Ya comentamos en un breve texto anterior que en la Alta Edad Media, el apóstol Tomás se convirtió en uno de los principales patronos del gremio de los constructores (los arquitectos).
La razón residía, no en lo que los evangelios canónicos cuentan sobre las andanzas del apóstol, sino sobre la información que las Actas de Tomás (un texto apócrifo, redactado en Siria en el s. III dC) aportaban sobre la vida y los actos del apóstol después de la muerte de Cristo -datos que el monje alemás Santiago e la Vorágine divulgó en su celébre crónica sobre las figuras, reales o imaginarias, más importantes de la Iglesia, La leyenda dorada (s. IX dC), convertida en el libro de cabecera de cuantos artistas y artesanos tenían que ilustrar textos sagrados, hasta bien entrado el siglo XVIII.
Tomás, en los evangelios canónicos, no disfrutó del prestigio que logró entre sectas gnósticas. Es mencionado pocas veces. No obstante, protagonizó una escena célebre: el encuentro con Cristo resucitado quien pidió a Tomás que hundiera los dedos en su profunda llaga en un costado, necesariamente mortal, para que se asegurara que su resurrección no era una invención, como Tomás no cesaba de proclamar mientras no hallara una prueba tangible de la muerte y del regreso de los muertos del Hijo de Dios. Esta mórbida escena, tan ilustrada por los pintores barrocos, es clave para entender a Tomás, y echa luz, sorprendemente, sobre su faceta de constructor.
El nombre Tomás (o Dídimo, en el Nuevo Testamento escrito en griego) , como ya comentamos, significa gemelo -com el acadio tu´amû, de donde deriva el nombre de Tomás.
Tomás, por tanto, tenía un doble; poseía una condición doble. Tenía que ser, pues, un ser dúplice: es decir engañoso o que presta a confusión. Este hecho no es sorprendente. Los gemelos perfectos siempre turban porque, precisamente, al ser indistinguibles, ponen el jaque el orden establecido. Nadie sabe, ante un gemelo, con quien se las está viendo.
Los gemelos doblan los entes del mundo. Donde debería existir un único ser, distinto de cualquier otro -lo que permite que el mundo no sea caótico- , los gemelos son similares a la visión de un borracho que ve doble. Los gemelos multiplican los entes que pueblan el mundo: en contrario, los duplican.
Este poder no es ajeno al carácter dubitativo de Tomás: bien sabe éste, por su propia naturaleza, que nada o nadie puede ser lo que parece. Él mismo puede llevar a engaño a los demás. Para que la duda aflore, son necesarias, al menos dos opciones; en este caso, la resurrección de Cristo, o su simple despertar tras un agónico desmayo; o un rasguño, frente a una herida en carne viva.
La existencia de una doble causa eficiente determina el significado del término duda: procede de un radical, el latín duo (dos), que expresa la dualidad inherente al hecho de dudar: incertidumbre ante qué opción tomar.
El cáracter dúplice de Tomás (que el hebreo t´ôma acentua ya que, según se me ha comunicado Ariella Yoffé -a quien agradezco la aclaración-, esta palabra, que se traduce por gemelo, también tiene un significado negativo: quiere decir engaño, maldad) está en consonancia con su carácter tanto dudoso (engañoso) cuanto dubitativo. Duplicar, al igual que dudar, contiene el radical duo, lo que denota bien la confusión que causa Tomás.
El verbo duplicar se escribe, literalmente: duo-plicar, es decir doblar dos veces; nombra una dobla acción de tuerca, un retorcer algo. "Plicar" evoca el plegar, los pliegues del alma dúplice, y los pliegues o embrollos que, como las intricadas vía de un laberinto, causan confusión.
Plegar -u doblar- (algo que solo un ser doble puede llevar a cabo a la perfección) es un verbo que procede del griego plekoo. Ocurre que éste significa, no solo, al igual que en las lenguas modernas de origen latino, plegar, sino también enlazar o entrelazar, por ejemplo, unos mimbres (que deben ser, en efecto, doblados para poder ser trenzados), o unos miembros que se enroscan, como los brazos de un pulpo -el prototipo del animal astuto, engañoso, en la Grecia antigua- alrededor de una víctima rendida, apresada.
El griego plekoo designa, en concretro, la acción fundacional de un ser esencial para la arquitectura: la primera acción constructora del dios griego de la arquitectura: Apolo. Éste, en efecto, como cuenta el Himno a Apolo (v. 61), del poeta helenístico Calímaco -un texto fundamental para el imaginario arquitectónico-, "epleke boomon": es decir, tejió o entrelazó (epleke, de plekoo) las cornamentas de ciervos que su hermana -gemela, obviamente- Ártemis "la cazadora" le aportaba, para edificar la base de un altar gracias al cual honró a su padre Zeus. El altar que Apolo levantó en su isla natal, Delos, es, como aduce Detienne, la primera construcción sobre la tierra, y aparece como el prototipo de todo lo que, a continuación, el mismo Apolo, y eras más tarde, los humanos, formarán.
Apolo es, por tanto, el que construye ligando, tejiendo, entrelazando, doblando para que los elementos o materiales básicos, doblados, forzados, adopten la forma adecuada o se amolden a ésta. Dobladuras que solo un ser dúplice, familiarizado con el arte del doblez, es capaz de llevar a cabo, venciendo la resistencia de los materiales.
No era casualidad que tanto Apolo cuanto Tomás se conviertieran en los patronos de los constructores: eran arteros maestros en el arte de doblar, de torcer la "voluntad" o la dureza de los elementos, consumados conocedores de todas las artimañas, dando la vuelta a los problemas para hallar la solución formal y técnica más adecuada al problema planteado -como todos los seres suficientemente flexibles o adaptables, que son los más aptos sobre sobrevivir y sobreponerse a las dificultades-, a fin de levantar un nuevo mundo, doble del cosmos, una imagen espececular (y, por tanto, ¿engañosa, como los humanos descubren a lo largo de la vida?): el espacio habilitado para la vida (una vida acaso ilusoria).