martes, 4 de marzo de 2014

Mediterráneo. Del mito a la razón (textos originales para el catálogo y la exposición)

Los textos de una exposición tienen que ser necesariamente editados: se acortan, se modifican, se juntan o se unen varios textos en uno solo,  a fin que los textos resultantes definitivos se adapten a los criterios expositivos, las necesidades de una muestra, el espacio asignado, y el montaje (el ritmo, la relación con las piezas y con otros textos, y la ubicación de los mismos en relación al lugar, las piezas, la luz y la documentación complementaria). Una exposición consiste en una historia desarrollada en el tiempo y el espacio, en la que se alternan obras y documentos, imágenes y textos (originales y ensayos), textos de pared y de cartelas.

Esta entrada incluye los textos originales, antes de su adaptación al espacio de la sala y del libro, previstos para la exposición y el catálogo Mediterráneo. Del mito a la razón (Caixaforum, Barcelona y Madrid, febrero de 2014-enero de 2015):

MEDITERRÁNEO. DE LOS ENIGMAS DEL MUNDO AL MISTERIO DEL ALMA (ss. VI aC-IV dC)


PRÓLOGO
“El ser humano es una unidad”
(Hipócrates, Sobre la naturaleza humana)

“Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre; él, que ayudado por el noto tempestuoso llega hasta el otro extremo de la espumosa mar, atravesándola a pesar de las olas que rugen, descomunales; él que fatiga la sublimísima divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas. Con sus trampas captura a la tribu de los pájaros incapaces de pensar y al pueblo de los animales salvajes y a los peces que viven en el mar, en las mallas de sus trenzadas redes, el ingenioso hombre que con su ingenio domina al salvaje animal montaraz; capaz de uncir con un yugo que su cuello por ambos lados sujete al caballo de poblada crin y al toro también infatigable de la sierra; y la palabra por si mismo ha aprendido y el pensamiento, rápido como el viento, y el carácter que regula la vida en sociedad, y a huir de la intemperie desapacible bajo los dardos de la nieve y de la lluvia: recursos tiene para todo, y, sin recursos, en nada se aventura hacia el futuro; solo la muerte no ha conseguido evitar, pero si se ha agenciado formas de eludir las enfermedades inevitables. Referente a la sabia inventiva, ha logrado conocimientos técnicos más allá de lo esperable y a veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien. Si cumple los usos locales y la justicia por divinos juramentos confirmada, a la cima llega de la ciudadanía; si, atrevido, del crimen hace su compañía, sin ciudad queda: ni se siente en mi mesa ni tenga pensamientos iguales a los míos, quien tal haga”.
 (Sófocles: Antígona, vv. 332-361)

No hay ningún hombre feliz, sino que miserables
Son todos los mortales que el sol desde lo alto contempla” (Solón, 12 -15D-)

De todas las cosas la mejor es no haber nacido
Ni ver como humano los rayos fugaces del sol,
Y una vez nacido cruzar cuanto antes las puertas del Hades,
Y yacer bajo una espesa capa de tierra tumbado.” (Teognis de Megara, Elegías)

De los humanos pequeño es el poder,
E inútiles los propósitos y cuitas.
En la breve vida hay pena tras pena.
Y la muerte ineluctable siempre espera.
Porque igual porción de ella reciben
Los valerosos y quien es cobarde.” (Simónides de Ceos, 2 -9D-)

Es cuando ya no soy nada que soy verdaderamente un hombre” (Sófocles, Edipo en Colona, 393)

Una charca de ranas:
El mar Mediterráneo estaba pleno de monstruos marinos, como los descomunales dragones Leviatán o Tifón, de dioses furibundos que desencadenaban tormentas, Poseidón de las profundidades abisales, y de inaprehensibles divinidades como Proteo. Entes fríos, escurridizos y mudos –los peces-, como las almas de los difuntos,  se escabullían entre las aguas. El mar era un lugar de perdición.
Por otra parte, otros monstruos, tan dañinos, como la Hidra, el Toro de Maratón, el león de Nemea o el gigantesco Jabalí de Erimandro, que destruía los cultivos, recorrían las tierras ribereñas.
Y, sin embargo, era, para muchos, irresistible la invitación al viaje del mar. El mar Mediterráneo constituía un espacio de encuentro e intercambio; permitía los viajes, más seguros que por tierra, infestada de peligros. Desde las costas orientales hasta las columnas de Hércules, pueblos diversos (fenicios, griegos, jonios, tirrenos, cartagineses, romanos, etc.), durante el primer milenio aC, se asentaron, se enfrentaron y se comunicaron, compartiendo visiones del mundo a veces coincidentes o compatibles entre sí. Así, el mar era juzgado como un lugar a cuyas orillas la vida era agradable. El control del mar, antes que el de la tierra cultivada,  era un signo de cultura; el ser humano era tal -civilizado, educado, formado-, si lo dominaba, domaba los caballos que tiraban el carro marino de Poseidón, el dios de los mares;  las ciudades, como Atenas, doctas en artes navales, eran grandes y “virtuosas”, como cantaba Sófocles en Edipo en Colona.
Esto no es óbice para que Platón no se olvidara de la amargura y los malos hábitos “de incontinencia, fomentando la deslealtad y la desconfianza”, que la mar traía, al igual que la peste. “Los que estamos entre las columnas de Heracles y el río Fasis (en los límites del mundo, hoy en Georgia), habitamos una pequeña porción, viviendo en torno al mar como hormigas o ranas en torno a una charca”, proseguía Platón en el diálogo Fedón (109 a-b). Ya en Grecia, los puertos marinos, espacios de “tráfico y de negocio”, Platón insistía, merecían el juicio agridulce que las ciudades portuarias siempre han tenido.
Concepciones del mundo esenciales en el devenir cultural europeo se generaron en las costas mediterráneas. La puesta en duda de la necesidad de los dioses para descifrar el cosmos, la organización de ciudades alrededor de un espacio central común, lugar favorable al encuentro y la discusión, y una concepción de la persona según la cual la fuerza física del guerrero fue sustituida por la fuerza interior del filósofo, acontecieron entre Oriente y Occidente: el Próximo oriente antiguo, Grecia y Roma, principalmente; ideas que permitieron establecer distintas relaciones entre los mortales y los inmortales, y entre los propios mortales, buscando a veces puntos de encuentro, revelando secretas admiraciones mutuas, en vez del sistemático deseo de destrucción.
Para Platón, había una relación dialéctica entre el cuidado del alma y el de la ciudad. Por otra parte, Demócrito sostenía que existía una equivalencia entre el macrocosmos (el universo) y el microcosmos (el ser humano). Del mismo modo, juegos de proporciones parecidas se utilizaban en los acordes musicales y en la disposición de los componentes de un edificio –las medidas de las columnas y las distancias entre las columnas de los pórticos o perimetrales, colocadas como las cuerdas tensadas de un instrumento-, las mismas proporciones que regían la ubicación de los cuerpos siderales –planetas, estrellas- en el cielo. El templo se presentaba como una imagen reducida del cosmos.
Así, los temas de exposición remiten unos a otros, se miran entre sí. La exposición se configura según un juego de espejos entre el cielo, la ciudad y el alma, dispuestos como en una construcción de cajas chinas. Filolao de Crotona, un filósofo pitagórico del siglo V aC, fue el primero que defendió una organización casi heliocéntrica del universo. La tierra ya no era el centro sino que éste estaba ocupado por una “masa” o sustancia ígnea –no era el sol, sin embargo-, llamada Hestia, alrededor de la cual giraban los cuerpos siderales, incluido el sol que reflejaba intensamente la luz de Hestia. Pero Hestia era la diosa del fuego del hogar, tanto cívico cuanto privado. El templo de Hestia se ubicaba en el centro del ágora, situado en el corazón de la ciudad que se disponía en torno a éste; de este modo, la estructura de la ciudad actuaba de modelo de la organización del cosmos. Cada una se reflejaba en la otra. Se podrían detectar igualmente otros paralelismos entre los distintos ordenamientos del mundo y del ser humano. Así, el alma (la psique) humana se transformó, al final de la antigüedad, en una grandiosa sustancia cósmica, que vivificaba el mundo y permitía que las ideas se encarnasen el mundo material, al mismo tiempo que ponía en relación el cielo y la tierra. Acontecía también que un mismo motivo (el bien, entendido como la recta ordenación de las cosas) se reflejaba o reverberaba en los tres niveles, divino, humano e íntimo, que se miraban los unos a los otros. No debería obviarse, al fin, que Eros, el semi-dios que permitía que los humanos enamorados se descubrieran y se conocieran en la imagen que la mirada ajena les devolvía, jugaba un papel parecido al que tenía el espacio de convivencia e intercambio del ágora en la vida de los ciudadanos, ya que ponía a éstos en relación -una relación de igualdad- cuando se reconocían y se acercaban para dialogar.     
La exposición muestra la evolución de relaciones entre el cielo y la tierra, el mundo de los dioses y el espacio humano, el cosmos como casa y la casa de los humanos, el Espíritu y las almas individuales. Muestra cómo, entre la época arcaica y el final de la antigüedad, entre Grecia, Roma y Oriente, se pasó de la incomprensión del mundo a su reconocimiento tras su interiorización, tras el periodo clásico, central, cuando el Espíritu del mundo y los espíritus mundanos dialogaron en la plaza pública.
En el principio, el cosmos era un enigma. Monstruos amenazantes, contra los que era imposible luchar, lo simbolizaban. Su desconocimiento era tal que no se encontraba la manera de darle forma, de ofrecer una imagen comprensible.
Llegó el momento en que hombres y dioses acordaron un espacio de encuentro. La ciudad se convirtió en el lugar donde mortales e inmortales cohabitaron. La estructura del cosmos coincidía con la armónica organización  de la ciudad-que, a partir de Platón, reflejaba a su vez la estructura del alma humana.
Por fin, el hombre se alzó y levantó el velo del mundo. Pudo entenderlo porque lo hizo suyo.  Su alma acogió al Espíritu del mundo. Estudiando el alma se comprendía el universo. El hombre, y ya no la divinidad, se convirtió en el objeto digno de estudio, en un símbolo cósmico, no sin que se evitara el peligro siempre acechante del apartamiento humano del mundo a causa de su viaje interior, del encaramiento fascinado con su propia alma.
Esta es la historia que cuenta la presente exposición: la historia de la voluntad del hombre mediterráneo por ir más allá de lo dado, interrogándose por su fundamento y su adecuación a las necesidades humanas.
Los humanos, un día, decidieron enfrentarse al mundo y el destino, prescindir de los dioses y ocupar su lugar. Cuenta Plutarco que en tiempos del emperador romano Tiberio, el capitán de un barco se encontraba navegando en las proximidades de la isla de Paxis; oyó un lamento procedente del interior de la isla; creyó entender: “el gran dios Pan –dios de la naturaleza- ha muerto”. Quizá ésta fuera la primera afirmación acerca de la (deseable) muerte de dios que, surgida también en el Mediterráneo, pasó a configurar toda la historia de Occidente.


MEDITERRÁNEO: MITOS Y VIAJES

El rapto de Europa:
Europa es un espacio físico  -terrestre y marítimo-, y mental, con un común aire de familia, en el que se encuentran, comercian y se enfrentan pueblos del norte y del sur, del este y del oeste: fenicios, griegos, etruscos, romanos y cartagineses, entre otros; un espacio en el que se venden y se comprar cosas y se intercambian ideas, proyectos, oraciones y ensoñaciones. Un lugar “ideal”.
Cuenta un mito griego que Europa (nombre que significa, quizá “ojo amplio”, es decir, la luna: una imagen de una diosa fecundadora) era una princesa fenicia, hija del rey Agenor. Estando un día en la playa de Sidón junto con otras muchachas, vino a seducir al mismo dios-padre Zeus. Éste, sabiendo que no lograría acercarse a la joven si no recurría a un subterfugio, se metamorfoseó en un espléndido y apacible toro blanco, de cuernos albos como la luna, que emergió de las aguas. Europa y sus amigas jugaban con él. Europa se sentó en el lomo, y no se percató que el toro, entre las olas, se alejaba de la costa. Zeus la llevó por todo el Mediterráneo, de Fenicia a Creta –donde se unió con ella- hasta recabar en Grecia.
Agenor, desesperado, mandó a sus hijos en pos de su hermana Europa. Cadmo llegaría un día a Europa, donde fundaría la ciudad de Tebas y aportó la escritura. Oriente se acercaba a Occidente. Fueron muchas las tecnologías e ideas recibidas de Oriente que encontraron en las riberas del Mediterráneo un destinatario atento.  

Heracles: héroe civilizador, la lucha con los monstruos y la imposición del orden
La tierra de los orígenes no era un paraíso. Quizá habría existido en el inicio una edad en la que los hombres y los dioses se habrían sentado en la misma mesa, pero pronto, esa era fue sustituida por un tiempo –el nuestro aún- en que los humanos por sí mismos tuvieron que enfrentarse a los peligros de la naturaleza. Así, monstruos y fieras como el león de Nemea, la Hidra de Lerna tentacular, el agresivo y descomunal jabalí de Erimanto, de afilados colmillos, o el violento toro de Creta, amén de gigantes y de bandidos, asolaban las tierras e impedían que los humanos se asentaran a salvo.
Heracles (o Hércules, en latín) era el hijo predilecto de Zeus y de, como tantos otros héroes, una pobre humana. Lógicamente, la diosa Hera, esposa e Zeus, engañada una y otra vez, le quería mal. Mas, Atenea, la niña de los ojos de Zeus, logró que un día Hera descubriera al niño Heracles,  abandonado en un campo, no lo reconociera, se apiadara de él, y lo amamantara, como habría hecho con los hijos que Zeus le negó. Cuando Hera se dio cuenta del engaño, era ya tarde. Apartó violentamente a Heracles de sí, y la leche siguió manando del pecho hasta dibujar la Vía Láctea en el empíreo. Heracles (que significa Gloria de Hera) ya había tomado el manjar de los dioses: era pues inmortal.
Pero no se libró de la furia y los celos de Hera. Ésta le envió serpientes venenosas en la cuna. Fue en vano. Heracles las redujo. Años más tarde, lo enloqueció hasta tal punto que Heracles degolló a sus propios hijos. Apolo le impuso un castigo expiatorio. Debería librar el mundo de monstruos y peligros. Así empezaron los doce inhumanos trabajos de Heracles.
Recorrió todo el Mediterráneo. Fue no solo un héroe civilizador sino incluso fundador. Desde Roma (antes que Rómulo interviniera) hasta Barcelona (según una leyenda medieval), un gran número de urbes, desde Hispania hasta Fenicia (donde se le adoraba bajo el nombre de Melkart –que significa Rey de la ciudad) reconocieron a Heracles como su patrón. Al acabar su misión, Heracles ascendió a los cielos, en medio de constelaciones como la del Tauro –el toro de Creta que una vez derrotara para satisfacción de su padre Zeus. Sus trabajos pasaron a entenderse como un ejercicio purificador, una “catarsis” cuyo premio era el cielo.

Los viajes y el espacio: Hacia el Este, Jasón y los Argonautas / Ulises, de Troya a las Columnas de Hércules
El errático viaje de Ulises, desde Troya, una vez saqueada esta ciudad situada en la ribera oriental mediterránea, hasta la isla de Ítaca donde se ubicaba su palacio, se ha convertido en el prototipo del viaje de aventuras. Un vengativo Poseidón, dios de los mares, lo perseguía, porque Ulises había contribuido a derribar los muros de Troya que Poseidón había levantado, y porque había cegado a su hijo el cíclope Polifemo. La nave, antes de naufragar, iba de aquí a acullá, entre Egipto, las columnas de Hércules y la entrada de los infiernos: los límites del mundo conocido, que era el mundo Mediterráneo. Reyes, princesas y hechiceras recibieron a Ulises, supieron de las tierras en las que ya había atracado, al mismo tiempo que le contaban lo que habían oído acerca de lo que acontecía en Ítaca –cuya morada la paciente  Penélope, esposa de Ulises, velaba serenamente- y de la suerte de su hijo, un inquieto Telémaco, que había partido, a su vez, a la búsqueda de su padre. Ambos, padre e hijo, recogían y divulgaban noticias de puerto en puerto, de puerta en puerta, poblando las riberas mediterráneas de ecos de otros lugares y poniendo en contacto por vez primera islas y reinos lejanos.
Siglos más tarde, las aventuras y desventuras de Ulises se convertirían en un símbolo del incierto viaje del alma, escapando de la cárcel de los cuerpos a fin de retornar a su reino originario, el empíreo cabe los dioses.
El viaje marítimo de Ulises sucedió al de Jasón y los Argonautas en pos del Vellocino de Oro: un viaje más errático si cabe que el de los compañeros del propio Ulises.
Jasón era hijo de una tía de Ulises. Su padre, Esón, había perdido  el trono de la ciudad norteña de Grecia, Yolco, en favor de su hermanastro Pelias. A fin de proteger a su hijo, Esón lo confió a Quirón, el centauro (un ser híbrido, mitad animal, mitad humano) que vivía entre riscos y cuevas y lo adiestró en los secretos de la tierra. Jasón, ya adulto, regresó a su ciudad natal para pedir que su tío abandonara el poder; Pelias le impuso una condición: que trajera la piel aurea de un becerro alado, atesorada en el lejano reino oriental de la Cólcide, y guardada por un dragón. Era una prueba de la que era imposible salir con vida. El vellocino estaba dedicado a Ares, el dios de la guerra, ciego de ira.
Todos los héroes de Grecia participaron en la expedición, desde Orfeo, que encantaría a las Sirenas, hasta Heracles. La nave, construida por Argo, ayudado por la diosa Atenea, era mágica: avanzaba sola. Si a la ida las dificultades fueron sorteadas gracias a la ayuda de la hechicera Medea, hija del rey de la Cólcide, prendida de Jasón, la vuelta fue un infierno por tierras reales y de leyenda. Humanos y monstruos se confundieron en una pesadilla. La nave recorrió mares (Mar Negro, Mediterráneo), ríos (Danubio, Po), islas fijas y errantes (Creta, Cerdeña, Lípari), costas ignotas como las de Libia, sorteó riscos movedizos -las Piedras Azules-, incluso tuvo que ser transportada por caminos desérticos, poniendo a prueba fuerza, pericia y agudeza de Jasón y sus compañeros, antes de llegar a buen puerto.
Cuando los primeros colonos, ya iniciada la historia, partieron de las ciudades griegas, a partir del siglo VIII aC, para fundar ciudades por el Mediterráneo occidental, en compañía de poetas, artistas –como Hipodamos de Mileto-, geógrafos, historiadores, filósofos y dioses como Apolo que siempre los orientaban, tuvieron bien presentes los viajes de Ulises y de Jasón, a los que trataron de emular, descubriendo tierras y derrotando los monstruos que creyeron ver o que soñaron.


EL COSMOS. LA MORADA DE LOS DIOSES

El enigma del mundo:
Pese a su aspecto monstruoso con rasgos leoninos, de ave rapaz –alas y garras- y pechos y rostro humano seductor, la esfinge –siempre un ser sobrenatural femenino solitario- ponía a prueba, no la fuerza, sino la inteligencia de los humanos.
Era como una ser primigenio, asociada a las entrañas de la tierra y al mundo de los muertos. En ocasiones se confundía con las sirenas engatusadoras. Asentada ante las puertas de la ciudad de Tebas, planteaba preguntas enigmáticas, problemas irresolubles a quienes trataban de entrar en o salir de la ciudad sobre la condición humana y sobre la organización del cosmos: “¿Qué es lo que, permaneciendo siempre idéntico a sí mismo, tiene dos, tres ,cuatro pies?” (Diodoro Sículo): el ser humano;  ¿quiénes son las hermanas, madres e hijas una de la otra alternativamente?: el día y la noche-. Devoraba a quienes se quedaban mudos ante el envite o erraban.
Edipo halló las respuestas; la esfinge se precipitó en una sima.
La esfinge simbolizaba los valores opuestos a los de la ciudad; estaba asociada al mundo aún no civilizado. Sus palabras no eran claras, sino ambiguas y dañinas, enrevesadas como su propia figura.  Evocaba los enigmas que el mundo planteaba, a los que el hombre se enfrentaba si quería vivir no sometido. Desenredar sus engañosos acertijos equivalía a echar luz sobre los misterios del mundo y del ser humano con los que el ser humano se encaraba sin miedo.  La esfinge planteaba un enigma de tal manera al caminante –que era el humano en tránsito-, que éste no podía encontrar la respuesta en la sabiduría transmitida, sino en la reflexión personal, en el pensamiento que abría vías nuevas a la acción.
Los filósofos y los historiadores (que contaban no solo lo que veían, sino también las razones tras los hechos que los explicaban) -los nuevos héroes-, fueron quienes se vieron con la oscuridad que la esfinge echaba.  
Según Hesiodo, los adivinos, como los legendarios Calcante y Morfeo, se retaban con enigmas que ponían a prueba su capacidad de discernimiento. Se tratabas de un juego a vida o muerte. Calcante no logró descifran el enigma que Morfeo le planteaba: “murió de desesperación” (Hesíodo, frag. 278). Comenta Colli (p. 445) que el enigma tenía “un significado sapiencial (…) Era una lucha por la sabiduría”.     
Pero como los misterios del mundo eran enigmas, no pudieron –ni podrán- ser solventados nunca enteramente. Un enigma es una frase de múltiples sentidos. Éstos no ser alcanzan jamás en su totalidad. Desde el olvido, el desdeño o la caída de los dioses, iniciada por los filósofos presocráticos, el mundo se volvió problemático; es decir, digno de estudio. Planteaba un reto ante el que el ser humano, desde entonces, se ha enfrentado.

El filósofo ante el enigma

“Ciertamente, los dioses no revelaron todas las cosas desde el principio a los hombres, sino que, mediante la investigación, llegan éstos con el tiempo a descubrirlo  mejor.” (Jenófanes, frag. 18)

“Todo lo que ha nacido y crece es tierra y agua” (Jenófanes, frag. 29)

“(El agua, el aire, la tierra y el fuego) solo ellos existen, mas desplazándose los unos a través de los otros se convierten en seres humanos y en especies de otros animales” (Empédocles, frag. 26)

« Ciertamente, la filosofía es el bien más grande y más preciado ante la divinidad, puesto que nos conduce a ella y nos vuelve agradables a los ojos de  ésta: así que considero que los que se dedican a este estudio son los mortales más grandes; mas ¿qué es la filosofía? Descendida del cielo para iluminar a los hombres, ¿cómo es que permanece oculta para la mayoría? » (Justino: Diálogo con Trifón, II, 1)

El cosmos estaba lleno de dioses. Los mitos, presentes en las culturas mediterráneas, eran relatos, protagonizados por seres sobrenaturales, que narraban el origen y el desarrollo del mundo.
A partir del s. V aC, pensadores como Jenófanes o Critias consideraron que los dioses eran una invención o una proyección humana, pero de indudable valor político:

Un hombre ingenioso inventó el temor a los dioses para que los malvados no dijeran ni hicieran nada malo ni siquiera a escondidas. Ese fue el origen de la divinidad: se creía que había una deidad inmortal que veía y oía en su mente y cuya naturaleza divina le permitía pensar en todo y ser consciente de todo (…) Alguien convenció a los humanos para que creyeran en la existencia de una raza de dioses” (Critias, s. V aC).

 Era útil hacer creer que los dioses castigaban a los malos y premiaban a los buenos. Así, Cicerón opinaba que “es propio del sabio proteger las instituciones de los mayores conservando los ritos sagrados y las ceremonias”, una afirmación muy parecida a la que Platón había defendido tres siglos antes.
Hacia el siglo VI aC, en las costas jonias y en la Magna Grecia (las colonias griegas en Occidente), la pregunta del hombre acerca del cosmos cambió. Del “cómo” aconteció se pasó a “qué” lo constituía. Ya no se inquirió sobre la creación -lo que implicaba recurrir a explicaciones trascendentes, irrelevantes o carentes de sentido-, sino sobre los elementos –o raíces (en griego: rizomas)- del mundo.
Los llamados filósofos presocráticos (Tales, Heráclito, Anaximandro, Anaxímenes) dieron un nuevo sentido al término griego arjé: de origen o fundación pasó a significar fundamento: el aire, el fuego, la tierra o el agua -según qué pensadores-, presentes, bajo distintas “formas”, en todas las formas naturales constituidas sin necesidad de pensar en acciones divinas. Por otra parte, acontecimientos celestes singulares (cometas y meteoritos) ya no fueron interpretados como misteriosos signos divinos, sino como fenómenos naturales explicables por la propia mecánica del cosmos.
Por vez primera, quizá, una facultad humana fue divinizada: el pensamiento. Así, tanto la aguda diosa de las artes, Atenea, cuanto Polimnia, la musa de la geometría –madre de Orfeo, e incluso de Eros, según qué mitos-, fueron representadas en estado meditabundo (ensimismado o melancólico), el mentón apoyado en la mano cerrada.
  El mundo empezó a dar qué pensar; ya no era motivo de creencia (ciega o ilusa).
El racionalismo daba sus primeros pasos, confiado en que la naturaleza podía ser descifrada y que las teorías sobre la misma podían ser sometidas a crítica. Así, cuando Aristóteles trataba de analizar una cuestión compleja, lo primero que hacía era analizar críticamente las teorías existentes al respecto.
Pero la práctica filosófica no estaba exenta de peligros. Sabios eran los dioses, exclusivamente. El que humanos hubiera que se consideraran sabios podía ser interpretado como una manifestación de impiedad. Por eso, al parecer, Pitágoras se definió, no como un sabio, sino como un amante de la sabiduría (un “filo-sofo”), en pos de lo que carecía, y a lo que nunca llegaba. La aventura filosófica no tenía fin.
Aun así, hubo quien pagó el viaje con su vida –como Sócrates, condenado a muerte por impiedad, condena de la que Anaxágoras (s. V aC) –acusado por no aceptar que el sol y la luna eran divinidades- escapó por poco, a cambio del destierro. 

  La burla de los dioses

La tragedia fue un género teatral propio de Atenas en el siglo V aC. El tema se desarrollaba en tres obras interpretadas conjuntamente, seguidas de una versión satírica del mismo, cuyos personajes eran sátiros: seres híbridos, antiquísimos, quizá, seguidores del dios agrario Dionisos. Estas representaciones formaban parte de los ritos en honor de Dionisos. La sátira distendía el ánimo de los espectadores o participantes, encogido por los conflictos planteados entre el orden establecido por los dioses y las sociedades arcaicas, y el nuevo orden urbano.

Los temas de la tragedia procedían de los mitos, que contaban historias de dioses y héroes a quienes todo les era permitido. Autores como Jenófanes o Platón (siglo IV aC) se ofendieron por la imagen de las divinidades, movidas por bajas pasiones, que los mitos brindaban y los actores escenificaban. Por esto, Platón defendería el destierro y la pena de muerte para los comediantes.

 En las colonias de la Magna Grecia, un nuevo género teatral se haría muy popular durante el siglo IV aC: el flíaco. Este género --que algunos estudiosos consideran un precedente de la manierista Commedia dell´arte en la Italia del siglo XVI-- consistía en obras improvisadas y carentes de texto, quizá inspiradas en las comedias escritas por Aristófanes (siglo V aC), en las que se pondría en solfa la vida de los dioses del Olimpo. Escenificadas sobre simples tarimas de madera, eran protagonizadas por actores vestidos grotescamente, como sátiros viejos y licenciosos, alcahuetas y ancianos avaros y libidinosos, con máscaras, postizos y bultos que los afeaban. Se conocen gracias a las imágenes que los vasos de cerámica nos ofrecen. 

 El Olimpo se había convertido en una "Corte de los milagros", poblada de dioses chuscos y chabacanos, irónicamente descrita por Luciano de Samósata en Los diálogos de los dioses. Se diría que los hombres habían perdido, quizá para siempre, el antiguo respeto a los dioses olímpicos. 

La utilización política de los dioses
Las culturas antiguas practicaban lo que se conoce como el sinecismo: la equiparación de divinidades de culturas distintas, con funciones parecidas, y el transvase de características y propiedades de una a otra figura, dando lugar, en ocasiones, a nuevas divinidades. Este proceso se realizaba espontáneamente o respondía a trabajos eruditos de teólogos.
Si los dioses, hoy como ayer, podían ser una invención humana, necesarios para mantener unida una misma comunidad gracias a la práctica ritual a la que asistían todos los miembros de la misma, ¿cómo no se iba a requerir su presencia para conjuntar comunidades de culturas muy distintas? Los dioses se ponían explícitamente al servicio de los intereses humanos. “Cada pueblo –escribe Proclo- se ha de dirigir a los dioses con los nombres que tienen en su lengua, pues los dioses que dominan una región se complacen en ser nombrados en la lengua de su propio país”. Poco a poco el Mediterráneo se fue poblando de santuarios erigidos a dioses que tenían el mismo nombre en todos ellos, porque la región que dominaban era el Mediterráneo mismo.
Egipto y Grecia se conocían, y el mismo Ulises desembarcó en las costas egipcias para interrogar al dios Proteo, pero, salvo por una tardía colonia griega en Egipto, Naucratis (s. VI aC), ambos países (o ambas culturas) mantuvieron pocos contactos antes de la conquista de Egipto por parte del macedonio Alejandro Magno.
Fue el sucesor suyo, el faraón helenístico Ptolomeo I Soter (367-283 aC), quien, al parecer, impuso el culto a una nueva divinidad, Serapis, configurada de tal modo que pudiera ser adorada tanto por la naciente comunidad griega o macedónica como por los egipcios dominados.
Hasta qué punto sea cierto que Ptolomeo I tuviera un sueño que dio nacimiento a Serapis, no se sabe bien: se contaba que una divinidad mesopotámica llamada Šár Apsi (el Señor Omnipotente de los Abismos, una manifestación del dios mesopotámico de las fértiles aguas dulces, Ea o Enki) a la que se le rendía culto en la colonia asiria de Senope en Anatolia, se motró a Ptolomeo I, y le  reclamó que la llevara a Egipto, donde se rendía culto a un dios de parecido nombre, el híbrido Serapis –mitad Osiris, mitad Apis, la manifestación taurina del dios creador Ptah.
El Serapis mesopotámico-egipcio Serapis fue dotado con los rasgos y los poderes de diversos dioses griegos: Zeus (el padre de los dioses), Dionisos (dios de la fertilidad y la fecundidad), Hades (divinidad funeraria), y Asclepios (dios de la medicina). Fue convertido, así, en una divinidad masculina de aspecto enteramente humano, adulta, coronado con una medida de cereales, esposado a Isis equiparada a Afrodita, que controlaba la vida y la muerte, benéfica, sabia y fértil. Harpócrates, nombre griego de Horus, recreado como Eros, fue su hijo.
Esta divinidad históricamente forjada gozó de amplio crédito en el mundo greco-latino, no así, sin embargo, entre los egipcios, más familiarizados con divinidades híbridas o con forma de animal, muy alejadas de la figura de un filósofo, humana, demasiado humana, que tenía Serapis.  

La burla de la última frontera: hasta la muerte ya no es sagrada
La Muerte era una diosa terrible en la Grecia arcaica y clásica –así como en Mesopotamia. De faz atroz afeaba los cuerpos, descompuestos o mutilados, de los difuntos. Pero la Muerte que se abatía en las contiendas cuerpo a cuerpo evitaba a los jóvenes guerreros, de Atenas o de Esparta, por ejemplo, un final aún más temible: el lento e implacable decaimiento de los cuerpos de los ancianos y de cobardes y pusilánimes habían rehuido los enfrentamientos personales. En la Grecia clásica se vivía ante los ojos de los demás; y solo se valoraba lo que se veía. Era digno de admiración y de deseo lo material, lo carnal, bien compuesto, esplendoroso y no lo invisible –espectral, inquietante-, contrariamente a concepción egipcia (quizá idealizada, lo que revelaría una secreta angustia). Por eso mismo, la Muerte era el supremo adversario con el que era mejor enfrentarse en la flor de la edad. Se dejaba así un buen y hermoso recuerdo.
La visión de los mundos visible e invisible cambió a partir de finales del siglo Vl y durante el siglo V aC. Heráclito sostenía que la muerte era una libración: el alma escapaba a la cárcel del cuerpo y retornaba a su lugar de origen, en el empíreo, una concepción que Sócrates y Platón desarrollarían. ¿Cómo temer a la muerte física, si era un bien? Por eso mismo, Sócrates bebió del cáliz envenenado que el tribunal que le había condenado a muerte por impiedad le tendió: la muerte le devolvía a la vida verdadera, partiendo al encuentro de los sabios del pasado que habían mirado a los ojos de la Muerte sin bajar la mirada.
La presencia de la muerte no cesaba; pero no causaba temor. En Roma, junto a los cubiertos metálicos, se disponían estatuillas articuladas de bronce que representaban a esqueletos, una imagen que se repetía en copas de plata grabadas. Las figuras se asemejaban a marionetas desarticuladas, que bailaban como títeres cuando se las manejaba como quien sacude una campanilla. Conocidas como larvae comensalis, se utilizaban como unos memento mori: recordatorios de la condición mortal humana, no para amargar el banquete sino precisamente para todo lo contrario: acrecentar la sensación de placer, disfrutando de un momento único, dada la fugacidad de la vida: carpe diem. La muerte estaba presente; pero no asustaba; se convivía con ella, se  la consideraba con ironía. 
La muerte había dejado de ser un espantapájaros. El hombre se sabía más fuerte. Como sostenía con vehemencia Epicuro, llevar una vida digna era incompatible con el miedo a la muerte.

El castigo: Prometeo

“Ahora, lo que me preguntáis, por qué causa me hiere, os lo aclararé. En cuanto se sentó en el trono paterno, en seguida distribuyó entre los dioses sus privilegios, a cada uno diferentes, y organizó su imperio; pero no se preocupó en absoluto de los míseros mortales, sino que, aniquilando toda la raza, deseaba crear otra nueva. A este proyecto nadie se opuso sólo yo. Yo me atreví; libré a los mortales de ir, destrozados, al Hades. Por eso ahora estoy sufriendo tales sufrimientos, dolorosos de sufrir, lamentables de ver.  Por haber tenido ante todo piedad de los mortales, no fui juzgado digno de conseguirla, sino que implacablemente estoy así tratado, espectáculo infamante para Zeus.” (Esquilo, Prometeo encadenado)

Burlarse de los dioses, poner en duda o en jaque sus capacidades tenía un precio. Los humanos lo pagaron, sobre todo una divinidad (que sería considerada, no solo favorable a los humanos, sino el prototipo de aquéllos), Prometeo (que significa El Previsor), que decidió abandonar a Zeus y la corte celestial, y ayudar a sus criaturas, los humanos que había un día modelado con barro y dotado de espíritu, a fin que sortearan las calamidades con las que el cielo quiso castigarles.  Los educó y les enseñó cuantas técnicas necesitaron para habilitar la tierra y recorrerla sin perderse, en contra de la voluntad de Zeus. Prometeo fue el primer “filantrópico”  de la historia –tal como es descrito en el Prometeo encadenado, de Esquilo.
Zeus, entonces, escondió el fuego; sin él, los humanos no pudieron alimentarse, tener hogares ni útiles forjados con los que labrar la tierra; perdieron hasta las luces y el fuego de la pasión. Prometeo  robó una llama de la pira del divino Hefesto, el herrero de los dioses, o de la rueda de fuego del Sol, y lo devolvió a la tierra. A esa falta se sumaba que El Previsor conocía un secreto que afectaba decisivamente a Zeus, pero que éste no era capaz de penetrar: el nombre de la divinidad, un hijo suyo que aun no había nacido, que acabaría un día con él. La muerte, de nuevo, afectaba a los dioses. Fue entonces cuando Zeus mandó que Prometeo, como un dios torturado, fuera encadenado en lo alto de un monte en el Cáucaso, y que un águila le picoteara el hígado regularmente, mientras desencadenaba un diluvio. Mas, Deucalión, el hijo de Prometeo, salió con vida de las aguas, cuando éstas descendieron y repobló la tierra con seres humanos. Prometeo pagó un alto precio pero nunca consideró digno ni necesario pedir perdón. El Cielo se rindió ante Él.
Al ensalzar al rebelde Prometeo, la cultura griega dejó en herencia la idea de la dignidad de la rebeldía. Más aún, de la dignidad del sacrilegio.


EL ESPACIO COMÚN. LA CIUDAD DIALOGANTE

El ágora: lugar de intercambio y encuentro.

Tras un posible periodo de gobiernos asamblearios (de jóvenes y de ancianos)  en ciudades-estado del sur de Mesopotamia en el cuarto milenio aC, la mayoría de las estructuras políticas de las culturas mediterráneas, en el primer milenio aC, descansaron en la figura de un monarca o un oligarca. Reyes o aristócratas asumieron el poder.
En el siglo VI aC., Atenas estableció una nueva forma de gobierno y dispuso nuevo tipo de gobernantes. El poder unipersonal (monárquico, tiránico u oligárquico) dio paso, gracias a Clístenes, a un poder equilibrado legislativo y ejecutivo en manos de dos asambleas: la “iglesia” (ekklesia) formada por numerosos ciudadanos (varones libres) que sometían a discusión todo tipo de propuestas y dictaban leyes, asentada en la colina de la Pnyx, y la boulé, un grupo ciudadano más restringido encargado de aplicar aquéllas.  La estructura de clanes se disolvió; el linaje ya no fue la condición para acceder a cargos públicos (aunque sí la fortuna). Al mismo tiempo, los tres poderes, religioso, civil y judicial se separaron.

“Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su condición. Gobernamos liberalmente lo relativo a la comunidad, y respecto a la suspicacia recíproca referente a las cuestiones de cada día, ni sentimos envidia del vecino si hace algo por placer, ni añadimos nuevas molestias, que aun no siendo penosas son lamentables de ver. Y al tratar los asuntos privados sin molestarnos, tampoco transgredimos los asuntos públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a los que en cada ocasión desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas sobre todo a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a cuantas por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida” (Tucídides: “Discurso fúnebre de Pericles”, Historia de la guerra del Peloponeso, II, 37)

Esta distinción se plasmó espacialmente. En Atenas, el acrópolis, donde setecientos años (s. XII aC) había morado el “basileo” (el rey-sacerdote), se dedicó a los dioses, mientras que el poder civil se asentó a los pies del acrópolis, en una llanura, constituyendo el ágora.
Se trataba de un espacio abierto, situado en un cruce de vías, central y bien comunicado. La vía sagrada de las Panateneas que ascendía hacia la acrópolis cruzaba el ágora en diagonal, mientras que el camino hacia el puerto del Pireo nacía allí. Pronto se convirtió en el signo identitario de toda ciudad y colonia griegas. El bouleuterion –donde se reunía la asamblea ejecutiva de la boulé-,  el pritaneo –un edificio de planta circular, que atesoraba el fuego sagrado de la ciudad, donde se reunían los pritanos, una delegación de la boulé, encargada del funcionamiento efectivo diario de la administración-, los mercados, un teatro (durante un tiempo), y varios templos dedicados principalmente a divinidades ligadas al mercadeo y a las técnicas artesanas –con las que se fabricaban objetos en venta en el ágora-, se asentaron en el ágora.
El ágora se hallaba en el centro de dos fuerzas, opuestas y complementarias, verticales y horizontales, que articulaba: el enraizamiento (que el mito de la autoctonía expresaba) y la apertura al mundo. El ágora solía ubicarse en antiguos cementerios arcaicos o micénicos, cuyas tumbas más destacadas se consideraban como cenotafios heroicos, tumbas de fundadores míticos de la ciudad, de tiempos heroicos. Los primeros reyes de Atenas, los míticos Erecteo y Erictonio, con rasgos antropomorfos y cuerpo de serpiente, habían brotado de las entrañas de la tierra. Así, los héroes, amén de unir la ciudad a la tierra, protegían, desde el centro y las profundidades, a los ciudadanos. El fuego sagrado de la ciudad, que la diosa del hogar, Hestia, mantenía, se solía prender cabe estas tumbas. Por otro lado,  Hermes Agoraeus, de alados botines, el veloz y nervioso dios de los viajeros y los mercaderes que comerciaban en el ágora, cuya estatua se ubicaba en este espacio, simbolizaba las relaciones que la urbe establecía y mantenía con el exterior.
Cuando el imperio helenístico conquistó Atenas y acabó con un gobierno democrático, el ágora se convirtió en un escenario representativo y vacío, sin incidencia en la vida de la ciudad-estado.
El ágora, sin embargo, no fue inventada por la democracia. Se tratara originariamente de una plaza de armas temporal, descrita, por ejemplo, en la Odisea: un espacio abierto en cuyo centro se disponía el botín tras una victoria, que se repartía entre los guerreros. Este espacio, delimitado para la ocasión, pertenecía a la colectividad: los jefes de los guerreros se colocaban en el perímetro del ágora, y las ganancias obtenidas entre todos se centraban.
El nítido escenario del gobierno de los ciudadanos presentaba dos zonas oscuras, sin embargo: una declarada voluntad imperialista que llevó a Atenas a mantener guerras incesantes para doblegar ciudades e islas próximas: “la democracia es un régimen incapaz de ejercer el imperio sobre todos”, declaró el general Cleón antes de ordenar la ejecución de todos los varones y la esclavización de todos los niños y las mujeres de la ciudad griega de Mitilene durante la devastadora Guerra del Peloponeso, entre Atenas, Esparta y sus aliados, durante el s. V aC, según cuenta el historiador Tucídides.  
Por otra parte, el ambiguo mito de la autoctonía de siniestro y perdurable destino en Europa (que contaba que los primeros reyes, con cuerpo de serpiente, nacieron de la tierra, y que daba pábulo a la exclusión de todos aquellos que no pertenecían a la tierra-madre desde los inicios), una “noble mentira”, dirá Platón, siempre a riesgo de perder su nobleza.       

La divinización de los valores de la ciudad:

“No va a perecer jamás nuestra ciudad por designio
De Zeus ni a instancia de los dioses felices.
Tan magnífica es Palas Atenea nuestra protectora,
Hija del más fuerte, que extiende sus manos sobre ella” (Solón, frag. 3(3D) Eunomía)

“Por tanto, está claro que la ciudad es una de las cosas naturales y que el hombre es, por naturaleza, un animal cívico. Y el enemigo de la sociedad ciudadana es, por naturaleza, y no por casualidad, o bien un ser inferior o más que un hombre (una divinidad)” (Aristóteles, Política). 

Para los griegos, no había humanidad si no existía la ciudad. La ciudad hacía al hombre “humano”. Los griegos sabían que los bárbaros, los monstruos, las alimañas vivían solas y a la intemperie. Homero oponía el espacio bien organizado del palacio de la ciudad de Ítaca, a la cueva en medio de la isla selvática y desierta del cíclope. Fuera de la ciudad no cabían cultura ni civilidad. Allí, ser hombre encontraba la ley y la justicia, que lo demarcaban de los animales. Aristóteles consideraba que el ser humano solo podía ser un ser político, es decir, un ciudadano, porque poseía un lenguaje –el lenguaje de su ciudad- que le permitía plantearse, comunicar y dialogar acerca de cuestiones básicas como la diferencia entre lo natural y lo artificial o convencional –lo que respondía a una convención o norma humana.
La ciudad (griega) hacía al ser humano. Ésta exhibía sus valores, su fortaleza (moral) y sus logros, personificándolos. Estas efigies, semejantes a figuras divinas o divinizadas, se situaban en el centro de la ciudad, bien visibles por todos, sin que nadie pudiera apropiárselas.
El valor supremo era la Persuasión. Con ella, se vencían todas las resistencias. Aquella virtud se expresaba a través de la palabra. El lugar propio dónde ésta se lucía era el espacio del diálogo y del intercambio: el ágora. Así, la plaza central de Corinto, una ciudad portuaria y comercial, abierta a todos los vientos, acogedora y dadora al mismo tiempo, y célebre por sus prostitutas (bajo los cuidados de Afrodita) estaba presidida por una gran  estatua de Peito, la Persuasión.
El ágora de Atenas, por el contrario, acogía una estatua de bronce de  Eirene, la Paz –que la ciudad traía. Eirene era hija del padre de los dioses, Zeus, y de Temis, la diosa de la Justicia, de los fundamentos de la comunidad, de la vida en común, solo posible cuando cesaban las disensiones.
Pero quizá el valor y la imagen más importantes, sin los cuales no cabía ciudad alguna, era Hestia (Vesta, en Roma): la diosa del fuego sagrado del hogar, tanto privado cuanto público, doméstico y urbano. Un templo dedicado a esta diosa, que simbolizaba –y mantenía- la vida, la vitalidad de la urbe, se ubicaba en el ágora y, en Roma, en el foro. Esta diosa, al contrario que sus semejantes las divinidades olímpicas, no moraba en el cielo sino entre los humanos, en el corazón de la ciudad, que no abandonaba nunca. Su alejamiento o su extinción hubieran acarreado el fin de la ciudad y de sus logros. La humanidad habría llegado a término.

La divinización de la ciudad. La Fortuna de la urbe
Las ciudades de la antigüedad estaban bajo la égida de una divinidad. Ésta las había fundado y moraba en el templo principal. Nada se emprendía sin su consentimiento. Mantenía el orden y, cuando la abandonaba a su suerte, insatisfecha por el rumbo que la urbe tomaba, ésta quedada desamparada, a la merced de los enemigos. La identificación entre la divinidad llamada políada (propia de una polis o ciudad) y la ciudad que le pertenecía era tal que, en ocasiones, ambas llevaban el mismo nombre. Así ocurría, por ejemplo con Atenas, bajo la sombra protectora de Atenea.
Fue durante la cultura helenística que amaneció una nueva divinidad: la ciudad personificada. Una misma diosa que protegía a todas y a cada ciudad. Se llamaba Tiqué (que significaba Suerte)  en griego, Fortuna, en latín. Encarnaba la buena suerte de la urbe, su fortuna favorable. Se la representaba bajo los rasgos de una figura femenina vestida, cuya tiara representaba los muros de la urbe, portando el cuerno de la abundancia (o cornucopia): éste era el cuerno que Hércules arrancó de la testa del toro bramando en el que se había transformado el dios de los ríos Aqueloo, cuando descendía encabritado, y del que manaban sin cesar frutos y flores en abundancia, que alimentaban a la ciudad y auguraban una prosperidad constante.
Fortuna estaba emparentada con la diosa Peito -la Persuasión-, quien, con buenas palabras, brindaba bienes a la urbe. En ocasiones Fortuna se identificaba con Némesis, la diosa de la justicia implacable, de la fortuna bien distribuida –lo que acontecía no sin levantar suspicacias por parte de quienes consideraban que hubieran tenido que recibir una mejor parte, despertando el resentimiento-, favorable o cruel, según cómo la diosa considerara el destino de la ciudad; destino trágico, en ocasiones: para el orador Demóstenes, la ciudad griega –ateniense, en particular- era digna de ser considerada el sujeto de la historia; se asemejaba a un héroe libre que luchaba a favor de su memoria, en contra de un hado aciago. 
En la tardo-antigüedad, sin embargo, Némesis se distinguió de Tique. La primera, bajo la forma de Némesis Adrastea (la Retribución de la que no se puede escapar, la Justicia implacable) se convirtió en una diosa previsora que garantizaba la justicia divina: “el destino es como la ley de la ciudad”, afirmaba Plutarco. Mientras, Tique simbolizaría la voz de la naturaleza imprevisible, que no se dejaba amedrentar por ningún ritual tranquilizador.

El simposio: otro lugar de debate
El Simposio (o El Banquete) es el título de uno de los más conocidos diálogos de Platón. Cuenta un festín en el que los comensales, debidamente recostados, debaten, durante la comida y la bebida, acerca de las relaciones humanas, es decir acerca del papel de Eros –el deseo- como motor o agente del encuentro, el diálogo admirativo y formador, y la confrontación: dos seres se miran, se admiran, se desean y tratan de dirimir diferencias en una fusión física y sobre todo espiritual. El banquete constituye un espacio de acogida. Lo que el diálogo narra concluye con el imperio de Eros, y una escena de borrachera, en la el “orden establecido” se disuelve, y las diferencias y las distancias se anulan, a veces violentamente.
El relato platónico describe una práctica habitual en el mundo griego: un banquete, entre hombres, amenizado por músicos, bailarines y bailarinas y hetairas (prostitutas), en el que se celebra la amistad, y se comparten cuerpos, ideas y manjares.
Los banquetes más comunes eran los que los pritanos –cargos públicos que, durante un año tan solo, dirigían las tareas de la boule, o asamblea ejecutiva de la ciudad- estaban obligados a mantener diariamente.  Tenían lugar en el pritaneo, la sede en la que moraban durante el mandato, situado en el ágora, abierta a todos los ciudadanos, y que albergaba también al fuego sagrado de la ciudad.
Este hecho no era excepcional: también en la ciudad de Esparta, todos los jóvenes ciudadanos tenían que alimentarse (y dormir) juntos –salvo un día a la semana cuando regresaban a sus hogares para compartir lecho con sus esposas-.
El banquete estaba íntimamente asociado al bienestar y el buen funcionamiento de la ciudad, pues permitía que los representantes políticos compartieran experiencias, no sin que no quepa destacar que, en ocasiones, su culminación orgiástica llevaba a los comensales borrachos a cometer destrozos y atropellos en el espacio público, cuando el encuentro concluía.
El pritaneo –o el banquete que acontecía en su interior- reflejaba la importancia de la “comensalidad” y el intercambio, propios de la ciudad democrática griega. Era una versión reducida de la estructura y el orden urbanos.

Los recluidos y los rechazados, o la antítesis de la ciudad y los ciudadanos:

“Entre los bárbaros, la mujer y el esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la naturaleza no ha creado entre ellos un ser destinado a mandar, y realmente no cabe entre los mismos otra unión que la de esclavo con esclava” (Aristóteles, Política)

La ciudad siempre se definió en relación a unos rechazados llamados los pharmakoi o chivos expiatorios: unos verdaderos apestados (como Edipo, el rey de Tebas, por ejemplo) a quienes se culpaba, justamente o no, de males físicos y morales desconocidos que se abatían sobre una ciudad. Solían ser criminales, extraños, y quienes no creían en las bondades de la vida urbana. Una vez descubiertos, se les culpaba, se les condenaba al destierro para siempre y se les expulsaba, a fin de que cargaran sobre sus espaldas con el mal, y lo extrajeran de la comunidad. No podrían asentarse y reposar nunca en ningún pueblo ni en ciudad alguna. La selva era el único espacio que les aguardaba.
Del mismo modo, Platón –cuando el esplendor de Atenas era ya solo un recuerdo- consideraba que los artistas (actores, poetas, bailarines) no tenían cabida en la ciudad, porque sus acciones, a las que se acudía en masa, distraían y hacían soñar en realidades y valores distintos de los urbanos, ajenos a éstos, y tenían que sufrir la misma inmisericorde condena que los causantes de graves desórdenes públicos.
Sin embargo, personas como extranjeros y antiguos esclavos, ambos asentados en Grecia, y miembros de sectas religiosas, fueron aceptados como ciudadanos con plenos derechos en la ciudad griega del siglo VI aC, a fin de poner coto, quizá, a los aristócratas –ya que el número de miembros de las clases populares aumentó-. No obstante, la ciudadanía, que permitía participar activamente en la vida pública de la ciudad y en la toma de decisiones concernientes el buen gobierno, no fue nunca otorgada a tres tipos de excluidos sociales: mujeres, niños y esclavos no liberados –amén de los extranjeros de paso.

Lo que tiene lugar fuera del hogar es asunto del varón. Que la mujer no opine. Que se quede en el interior de la casa y no nos moleste. ¿Has oído, o no? ¿Hablo acaso a una sorda?” (Esquilo, Los siete contra Tebas, 200)

La excluyente noción de autoctonía (que tanto resuena dramáticamente hoy), cara a muchos griegos (en Atenas, en particular), según la cual los varones habían nacido directamente de la tierra, como las plantas –lo que justificaba el arraigo, y la posesión, la defensa y la explotación del suelo, y la exclusión de quienes venían de otro sitio - infirmaba o excluía a las mujeres, incluso de la propia ciudad. Los hombres no las necesitaban para existir. Habían nacido sin la intervención de éstas; su madre era la Tierra.
Pese a que la primera divinidad, Gaia (la Tierra) fuera una diosa, que Atenea, Ártemis y Afrodita estuvieran a la par que Apolo o Hermes, que Hera tuviera un poder parecido al de su esposo Zeus; que conceptos que designaban las funciones más elevadas humanas, como “la” Sabiduría, fueran de género femenino (tanto en Grecia cuanto en Roma), según destaca algún estudioso; que la paciente y recluida Penélope fuera interpretada, por pensadores helenísticos, como una alegoría de “la” Filosofía (tejiendo conceptos y desovillando significados ocultos), o que algunas mujeres tuvieron un papel destacado en las escuelas filosóficas –aunque se las considerara más bien como “hetairas”-, lo cierto que, en la vida cotidiana, las mujeres no contaban prácticamente para nada.
“La fuerza del hombre estriba en el mando y la de la mujer en la sumisión” (Aristóteles, Política)
La exclusión de la mujer se evidenciaba por su reclusión. No tenían cabida en el ágora. Las mujeres, incluso casadas, vivían en el gineceo –el espacio doméstico más alejado de la entrada de la vivienda-, en compañía de los hijos, antes de que cumplieran siete años, dedicadas a tareas textiles y domésticas. El huso y el espejo eran su símbolo: representaban su quehacer pero también el que no estuvieran autorizadas a mirar a la cara a nadie más que a sí mismas. El espejo –un útil propiamente femenino y de los afeminados- evocaba bien el espacio cerrado –frente a la apertura física y de ideas que el ágora traía y ejemplificaba- en el que los no-ciudadanos se hallaban permanentemente.
Solo una vez las mujeres pudieron reunirse en el ágora. Esto no ocurrió en la realidad, sino en la comedia La asamblea de las mujeres de Aristófanes, en la que éstas decidieron suplantar a los hombres debido al permanente estado de guerra en el que se había hundido la ciudad. No queda claro si el comediógrafo quiso burlarse de una situación considerada absurda o imposible, denunciar el mal gobierno de los ciudadanos que había obligado a que cayera en manos de las mujeres –incapaces de tomar decisiones juiciosas, pese a la igualdad que reivindicaban-, o si por el contrario defendió un nuevo y necesario papel de las mujeres en  el gobierno de la ciudad.
 El imaginario griego era, sin embargo, más rico y complejo de lo que se desprende de esas notas. Así, por un lado las divinidades protectoras de la ciudad eran diosas (incluso Atenas “pertenecía” a la diosa Atenea, representada como una figura guerrera), así como las que mediaban con el mundo indómito (como Ártemis), cuando, en verdad, éstas, como Hestia, hubieran tenido que velar, sin salir nunca al exterior, por los espacios recoletos o domésticos.
El “otro” incluía también a toda clase de deficientes físicos y mentales. Se han encontrado, en tumbas y santuarios, numerosas estatuillas de terracota con rasgos “anormales” o caricaturescos. No se sabe bien si retratan actores enmascarados, deficiencias reales, expresan burla o, al menos desde una óptica contemporánea, desprenden cierta conmiseración ante personas excluidas (menesterosos, mutilados, enfermos, locos).
La ciudad no se concebía sin la existencia de excluidos: los que rechazaban el orden urbano y los que la ciudad no aceptaba, porque eran injustos o porque turbaban el orden con su presencia retuerta.


LA PERSONA. EL MISTERIO DEL ALMA

La importancia del alma: la psique

Son los egipcios los primeros que (afirmaron) que el alma del hombre es inmortal y que, al perecer el cuerpo, se introduce en otro ser que sucesivamente se hace vivo (…) Hay algunos helenos que han utilizado esta doctrina –unos antes, otros después-, como si fuera propia” (Heródoto: Historias, II, 123, 2)

La inmortalidad del alma postulada, en el siglo VI aC, por Ferecides de Siro: uno de los legendarios Siete Sabios y un posible maestro de Pitágoras, quizá influido por sectas que rendían culto al héroe Orfeo que descendió al Hades y regresó con vida, y que defendían el errático viaje del alma en la tierra antes de su liberación-; la creencia en la existencia de dos almas, una mortal y humana, y una segunda inmortal y celeste; la transmigración de las almas, según los pitagóricos, y retomada por Sócrates y por Platón; y, finalmente, el retorno del alma al cielo tras un viaje, de cuerpo en cuerpo, bajo o alto, durante siete reencarnaciones, que Platón defendía, muestran que, posiblemente, la creencia en la importancia o la inmortalidad del alma en Grecia no dependía necesariamente  del estatuto inmortal del alma en el Egipto faraónico –pese a que autores de la Antigüedad tardía adujeron que filósofos como Pitágoras o Platón viajaron a Egipto y fueron iniciados en los “misterios egipcios”, algo, probablemente, falso o, al menos, indemostrable.
Mientras en la Grecia arcaica, el ser humano solo contaba mientras estaba en vida, por lo que su cuerpo, y no las “energías” y el “espíritu” (el doble desencarnado), era lo que lo caracterizaba. Sin embargo, ya en el siglo V aC, algunos pensadores postularon que el cuerpo era una cárcel en la que yacía el alma (la psique), y que los desvelos tenían que dirigirse hacia la suerte de ésta.
La psique no pertenecía en propiedad al individuo, ni estaba “encarnada” en él. Tras la muerte, era únicamente la psique, y no el cuerpo, la que aspiraba a retornar a su espacio originario, el empíreo. Pero, mientras que en el arcaísmo la psique se reducía a un ente espectral sin consistencia alguna (que chillaba como un murciélago cuando estaba privada del soporte corporal tras la muerte), viviendo una vida que no era vida en el Hades, para Platón, el alma era lo único que tenía “consistencia” –y estaba prometida a una vida verdadera, esto es, celestial, tras el ciclo de las transmigraciones- ante la fugacidad, la opacidad del cuerpo.
Tanto en Egipto cuanto en la Grecia arcaica, no se podía atender al alma sin desdeñar el cuerpo. El cuidado exclusivo de aquélla, lo único del ser humano que merecía todas las atenciones, aconteció tras Platón, a partir del siglo IV aC.
La representación del alma era difícil. Se tenía que figurar a un ente incorpóreo, cercano al individuo, visible solo en sueños. Una mariposa o un pájaro fueron los símbolos más usuales, ya sea en Egipto o en Grecia. Así aparece el alma en las estelas funerarias clásicas griegas, sobre todo en Atenas: el difunto, cabizbajo a veces, sostiene a un pájaro por las alas: la psique a punto de emprender el último vuelo hacia la luz, ya que la luz, aún hoy, atrae a las mariposas.

La función del deseo: Eros y Psique, y el encuentro
Contaba Diotima la sacerdotisa, con quien Sócrates dialogaba -según Platón narró en El banquete-, que Eros (Cupido, en Roma) fue concebido, una noche, en los lindes del jardín de Afrodita, en la isla de Chipre. Penia (la personificación de la Pobreza) no había sido lógicamente invitada a la fiesta de la diosa seductora, pero, a través de de las vallas, vio que Poros (Poros, hijo de Metis, la Astucia, significaba camino, el camino que lleva a una solución, a la resolución de un expediente, y era la personificación del Expediente o la Resolución) dormía a pierna suelta tras una borrachera. Penia logró penetrar en el vergel y unirse a escondidas al dios; sabía que así solucionaría sus miserias. En efecto, de la unión –o violación- nacería Eros. Éste era un semi-dios hijo la Pobreza: no estaba colmado; algo le faltaba; pero, por parte de padre, disponía de los recursos necesarios para solventar sus miserias.
Eros –el deseo- estaba siempre echando en falta a quien lo hubiera completado. Sabía, sin embargo, cómo y dónde hallar lo que solucionase sus deficiencias: su “alma” gemela.
El escritor romano tardío Apuleyo describió a esta joven, y contó cómo se encontraron. Psique era una muchacha que pronto fue dejada de lado por sus hermanas mayores casaderas y (mal) casadas. Un día que salió de palacio, penetró en un bosque que rodeaba un castillo cuidado pero desierto. Cayó la noche y Psique no pudo regresar. Pasó la noche en el castillo encantado; un cálido hálito entonces la poseyó. Desde entonces, Psique retornaba y pasaba todas las noches en el castillo, pero no logró ver nunca a su amante que se acercaba sigilosamente y a oscuras, porque éste le había planteado una sola condición: Psique no debería saber nunca quién era el joven, ni debería tratar nunca de contemplarle. Mas las hermanas insatisfechas de Psique, envidiosas de su suerte, la azoraron: ¿acaso el prometido era un monstruo o un asesino puesto que se escondía? Una noche, Psique, sintiendo que el joven dormía, encendió una vela. Tan admirada y absorta quedó ante el hermoso cuerpo yacente de Eros, que no cayó en que una gota de cera ardiente despertó al joven quien, al verse descubierto, huyó para siempre.
Eros era la ansiedad insaciable. No podía darse por satisfecho nunca. Pero Psique, un alma en pena, no pudo dejar de recorrer el mundo, de suplicar a Afrodita –madre de Eros, indignada por la desconfianza de Psique- incluso, a fin de reencontrarse con Eros, y volver a una vida plena, a reencontrarse consigo misma. Pues la mirada erótica, sostenía Platón, era la mirada clarividente, amante de la luz.
La unión de Eros y Psique brindaba la vida; la vida verdadera, es decir, la vida eterna. La representación de Eros y Psique no era rara en los sarcófagos romanos. Eros acompañaba a una Psique alada –el alma- en el tránsito hacia el más allá, donde un segundo Eros, portando una antorcha invertida, símbolo del acabamiento, la aguardaba, antes de que la luz inextinguible la iluminara para siempre.

La mirada y el espejo

“Sócrates: Al prescribirse el conocimiento de “sí mismo”, lo que se nos ordena es el conocimiento de nuestra alma (…)
¿A qué objeto hemos de mirar para que a la vez nos veamos a nosotros mismos?
Alcíbiades: Es manifiesto, Sócrates, que a un espejo o cosa que se le parezca.
Sócrates: Dices bien; pero ¿y en los ojos con los que vemos, no hay algo de esta clase? (…)
Pues bien, querido Alcíbiades: si el alma desea conocerse a sí misma, también debe mirar a un alma y, sobre todo, a la parte de ella en la que se encuentra su facultad propia, su inteligencia (…)”
(Platón, Alcíbiades)

“El punto de partida de todo perfeccionamiento debe ser el conocimiento de nosotros mismos” (Proclo)

Platón fue quien mejor describió los efectos de la posesión erótica. Los amantes, transportados por Eros, se deseaban: deseaban los cuerpos primeramente, aunque debían aspirar a superar la fascinación por la apariencia corporal o carnal y a ahondar en el alma.
Mirándose a los ojos, de cerca, cada uno se veía reflejado en los ojos del otro. Lo que descubría es su imagen reflejada, la imagen de uno poseído por Eros. La pupila actuaba como un espejo cristalino. En ella se asomaba la imagen reflejada, como si una figura diminuta (pupilla, en latín, significaba muñeca, precisamente) devolviera, desde los ojos de la persona amada, la mirada deseosa.
Toda vez que Eros despertaba transportes carnales y espirituales, y teniendo en cuenta que lo que Platón postulaba era el deseo del alma enamorada, lo que uno descubría en la mirada del otro era  el reflejo del alma animada por Eros. El alma se volvía hacia sí misma y se mostraba. El ser humano se descubría a sí mismo deseando a la otra persona, descubría su alma elevada por Eros. El deseo, así, ponía en relación almas excitadas que se miraban, se reconocían y se descubrían.
Los cuerpos opacos, que no dejaban traslucir nada, empalidecían ante el transporte anímico, ante el brillo de los ojos enamorados que emanaba de las centellas de  luz divina contenida en la psique –que una vez estuvo en íntimo contacto con la luz celestial antes de caer en la obscuridad de los cuerpos.
“Conócete a ti mismo”, se advertía en frontispicio del antiguo templo de Apolo en Delfos: cada uno debía descubrir y asumir sus limitaciones, su condición mortal, tan alejada de la de los dioses. En Platón, sin embargo, el conocimiento implicaría el reconocimiento personal, y lo que se tenía que conocer o recordar era la parte inmortal –el alma-. Dicha revelación era pública: acontecía durante un encuentro, en un cruce de miradas.  

El espejo y el retrato: el mito de Narciso
Todas las artes tienen sus mitos fundacionales que cuentan el primer gesto y dan razón de éste. El arte del retrato- del autorretrato, en particular- tiene, también un  modelo mítico.
Érase un joven hermosísimo, incapaz de darse cuenta del efecto que su paso por la vida causaba y de fijarse en nadie. El mundo está poblado de lamentos de hombres y de mujeres fascinados por Narciso, y desatendidos: todos habían quedados deslumbrados por él, mas en nadie Narciso había posado los ojos. Su última “víctima” quedó reducida a una voz plañidera que repetía, una y otra vez, con voz más queda y cansada, el nombre de su amado: el eco de su voz tan solo le respondía. Eco, en efecto, era el nombre de la ninfa despechada que juró que Narciso sufriría lo que ella padecía, y quedaría prendado de quien no podría corresponderle.
He aquí que el joven, que deambulaba por la vida despreocupado, llegó a una herbosa pradera cabe un lago de aguas quietas y profundas. Narciso se acercó a la orilla; mientras contemplaba las aguas espejadas, descubrió, de pronto, que de las profundidades ascendía, sin llegar a emerger, una figura tan turbadora como él, que pareció quedar tan prendado de Narciso como Narciso, por vez primera, de ésta. La figura abisal acercaba el rostro cuando Narciso se inclinaba sobre las aguas; mas cuando los labios de ambos se tocaban, el temblor de las aguas desdibujaba el ser acuático, para la desesperación de Narciso. También observó que en cuanto él se alejaba, la figura se reducía y se disolvía. Parecía que ésta solo pudiera existir si Narciso la miraba; dependía enteramente de Narciso, al tiempo que Narciso pasaba el tiempo pendiente de aquélla. Tan atento –y desolado porque entendió que nunca podría alcanzar a la figura de las aguas ni podría olvidarla- se hallaba que acabó -acaso por un descuido, o quizá queriendo fusionarse a toda costa con la figura amada, aun a costa de su vida-, disolviéndose en las aguas quietas de la laguna.
No se sabe si Narciso fue consciente de quien era el que le miraba intensamente; quizá intuyera que la figura era su propia imagen. Pero el mito cuenta la fascinación de las imágenes, de los retratos espejados, sobre todo, que tienden un espejo para que nos miremos y nos descubramos; descubramos quienes somos, más allá de nuestro cuerpo.

El retrato, la mirada y la psique: la retratística, un nuevo género artístico:
El filósofo y teórico de las artes alemán Hegel, a principios del siglo XIX, consideraba que el arte de finales de la antigüedad (el arte cristiano) que mejor reflejaba la nueva concepción del hombre y de la divinidad (una divinidad encarnada) era, junto con la música y la poesía, la pintura y, en particular, la retratística. Pese a los conocimientos sobre la historia del arte que se tenían en esta época, aquella consideración no estaba desencaminada. ¿Por qué?
El arte del retrato pintado surgió en el siglo IV aC, en el imperio de Alejandro. Hasta entonces, no se habían representado a individuos, sino a tipos (el héroe, el sabio, el anciano, el poeta –siempre ciego-, el filósofo, la profetisa, etc.). Incluso en el caso de efigies que representaban a figuras concretas, la idealización, o la insistencia en determinados rasgos que dotaban al retratado de un aura heroica, eran de recibo.
Sin embargo, el decaimiento de los cultos en los dioses tradicionales, excesivamente distantes, poco preocupados por las miserias, la suerte de los humanos y, por consiguiente, la creciente sensación de desamparo en un mundo cuyos límites, gracias a las exploraciones y las conquistas de Alejandro, no cesaban de ampliarse, fue en aumento. El ser humano se sintió solo, tuvo conciencia de su soledad. No podía confiar en nadie (más que en sí mismo). Era el protagonista de la historia, tras la derrota, la desaparición o el descrédito de los dueños del mundo –los dioses de los panteones tradicionales. Solo él contaba.
La ciudad helenística y romano-imperial, ya no estaba gobernada por los propios ciudadanos; ya no les pertenecía, ni daba sentido a sus vidas. Los ciudadanos fueron entonces a buscarlo en la manifestación de la individualidad –que los retratos bien exhiben-, en filosofías o religiones, como el estoicismo y el epicureísmo, que, pese a ser tan distintas, se proclamaban basadas en la naturaleza, y en nuevas divinidades que invitaban a un trato más directo -al que ya invitaban, desde el s. VI aC, las antiguas religiones mistéricas, como las de Démeter, Dionisos u Orfeo, practicadas en secreto, fuera del ámbito urbano, opuestas a la distancia o el desdén que los cívicos dioses olímpicos practicaban. 
En el oasis del Fayoum, en Egipto, se descubrieron, a principios del siglo XX, los retratos pintados más antiguos que se han conservado. Los retratados encargaban su efigie en vida, mas ésta cobraba pleno sentido tras la muerte del modelo. Las imágenes, fruto de la manera de ver y de reproducir el mundo, que se dio en Egipto, el mundo helenístico, Etruria y Roma, muestran rostros de frente, individualizados, en los que destacan ojos bien abiertos con una mirada fija. Se supone que son la faz de los difuntos que han alcanzado la inmortalidad y miran confiadamente, desde el más allá, a los seres vivientes. Los ojos que no se cierran demuestran que el sueño no les embargará más. Son retratos de seres desencarnados, de dobles del difunto, en los que brilla la mirada, una manifestación visible del alma invisible e inmortal, liberada del peso y la opacidad de la materia.
Otros retratos romanos, pintados sobre óculos de vidrio, también fueron utilizados durante ceremonias funerarias. Cuando se alzaban, como hostias traslúcidas, se hubiera dicho que el difunto se reanimaba: su psique brillaba en el centro de la mirada limpia. 
Estas efigies bidimensionales, que trataban de ofrecer « una imagen fidedigna, que representase a la vez los encantos del cuerpo y las virtudes del alma », como escribiera Luciano en su diálogo elogioso sobre el arte del retrato, revelaban que la pintura se equiparaba al fin a la poesía y la filosofía en la captación y la traducción de la vida interior (en contra de lo que el mismo Luciano sostenía).

Los dioses soteriológicos. De Mitra al Buen Pastor:

Si no estáis satisfechos con Hércules (…), y con otros héroes de la antigüedad, tenéis a Orfeo, que fue de verdad un hombre divinamente inspirado, que falleció de muerte violenta” (Celso, pagano, a un cristiano. Orígenes: Contra Celso, VII, 53)

La percepción de los mundos visible e invisible cambió en el Mediterráneo, en el siglo III dC, durante el apogeo del Imperio Romano.
Algunos estudiosos piensan que la seguridad que la Pax Romana trajo, al menos durante los Antoninos, en la segunda mitad del s. II dC, llevó a los hombres, asegurada la subsistencia material en este mundo, en preocuparse por la vida en el más allá. Otros, por el contrario, sostienen que la creciente inseguridad del siglo III dC, marcada por invasiones que se adentraban cada vez más profundamente en territorio romano, y la asunción que los ejércitos, hasta entonces invictos, no podrían contener durante mucho más tiempo las huestes consideradas bárbaras, llevó a los romanos, sobre todo en Oriente, donde la frontera con los Partos –de Persia- era cada vez más insegura, a buscar la salvación ya no en la tierra sino en el cielo.
Mas los dioses greco-latinos tradicionales, olímpicos y capitolinos, nada podían responder a estas nuevas inquietudes. Suyos eran los cuerpos y las experiencias vitales, no las espirituales. Por otra parte, no se trataba de divinidades con quienes se pudiera establecer una relación de confianza personal; la fe era inconcebible. No respondían siempre a las plegarias. Los dioses eran incomparables con respecto a los humanos. Divinidades del éxtasis, como Dionisos, tampoco apartaban del mundo prosaico. Antes bien, sacaban al fiel de quicio durante un tiempo, ciertamente, pero para que pudiera, tras el “carnaval”, recuperado la lucidez, aceptar y soportar mejor las calamidades de la vida diaria.
Ya desde el siglo VI aC, la existencia, el poder o la necesidad de los dioses había sido cuestionada. Sectas dedicadas al culto de divinidades más próximas a los humanos, que solían celebrarse de noche o fuera del ámbito urbano, como Démeter, la diosa de los cereales, y su hijo Triptolemo, quien entregó las espigas a los hombres, o el Dionisos órfico o tracio –distinto del Dionisos griego “tradicional” o arcaico-, habían empezado a multiplicarse. Platón y los filósofos neoplatónicos, marcados posiblemente por algunas de aquellas sectas, defendían la existencia de un dios Supremo, no necesariamente único, que alentaba a los hombres y les ofrecía la promesa de una vida mejor tras el tránsito por la tierra.
Es muy posible que algunas de estas razones expliquen la progresiva irrupción de cultos a divinidades que daban su vida a favor de los humanos, que podían comulgar con ellas. Estos dioses, casi todos orientales, padecían la suerte de los hombres. Su nacimiento o su venida a la tierra solo tenía un fin: ofrecer la esperanza de una vida más plena tras la muerte. Solían ser divinidades nacidas en espacios humildes (cuevas, belenes), cuyo nacimiento prodigioso –por ejemplo, de una virgen- había sido precedido de signos celestiales. No pasaban la vida en las alturas sino cerca de los hombres.
Entre estas divinidades se hallaba, amén de Orfeo, Isis, Atargatis, Cristo, Sabazios –simbolizado por una mano tendida cuyo gesto, posteriormente, sería adoptado por los pantocrátores-, etc., el dios, originario de Persia, Mitra,  con un amplio crédito en el Imperio Romano Oriental. Si sus seguidores hubieran partido predicado la buena nueva y no se hubieran recluido en criptas, y hubieran aceptado a mujeres como miembros de las comunidades eclesiales, quizá la trágica historia de Europa hubiera sido distinta.

CONCLUSIÓN: EL ÚLTIMO VIAJE DE ULISES

“También es posible elegir fácilmente la legión de los vicios.
Es llano el camino y muy cerca habitan.
Delante de la virtud los doses inmortales han puesto el sudor.
Y el camino que a ella conduce es largo, empinado y áspero, al comienzo. Mas, cuando llegas a la cima,
Te resulta ya fácil, a pesar de ser duro.” (Hesíodo, Los trabajos y los días, s. VII aC)

“A las claras Homero mostró en la Odisea que considera al hombre no otra cosa sino alma, cuando dice:
Y llegó el alma del tebano Tiresias,
Con su áureo cetro,
Pues intencionadamente cambió el género del alma, sustantivo femenino, a masculino, con el fin de indicar que el alma era Tiresias (…)
Ni siquiera la creencia de Pitágoras en la trasmigración de las almas de los muertos a otras formas corpóreas estuvo fuera del alcance de la mente de Homero.” (Pseudo Plutarco: Sobre la vida y la poesía de Homero, 123)

Algunos pensadores, ya hacia el siglo V aC, sostenían que los relatos de Homero y Hesíodo acerca de las correría de los dioses y sus devaneos con los humanos –Zeus sedujo, raptó y violó a hombres, mujeres y niños, por ejemplo- eran aceptables si no se las consideraba literalmente, sino como alegorías de los envites del alma en su tránsito por la tierra. Así, los doce trabajos de Hércules, luchando contra monstruos sanguinarios –yeguas que devoraban carne humana, hidras, cancerberos, toros descomunales, etc.- o el zaherimiento que Poseidón, el dios de los mares, infligió a Ulises, a fin de hacerle pagar durante una eternidad el derribo de los muros de Troya  que la divinidad había levantado, y el daño infligido a Polifemo, fueron considerados como poderosas y eficaces imágenes de las pruebas a la que el alma humana se veía sometida en vida.
Los viajes de Ulises, como las pruebas de Heracles acontecieron en otra era, antes que el tiempo de los humanos. Sin embargo, a finales de la antigüedad, el viaje o la lucha se convirtió en una metáfora de las incertidumbres del alma y, en concreto, del alma de cada uno. Ulises o Heracles ya no fueron héroes lejanos sino que se identificaron con cada persona. El mito dejó de narrar lo que ocurría a quienes no eran humanos –dioses y héroes, cuyas acciones eran inimitables aunque destiñeron sobre las de los hombres-, para contar lo que le ocurría al ser humano, lo que nos ocurre. El mito explicó la vida interior: la vida verdadera.
Del cuerpo (sôma, en griego) que era una cárcel (sema), el alma solo lograba escapar tras duros enfrentamientos durante su vida terrenal. El viaje, así, reemprendía. Mas ya no se trataba de un viaje físico, sino espiritual y, por tanto, más difícil y peligroso. Hasta el mismo Hércules, ya a principios del siglo IV aC, como contaba Pródico de Cos, que personificaba la fortaleza del espíritu humano ante hercúleas dificultades, se halló ante una encrucijada sin poder retroceder, y fue tentado: a la izquierda, un camino áspero y ascendente en medio de penurias, o, a su vera, una florida y serpenteante senda, entre seductores cantos  de sirena. Su elección determinaría la suerte de la humanidad. Y su posible liberación de los peligros físicos y anímicos.
Ante la historia de Europa cabe la duda sobre la pertinencia de su elección.
 Y, así, Ulises zarpa nuevamente.


“El tiempo de la vida humana, un punto; su sustancia, fluyente; su sensación, turbia; la composición del conjunto del cuerpo, fácilmente corruptible; su alma, una peonza; su fortuna, algo difícil de conjeturar; su fama, indescifrable. En pocas palabras: todo lo que pertenece al cuerpo, un río; sueño y vapor, lo que es propio del alma; la vida, guerra y estancia en tierra extraña; la fama póstuma, olvido. ¿Qué, pues, puede darnos compañía? Única y exclusivamente la filosofía. Y ésta consiste en preservar el guía interior, exento de ultrajes y de daño, dueño de placeres y penas, si hacer nada al azar, sin valerse de la mentira ni de la hipocresía, al margen de lo que otro haga o deje de hacer; más aún, aceptando lo que acontece y se le asigna como procediendo de aquel lugar de donde él mismo ha venido. Y sobre todo, aguardando la muerte con pensamiento favorable, en la convicción de que ésta no es otra cosa que disolución de elementos de que está compuesto cada ser vivo.” (Marco Aurelio: Meditaciones, II, 17)      

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