas, científicas, desde el siglo XVI -o desde el Renacimiento- quebraron el orden antiguo.
Una de las razones que se adujo hace más de un siglo, hoy matizada, fue la irrupción de la reforma protestante y la nueva consideración del ser humano y su relación con los poderes celestiales y mundanos -con la iglesia, en particular. La noción de gracia, alcanzada por la fe, que iluminaba solo a ciertos creyentes "de buena fe", determinó que la intervención, la modificación, la explotación del mundo era legítimo siempre que la practicaran quienes estaban en gracia de dios.
Quizá se ha minusvalorado otra causa, cercana al protestantismo, que sí se ha destacado como uno de los acicates de la Revolución francesa, que trastocó definitiva o duraderamente, el orden antiguo, la monarquía por derecho divino.
El cristianismo tuvo, ya desde Agustín, en el siglo IV, con dos conceptos antitéticos: la gracia concedida por Dios, que iluminaba a los fieles y les marcaba el camino por el que transitar en vida, y la libertad humana (el libre albedrío), coartada por la intervención o gracia divinas.
Mientras teólogos como el monje tardo antiguo Pelagio sostenía que el ser humano era capaz por sí mismo de tomar las decisiones correctas y de actuar justamente, Agustín defendía, por el contrario, que el ser humano "desgraciado", carente de la gracia, no podía juzgar ni actuar "santamente". La capacidad de pensar y de actual del humano estaba empañada por el pecado original -del que, sin embargo, había sido lavado (o debería haber sido lavado) por la encarnación, el nacimiento y la muerte terrenales del Hijo de Dios, lo que no se tenía, sorprendentemente, en cuenta.
La predestinación frente a la capacidad de cada uno por tomar el destino en sus manos: dos concepciones de la vida antitéticas.
Aunque la figura de Agustín imponía respeto, es cierto que desde Tomás de Aquino, el libre albedrío fue cada vez más aceptado como lo que permitía al ser humano tomar sus propias decisiones y hacer el bien. Mas, si el peso del pecado original frenaba o impedía incluso las acciones justas y llevaba, por el contrario, por el camino equivocado, la iglesia siempre podía, por la confesión, perdonar las equivocaciones. Pese al perdón ocasional o final, lo cierto es que la iglesia defendió la vida contemplativa, y cualquier acción era juzgada con suspicacia -aunque no prohibida, dado que el ser humano era libre (de actuar bien o mal).
La Reforma protestante trató de romper con esta visión tan ambigua, ofreciendo una solución clara al dilema sobre cómo el ser humano debía comportarse. La vida activa era perfectamente posible. La contemplativa, juzgada severamente. Pero no todos podían actuar correctamente. Solo quienes estaban en gracia de dios podían actuar limpiamente, y todo lo que emprendieran era legítimo, bien intencionado. Esta concepción se basaba en Agustín. Pero introducía un matiz. Solo quienes tenían fe podían saber si estaban en gracia de dios o, mejor dicho, que estaban en gracia de dios. La fe salvaba. El desconocimiento de los incrédulos o de los humanos de poca fe sólo llevaba al error.
El jansenismo, una austera corriente reformadora barroca francesa -con prédica en Italia-, que no rompió con la iglesia católica, y que contaba entre sus defensores escritores como Pascal, supo hallar una vía entre las opuestas consideraciones católicas y protestantes acerca de la necesidad y la bondad de la intervención humanas en el mundo. ¿Qué debía orientar la acción, la gracia o la libertad?
El concepto central, de nuevo, ya fue enunciado por Agustín y retomado por Lutero y sobre todo Calvino: la noción de gracia eficiente, una noción que compartían algunos católicos -que sospechaban de la excesiva importancia del libre albedrío- y todos los protestantes. Pero, mientras los protestantes defendían que cualquier acción era legítima si se estaba en gracia de dios, y los católicos sostenían que el ser humano era libre de hacer el bien o el mal -un bien que a menudo se torcía, lo que exigía la constante intervención de la iglesia, cuyo perdón se podía comprar, com denunciaba Lutero-, los jansenistas sostuvieron que la acción ra necesaria para activar la gracia. Ésta se volvía efectiva si se intervenía en el mundo, y las acciones iban por el buen camino a medida que se actuaba porque la gracia se encendía. Por tanto, ni se defendía la inacción contemplativa que impedía estar en gracia de dios, ni cualquier acción desaforada -partiendo de la creencia que la gracia todo lo legitimaba-, sino que la gracia y la libertad, la gracia y la acción interaccionaban y se influían mútuamente, las acciones despertando lentamente la gracia y ésta velando por el buen hacer. Es decir, las acciones tenían que emprenderse meditadamente, juzgando sus consecuencias. Una acción equivocada mantenía la gracia aletargada.
La conjunción de pensamiento y de sentimientos para poder intervenir en el mundo de manera que no hiciera daño, el dar al ser humano los medios para actuar y enjuiciar, la confianza depositada en él, fueron logros que el jansenismo aportó que permitieron pensar en una intervención positiva del ser humano en el mundo, y aspirar a una vida mejor. La noción de progreso se establecía. La importancia del jansenismo en los postulados de la Revolución Francesa corroboraron el acierto de la vía jansenita que se fue apagando en l siglo XIX con la reacción protestante, mucho más efectiva a la hora de permitir cualquier tipo de intervención sin medir sus consecuencias.
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