“Rogamos apaguen su micro y desconecten la cámara”. Este doble indicación ha sido una de las frases más pronunciadas en el mundo académico y laboral desde 2020 y su vigencia no ha cesado. Si bien las clases telemáticas ya no son tan habituales, sí lo son las reuniones de trabajo, y siguen precedidas por el enunciado de la recomendación o de la orden antes citadas. Se evitan así interferencias que confunden, una mezcla desordenada de imágenes y sonidos, hasta la interrupción de la comunicación. La clase cesa.
Durante dos años al menos, durante dos cursos completos, las clases se han impartido a ciegas. Los estudiantes veían al profesor en pantalla, pero éste solo veía letras mayúsculas inscritas en un círculo en su ordenador. No sabía qué cara teniendo los estudiantes, no podía, como se dice popularmente, poner una cara a un nombre. Hablaba sin saber si lo que contaba llegaba a los estudiantes, ni podía ver y valorar la reacción ante sus palabras. El contacto visual estaba impedido. De algún modo, prohibido, pues una cámara encendida podía dificultar o interrumpir la conexión.
Las clases telemáticas, como las conferencias, reuniones, presentaciones y evaluaciones de trabajos, concursos y oposiciones, es decir, toda clases de reuniones laborables y académicas que recurren al medios telefónicos o, más habitualmente, telemáticos, a través de cámaras y micrófonos de o en ordenadores y teléfonos móviles, posiblemente ya no cesen nunca.
Esta modalidad de reunión presenta una diferencia con respecto a clases y reuniones llamadas presenciales caracterizadas por la presencia en un mismo lugar de todos los asistentes, por la cercanía de los mismos.
La cercanía define una clase. El desarrollo de la misma sigue un esquema conocido. Una clase es una actuación en directo. La sala, en ocasiones, es un anfiteatro. El nombre no es caprichoso o gratuito. La sala comprende unas gradas en las que se disponen los asistentes, y una tarima o estrada a la que sube quien imparte la clase, profesor o conferenciante. Delante suyo, una mesa con o sin un ordenador, una cámara, un proyector, o un atril. A su lado, o detrás suyo, una pizarra, una pantalla. Es decir, el espacio del aula es el propio de un teatro con un escenario ocupado por quien interviene, y unos asientos en los que se disponen los asistentes, detrás de la invisible -pero existente- pared, que debe ser cruzada para facilitar una aproximación entre alumnos y profesor. Una clase es una acción o, mejor dicho, una actuación, en directo: un acto que se desarrolla ante los estudiantes, a la vista de los asistentes.
La vista juega un papel destacado en el desarrollo de una clase. La “buena” marcha de una lección en una aula requiere lo que la clase telemática niega: el contacto visual.
La efectividad del cruce de miradas requiere que ambos bandos, los asistentes y el docente, estén cerca en uno de los otros. Pese a que ambos ocupen su propio espacio, separados por una pared invisible, la cercanía es indispensable. Disminuye o se anula efectividad, la “bondad” de una clase impartida por un profesor que apenas se reconoce cuando una clase o una conferencia se imparte en un anfiteatro excesivamente amplio, y que requiere el uso de pantallas. para acercar su imagen a los asistentes.
La cercanía bienvenida acerca aún más una clase a un espectáculo teatral. Aún más, a un ritual durante el que todos los asistentes comparten conocimientos, beben las palabras del predicador (el docente) y comulgan con lo que les ofrece. La cercanía exige una disposición en círculo. La comunión, sin embargo, se opone a una ingesta en una sola dirección. El estudiante no se limite a abrir la boca para recibir lo que el docente le suministra, una imagen próxima de la ganadería. Ambos, por el contrario, comparten alimentos, conocimientos. Una clase es un espacio de intercambio de valores, saberes y puntos de vista. Una clase se basa en el equilibrio, sin que nada ni nadie domine. Reprima, desautorice.
Estar cerca no solo designa una ubicación espacial, sino también jerárquica y social. Lo que se encuentra cerca de nosotros se dispone alrededor nuestro. La buena relación elimina la exigencia del censo o del recuento , el cálculo, del listado. La aproximación es de recibo -la proximidad y la aceptación de un cálculo a ojos vista, porque la confianza no requiere el cálculo puntilloso que expresa suspicacia o desconfianza. No se requiere la enumeración de los asistentes para excluir quienes no pueden formar parte del círculo.
Todos son bienvenidos, sea cual sea su número, porque todos son próximos. Se han convertido en seres próximos, como si formaran parte o si hubieren entrado a formar parte de nuestro círculo íntimo de amistades o, incluso, de nuestra familia directa. Son cercanos, nos son cercanos. Los conocemos, no manifestamos reticencia ni recelo ante su presencia. Los dejamos acercarse y asentarse en torno a nosotros.
La calificación espacial -la proximidad- conlleva la clasificación social: atienden, asisten a una clase son nuestros prójimos.
El prójimo: una palabra densamente moral. Requiere la afinidad, el compartir espacios, valores y fines, el trabajo, la vida incluso, conjuntos. La particular adverbial con establece relaciones de complicidad. Las barreras, las defensas caen. El prójimo es el cónyuge, que no designa exclusivamente al esposo o la esposa, sino a toda persona con la que estamos uncidos. El yugo implica una atadura física pero sobre todo espiritual. El yugo une. Los uncidos están juntos, bien juntos, muy cerca el uno del otro. Se entienden, se ayudan. Forman una pareja que solo pares, es decir iguales, sin diferencias jerárquicas impuestas, pueden formar.
La cercanía es lo que caracteriza a una gran familia. Comparten maneras de ser, de percibir el mundo, de estar en el mundo. Las diferencias no han lugar. Saben solventar sus diferencias sin enfrentamientos. La indiferencia, la distancia no rige. Una clase no permite, no entiende que el asistente, el docente o el estudiante, se muestre distante, altivo. Todos están a la misma altura.
La cercanía permite la inmediata comprensión. Los miembros de una familia intuyen lo que los demás saben y sienten, presientes sus reacciones, sus sentimientos. Brindan consuelo, actúen desinteresadamente. Buscan el bien común. Los lazos son estrechos. Se preocupen los unos de los otros. Piensan más en los demás que en sí mismos. Se desvelan para que la armonía reine. Las opiniones, la percepción del mundo, las decisiones se contrastan, se completan, se compenetran, sin abolir el libre arbitrio, el libre pensamiento. Todos los miembros tienen voz. Nadie debe ser acallado. A nadie se le ningunea. No es necesario poner a nadie en su sitio, pues todos pueden actuar en nombre de todos, y los puestos y voces son intercambiables, igualmente válidas y respetables. El respeto, que implica el reconocimiento de lo que el otro es, debe reinar. Todos tienen un nombre y se les llama por su nombre.
El reconocimiento, la aceptación de la singularidad, de la presencia y entidad, del valor de cada miembro exige que todos nos mostremos y desvelemos nuestra cara. Nada puede estar oculto. No se puede actuar a escondidas o a espaldas, no se puede practicar nada que vaya en contra de la vida y del bienestar del colectivo.
Una clase es una lección moral. Requiere la aceptación, el verse las caras. Nada debe callarse. Nadie debe tener decir lo que piensa. Por otra parte, la callada por respuesta expresa desprecio.
El diálogo entre pares es lo que funda un grupo de seres que se sientes partícipes de un mismo proyecto (vital). Una clase no puede estar formada por extraños, seres que no se reconocen ni se aceptan o soportan. La diferencia no es un obstáculo. La igualdad no implica impersonalidad. La indiferencia ante las opiniones, actuaciones, maneras de ser y vidas ajenas si está proscrita, pues disuelve los lazos que ligan a los prójimos.
Las pantallas son cristales. Las jaulas de cristal impiden la comunicación, más allá de la visual. Un muro invisible se interpone al acercamiento. Tender la mano no lleva a ningún sitio. El contacto físico está impedido. La cercanía es ilusoria. El engaño se asienta, y destruye la comunidad de principios.
Una clase debe desarrollarse a la vista de todos, lo que implica confianza mutua, cercanía. Una conferencia reciente se interrumpió porque los asistentes, pese al número limitado e éstos, la cercanía del conferencia y el tamaño comedido de la sala, no veían la cara del ponente, sentado, sin tarima, tapado por los asistentes de la primera fila. Lo asistentes oían. Pero no veían. Por tanto, no podían prestar atención. Era como si charla no tuviera lugar, o fuera una intervención callada, inaudible. La clase es el espacio ejemplar donde los valores humanos, que nos definen como humanos, se crean, se manifiestan y se comparten. Sin lecciones que nos aleccionen, sin lecciones de vida, seremos unos extraños, aislados o encerrados, incomprendidos, sin nada que contar ni que ofrecer ni compartir. Objetos y ya no sujetos. Una clase nos hace humanos. Siempre que podamos estar cerca los unos de los otros, viéndonos las caras. Los ojos bien abiertos, apagando las cámaras.
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