miércoles, 5 de marzo de 2014

Mediterráneo. Del mito a la razón (Caixaforum, Barcelona y Madrid, febrero de 2014-enero de 2015): Textos complementarios

Estos breves textos sobre diversos temas de mitología griega, que comentan obras incluidas en la muestra Mediterráneo. Del mito a la razón y temas suscitados por las mismas, han servido, en una versión abreviada y ordenada de manera distinta, para los comentarios de las obras en las cartelas de la muestra, en las fichas y en los textos del catálogo.
Esta versión original incluye, sin embargo, numerosos párrafos no incluidos -o incluidos en una versión más breve- en la publicación ni en la exposición por lógicos problemas de espacio y afín de facilitar una visita más sosegada.

EL NACIMIENTO DE HERACLES

¿Cómo podría el deslumbrado dios-padre Zeus, pese a su omnipotencia,  vencer la resistencia a sus avances de Alcmena, una simple y casta humana, siempre fiel a su esposo Anfitrión, príncipe de Tirinto?  En cuanto Anfitrión partió a la guerra, Zeus, metamorfoseado en el rey, simuló un regreso precipitado, y se unió durante tres días y tres noches, unirse a Alcmena, y embarazarla.  Ésta volvió a quedar encinta cuando el “verdadero” Anfitrión regresó, superada la extrañeza de su esposa ante este segundo regreso. Tuvo así gemelos, uno hijo de un dios, y el otro enteramente humano.
La diosa Hera, sin embargo, no podía tolerar la presencia del hijo ilegítimo de Zeus. Una noche envío dos serpientes descomunales a la cuna de los pequeños. Pero mientras su hermano humano se puso a llorar aterrado, el hijo de Zeus redujo a los monstruos con las manos. Su destino estaba sellado.


HERACLES Y EL LEÓN DE NEMEA

“Cuanto de horrible crea la tierra enemiga, cuanto el ponto o el aire produce de terrible, de espantoso, de pernicioso, de atroz, de fierro, ha sido quebrantado y dominado. Hércules se sobrepone a las desgracias y se engrandece con ellas (…). Por donde el sol vuelva a traer el día y por donde se lo lleva (…) se da honra a su indómito valor y por todo el orbe va de boca en boca como un dios.
Monstruos me faltan (habla Hera, la madrastra de Hércules que lo persigue con el odio) y menos trabajo le supone a Hércules cumplir lo que le mando que a mí mandárselo: con alegría recibe mis órdenes (…). Armado viene con el león y con la hidra” (Sénera: Hércules furioso)


Según un oráculo divino, un descendiente del héroe Perseo –vencedor de la Medusa Gorgona-, reinaría en Micenas y Tirinto. Éste tenía que ser Heracles. Pero la diosa madre Hera abominaba al héroe, fruto de una infidelidad –una más- de su esposo, el dios padre Zeus. Logró atrasar el alumbramiento de Heracles en favor de su primo, el débil Euristeo –y, según una versión, amante suyo-. Heracles tuvo que ponerse a las órdenes de su primo durante doce años, quien le mandó tareas imposibles –con las que Heracles tenía, además, que expiar el asesinato de sus hijos en un rapto de locura, creyendo, en verdad, que mataba a los hijos de Eristeo: los conocidos doce trabajos de Heracles.
El primero, enfrentarse a un león monstruoso, devorador de seres humanos, hermano de la esfinge. Dotado de una piel indestructible, aterrorizaba a la región de Nemea, cerca de Tirinto. Fue vencido por Heracles cuando éste, mediante un ardid, lo acorraló en una cueva y se enfrentó a manos limpias hasta desgarrarlo. La piel, con la que Heracles se revistió, se convertiría en una armadura invencible, así como en su emblema, junto con la maza de madera que talló para enfrentarse a la bestia.


HERACLES Y EL EMBLEMA DE LA MAZA

Heracles era un semi-dios, hijo de una divinidad (Zeus), y de una mortal. Asumía, pues, una doble condición (humana y divina), lo que le convirtió en un modelo, caracterizado por virtudes y vicios. Fue un mortal inmortalizado tras las doce pruebas: ascendió a los cielos, gracias a su Padre. La estatuilla reproduce el célebre bronce del escultor helenístico Lisipo (s. IV aC), artista predilecto de Alejandro Magno (la muestra incluye una réplica romana de otra célebre escultura suya: Eros tensando el arco). Heracles aparece bajo su condición más humana, cansado tras los doce trabajos (ver nota anterior), apoyado, la cabeza gacha, sobre una maza tallada en un tronco de olivo de la que cuelga la piel del León de Nemea.


HERACLES, HÉROE CIVILIZADOR

Los héroes civilizadores y fundadores de ciudades, griegos y de otras culturas, solían tener una vida (desgraciada) parecida. Venían al mundo precedidos por oráculos agoreros. No solían ser bienvenidos. Eran seres tan excepcionales que solían tener un hermano gemelo (lo que era un signo de su carácter multiforme), habían superado una prueba inicial, la exposición (el abandono en un paraje salvaje como un bosque, a fin que murieran, porque su presencia podía causar desgracias o cambios radicales), eran capaces de actos ante los que los humanos retrocedían horrorizados –tales como parricidios- lo que se explicaba por su educación inhumana ( a menudo gracias a animales), y tenían que expiar sus crímenes devolviendo la vida que habían robado bajo la forma de una  nueva ciudad en la que la vida pudiera reemprender a salvo. La fundación de la ciudad culminaba un largo proceso iniciático que debutaba con un viaje a Delfos a fin de lograr el perdón de Apolo, e implicaba un errático e incierto viaje por mar, y la lucha a muerte con toda clase de monstruos que ponían a prueba el valor del héroe.
Ésta fue precisamente la vida de Heracles. Fruto de una violación, perseguido por los celos de su madrastra (Hera), tuvo un hermano (mortal) gemelo, una condición doble (humana y divina, aunque, pese a su ocasional carácter violento, o a cause de éste, se puso siempre del lado de los hombres con los que se identificaba), sufrió la exposición cuando su madre humana, temiendo a Hera, lo abandonó en una pradera (de la que la diosa Atenea lo rescató), fue educado por el centauro Quirón (mitad humano, mitad animal), cometió crímenes, se enfrentó a monstruos, ascendió al encuentro de Apolo en Delfos quien le condenó a duras tareas para expiar sus crímenes que le llevaron a viajes sin fin por el Mediterráneo durante los cuales fundó un gran número de ciudades, desde Roma (según algunas leyendas) hasta Barcelona, cuanto atracó a los pies de Montjuich (según se contaba en la Edad Media). Heracles (Hércules en Roma, equiparado al dios fenicio Melqart, que significa El Rey de la Ciudad, y uno de los modelos de la iconografía de Cristo) fue quien convirtió las costas y las islas mediterráneas en tierras habitables, sedes de ciudades consideradas como espacios en los que la vida pudo refugiarse y desarrollarse.  


LOS DOCE TRABAJOS DE HERACLES

Según un oráculo divino, un descendiente del héroe Perseo –vencedor de la Medusa Gorgona-, reinaría en Micenas y Tirinto. Éste tenía que ser Heracles. Pero la diosa madre Hera abominaba al héroe, fruto de una infidelidad –una más- de su esposo, el dios padre Zeus. Logró atrasar el alumbramiento de Heracles en favor de su primo, el débil Euristeo –y, según una versión, amante suyo-. Heracles tuvo que ponerse a las órdenes de su primo durante doce años, quien le mandó tareas imposibles –con las que Heracles tenía, además, que expiar el asesinato de sus hijos en un rapto de locura, creyendo, en verdad, que mataba a los hijos de Eristeo: los conocidos doce trabajos de Heracles.
El primero, enfrentarse a un león monstruoso, devorador de seres humanos, hermano de la esfinge. Dotado de una piel indestructible, aterrorizaba a la región de Nemea, cerca de Tirinto. Fue vencido por Heracles cuando éste, mediante un ardid, lo acorraló en una cueva y se enfrentó a manos limpias hasta desgarrarlo. La piel, con la que Heracles se revistió, se convertiría en una armadura invencible, así como en su emblema, junto con la maza de madera que talló para enfrentarse a la bestia.


ÓNFALE Y HERACLES

Heracles fue víctima de las disensiones matrimoniales entre los dioses supremos Zeus, su padre, y Hera, su madrastra, que se vengaba enloqueciéndolo a menudo, llevándole a cometer crímenes horrísonos (infanticidios, sobre todo), que tenía que expiar. Las pruebas por las que pasó le convertirían en una figura casi crística: pruebas físicas que simbolizaron, a finales de la antigüedad, pruebas morales, con las que se ponía a prueba la entereza o la templanza anímica, y ganó un lugar en el cielo.
Heracles fue educado en el manejo del arco por el rey de Lidia Éurito, quien a su vez recibió un arma infalible del dios Apolo. El rey convocó un concurso entre arqueros  prometiendo la mano de su hija Ónfale al vencedor. Mas, los hijos de Éurito, temiendo que en un habitual ataque de locura Heracles, inevitable ganador del concurso, matara a hijos que tuviera con Ónfale, rechazaron el matrimonio, salvo Ífito, fascinado por el héroe. Pero fue precisamente él la victima de la ciega locura del héroe, quien tuvo que convertirse en el esclavo de su esposa Ónfale, a fin de lograr el perdón por el involuntario crimen cometido. Mientras estuvo al servicio de Ónfale, no cesó de llevar a cabo nuevas tareas purificadoras del espacio habitado.


HERACLES Y LA HIDRA

Grecia fue una tierra de monstruos. Equidna, mitad víbora, mitad humana, hija de la Tierra y el Infierno 
(Tártaro), fue quizá la más célebre, madre de casi todos las bestias infernales, como el Can Cerbero, la Quimera, el dragón que velaba el Vellocino de oro con el que Jasón se enfrentó, el León de Nemea, y la Hidra: con casi todos Heracles luchó, pese a que, cuenta una leyenda, fue amante de la sibilina Equidna.
Un violento y draconiano Tifón, enfrentado a muerte con Zeus, fue el padre de la Hidra. Era una serpiente que poseía cien cabezas humanas que se reproducían cuando eran cortadas. Heracles tuvo que prender fuego a los bosques de alrededor para acorralar a la Hidra y cauterizar los cuellos sangrantes a fin de evitar el repuntar de las testas. Mojó sus flechas en la sangre ponzoñosa de la Hidra.
Con éstas, Heracles mató al centauro Quirón cuando trataba de raptar y violar a su esposa Deyanira. Años más tarde, ésta, perdido el amor de Heracles, creyendo que el Centauro le había entregado un filtro amoroso cuando en verdad le dio el veneno de la Hidra, tendió una bebida al distante Heracles en la que había disuelto  gotas de la pócima. Heracles fue presa del delirio, asesinó, abrasado, ciego de dolor, a sus hijos, antes de ascender a los cielos, tras una terrible agonía, por intercesión de su padre Zeus.    


HERACLES Y LAS COLUMNAS DEL MUNDO

Heracles ordenó el mundo, librándolo del desorden que los seres escurridizos como las frías y escurridizas serpientes, de incierto perfil, asociadas a las profundidades, encarnaban.
Heracles emprendía una nueva prueba. Debía de dirigirse a un ignoto paraje: el jardín de las Hespérides. Estaba situado acaso en África, acaso por las costa mediterránea occidental, por donde se pone el sol, cerca de las Columnas de Hércules (Gibraltar), y donde el dios Atlas sostenía el mundo sobre sus espalda –y, por un momento, el mismo Heracles, mientras Atlas descansó-.  En camino, mataría al ladrón y criminal Cicno. Las ninfas de las aguas eran seres ancestrales que tenían un conocimiento casi absoluto de lo que la tierra atesoraba. Fue a éstas a quienes Heracles inquirió por el buen camino. Las ninfas le respondieron que el único ser que le podría indicar dónde se hallaba el mítico jardín era Tritón, una divinidad marina de los principios de los tiempos, tan antigua que aún tenía un cuerpo serpentino o, más bien, que aun no tenía una forma definida, por lo que podía adoptar cualquier forma. Eso es lo que hizo cuando Heracles trataba de reducirlo para que le oriente. Cambiaba de forma constantemente, escurriéndose, hasta agotar todas las formas, entre los brazos de Heracles.
Las ménades, al servicio de Dionisos, eran, a menudo, ninfas de los estanques en el corazón de los bosques, como las que atendieron a un desorientado Heracles.  Su ronda expresa bien la pérdida de rumbo del héroe, preso de las laberínticas circunvalaciones del cuerpo de Tritón.


HERACLES Y EL TORO DE CRETA

El temible toro de Creta, que escupía fuego por el hocico, con el que Heracles se enfrentó en uno de sus doce trabajos, era, se contaba, el mismo en el que Zeus se metamorfoseó para raptar a la princesa fenicia Europa (o el toro con el que Zeus se llevó a la joven hasta unirse a ella en Creta, dando nacimiento a Minos, el mítico rey). Otros sostenían que se trataba del toro con el que la reina cretense Parsifae, esposa de Minos, dio cumplida satisfacciones a sus deseos bestiales suscitados por el dios Poseidón para deshonrar a Minos puesto que éste se había negado a sacrificar al dios el toro más hermoso de su rebaño, pese a que Poseidón protegía a la isla de Creta.
Una vez derrotado, Heracles,  subido a lomos del toro, lo condujo a Grecia por mar.


HERACLES EN EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES

Hubo un tiempo en que Zeus amó a la diosa Hera, su hermana, y tercera esposa. El día del enlace, Gea, la tierra, regaló a Hera unas manzanas de oro. Eran tan deslumbrantes, que Hera las colgó en un árbol de su jardín en los confines del mundo, ya sea en África, ya sea en las antípodas, en el norteño País de los Hiperbóreos, allí donde moraba  el dios Atlas, que sostenía el mundo sobre sus espaldas. Mas las hijas de Atlas solían asolar  el jardín de la diosa, por lo que Hera confió la guardia de las manzanas a un dragón, semejante a la Hidra, dotado de cien cabezas inmortales. Las Hespérides, tres muchachas lucientes como estrellas, también velaban al atardecer.
Éste era el botín que Euristeo, sabedor que nadie podía volver con vida del encuentro con el dragón, encargó traer a su primo Heracles. La primera dificultad fue hallar el camino. Heracles recorrió el orbe en todas las direcciones, liberando incluso al encadenado Prometeo en el monte Caúcaso,  hasta saber dónde el Sol, que lo guió en su barca, se ponía cuando el cielo se teñía de oro.  Vencido, la leyenda no quiso contar cómo, el dragón se convirtió en la constelación de la Serpiente.
Una vez llevadas las manzanas aúreas a Eristeo, éste, asustado, quizá, las devolvió a Heracles quien las entregó a Atenea. La diosa volvió a colgarlas en el perdido Jardín de las Hespérides al que, desde entonces, los humanos tratan, en vano, de llegar.


JASÓN Y LOS ARGONAUTAS

Si Jasón hubiera tenido la suerte que Ulises tuvo cuando un poeta inspirado como Homero cantó sus hazañas en la Odisea, hoy no sería una figura mítica recordada sobre todo por los helenistas.
Sin embargo, Jasón, héroe y fundador, gozó posiblemente del mismo fervor en la Grecia antigua, y sus aventuras trazan un mapa imaginario mediterráneo similar al de Ulises, mas hacia el este, hacia  el Mar Negro.
Jasón descendía del dios del viento Eolo. De pequeño, fue entregado al centauro Quirón, a quien también fue confiada la educación de Heracles, para que lo formara lejos de la corte, donde su padre había sido destronado por su hermano Pelias, ambos hijos de Poseidón, el dios de los mares. Mas, cuando Jasón se hizo mayor, decidió regresar a palacio. Iba descalzo del pie izquierdo, lo que correspondía con la señal que Pelias más temía: le llegada de un ser de andares extraños -propios de quienes, como los héroes civilizadores o fundadores, se salían del recto camino, o de la senda más previsible- que le arrebataría el poder. Antes de entregarle supuestamente el poder, su tío Pelias le puso a prueba: tenía que traer un objeto casi tan inalcanzable como las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides: el vellocino de oro, guardado también en un jardín oriental por un dragón.
Se trataba de la piel de un cordero mágico, capaz de surcar los aires. Mandado por Zeus, aquél había aparecido justo a tiempo para librar a dos hermanos que iban a ser sacrificados. Éstos se agarraron a las lanas, y fueron llevados a oriente, aunque la muchacha, Hele, cayó al mar, dando nombre al Helesponto. Cuando su hermano descendió sacrificó el carnero en honor de Zeus, y éste entregó la piel al cuidado de Ares, el dios de la guerra. De algún modo, se trataba de un atributo de Ares; ¿quién podía soñar con robar un emblema del dios más violento, con semejante tesoro de oro?
Jasón organizó una expedición modélica. Un carpintero-mago construyo la nave Argos (que significa Brillante), dotada, por la diosa Atenea, de voz: pronosticaba el destino. La mayoría de los grandes héroes griegos, desde Orfeo hasta Hércules –que abandonó tras la pérdida de su amante, el joven Hilas, ahogado- y Cástor y Pólux, subieron al barco. El viaje fue sometido a tantas pruebas como las que padecieron Ulises y sus compañeros, desde tempestades y rocas movedizas entre las que la nave tenía que enfilar,  hasta un penoso encuentro con las Harpías, tan dañinas como las Sirenas (con las que se confunden a veces). Finalmente, Jasón logró el vellocino de oro gracias a la ayuda de Medea la hechicera, hija del rey Eetes, en el Mar Negro -a cuyo cargo se hallaba el preciado trofeo- quien, rendida ante Jasón, le explicó como sortear las trampas que el rey le tendió, y adormeció, con sus embrujos, al dragón. Tras el viaje de vuelta, tan azaroso como la ida, desde Sicilia hasta Libia y Creta, Medea  mató y cocinó a los hijos de Pelias como venganza por las pesadumbres  que causó a Jasón. Argo acabó ofrendada en Corinto al dios de los mares Poseidón.


ODISEO

Si el nombre propio de Odiseo (Ulises, en latín) significara “el odioso”, o “el que ha incurrido el odio de…” ,  la Odisea, del poeta real o imaginario Homero (s. VII aC, quizá), protagonizada por este héroe, se explicaría desde el principio. Pues, en efecto, el largo viaje errático de Ulises por los confines del mar Mediterráneo, desde Troya, cuando el final de la guerra, hasta llegar a la isla de Ítaca de la que Odiseo era rey, pasando por las costas tunecinas o el palacio de la maga Circe que algunos situaron en la costa italiana, cabe Nápoles, sometido a toda clase de encuentros con monstruos sanguinarios como el cíclope Polifemo,  hechiceras de malas artes como Circe o Calipso, y embriagados seres como los Lotófagos,  fue debido a la inquina que el dios de los mares sentía por Ulises, puesto que el héroe había facilitado la toma de la ciudad de Troya, cuya muralla había sido levantada, precisamente por Poseidón.
Odiseo debía de despertar una singular simpatía en la Grecia antigua. Frente a Aquiles, un guerrero franco y directo, Ulises era astuto y calculador. Demostraba, no fuerza, sino agudeza, una “virtud” particularmente apreciada en Grecia –Grecia compensaba su debilidad territorial y numérica ante el despliegue de fuerzas del ejército persa gracias a toda clase de artimañas y engaños-, como lo revela su encuentro con el gigante Polifemo. En vez de enfrentarse a él, teniendo todas las de perder, Ulises prefirió esperar el momento oportuno –aun a costa de perder compañeros devorados diariamente por el gigante hambriento-, hasta tender una copa de vino que adormeció a Polifemo, momento que Ulises aprovechó para cegarlo, clavándole una estaca puntiaguda en su único ojo.
Esta trampa acentuó la bravura del mar y alargó el viaje de retorno a Ítaca: Polifemo era hijo de Poseidón.  La propia estructura del relato de la Odisea, con continuos avances y retrocesos, y la multiplicación de voces –Ulises, Telémaco, su hijo partido en busca suya, y las narraciones fragmentadas contadas en distintas cortes por la que Telémaco pasaba acerca de las aventuras de Odiseo-, evoca bien cómo se construyó y se desenvolvió una imagen fantástica de las culturas mediterráneas puestas en contacto gracias a las idas y venidas de Odiseo y Telémaco.
Los viajes imaginarios de Odiseo pudieron servir de modelo, en algunos casos, para construir los mitos tardíos acerca del origen de las colonias griegas en Occidente, e incluso pudieron despertar la imaginación y el deseo de colonos aventureros por conocer tierras lejanas supuestamente abordadas por Odiseo. Su largo viaje simbolizó el reconocimiento del mundo visible que el ser humano, sin dioses, emprendía.   
Pese a ser un héroe y no una divinidad, se rindió culto a Odiseo, desde la isla de Ítaca, patria del héroe,  desde principios del primer milenio aC,  hasta Roma: el emperador romano Tiberio habilitó una cueva marina  en el recinto del palacio imperial de Sperlonga, al sur de Roma, como un santuario dedicado al rey de Ítaca, en el que gustaba retirarse.


ODISEO Y POLIFEMO

Ulises y Polifemo, y Ulises y las sirenas, son dos de las narraciones de la Odisea más célebres, junto con Ulises y la maga Circe, quizá.
Polifemo era una divinidad, hijo del dios de los mares Poseidón: un dios primitivo, sin duda; un gigante, dotado de un solo ojo –o de tres-, lo que lo apartaba del modelo humano que las divinidades habían adoptado. Solitario –no era el único cíclope, mas vivían todos aislados-, y dotado de pocas luces (aunque de una fuerza sobrehumana), vivía en una cueva en una isla boscosa.  Pastoreaba; desconocía la agricultura, así como todas las técnicas, como las edilicias, que permitían habilitar y humanizar el espacio. Sabía hacer fuego, pero comía carne cruda. Era la imagen misma del ser inculto y no civilizado, del bárbaro, que contrastaba tanto con Ulises, el urbanizado.
Aconteció que Ulises y sus compañeros necesitaron atracar en busca de agua. Solo hallaron una isla inquietante. Ulises  intuía que no debían recorrerla, pero las necesidades apremiaban. Con doce compañeros, partió en busca de agua y alimentos. Llegó hasta una cueva. Se asomó. Vio alimentos. No bien entraron, oyeron un ruido cavernoso. Polifemo entró junto con su rebaño, y cerró la boca de la cueva con una gruesa piedra circular que solo un cíclope podía hacer girar. Polifemo descubrió a los diminutos humanos y los enjauló. Guardó los más tiernos para los últimos días, mientras cada día desayunaba un par. Los compañeros de Ulises le suplicaban que ingeniara una salida, mas Ulises esperaba el momento oportuno. Un día, tendió un recipiente lleno de vino al cíclope. Solo los humanos saben controlarse. Apenas cayó bebido, Ulises y sus amigos afilaron un tronco, endurecieron la punta en el fuego, y, con todas sus fuerzas, al unísono,  guiados por Ulises, lo hincaron profundamente en el único ojo del ogro. Aullando, ciego, sangrante, Polifemo, despejó la boca de la cueva, de la que Ulises y sus compañeros huyeron bajo el vientre de los carneros,  agarrados a las lanas, a fin que Polifemo, que palpaba a los dóciles animales ya que no veía no los descubriera. La victoria de Ulises sobre el gigante simbolizó el triunfo de la astucia humana sobre la fuerza de los dioses primigenios, y de la cultura sobre la animalidad. La tierra ya era el espacio comunitario, humano.
Poseidón, padre de Polifemo, no le facilitó la vida a Ulises, sin embargo. Éste tardaría aún años en alcanzar Ítaca.


ODISEO ANTE LAS SIRENAS

Compasión y temor despertaban las Sirenas. Hijas del dios de los ríos, y de una musa, nacieron humanas, pero fueron metamorfoseadas en aves (que no seres anfibios, como en la tradición medieval), sin perder la compostura humana ni la belleza de  su canto que nadie podía escuchar sin caer rendido –por lo que todos las evitaban-, como castigo por no haber impedido que Hades, el dios de los infiernos raptase a Perséfone, hija de la diosa de los campos cultivados, Démeter. Acabarían cantando en las Isla de los Bienaventurados, dando la bienvenida a las almas de los elegidos.
Monstruos, pero no malas. Desgraciadas, tan solo. Cantaban y causaban pérdidas: subidas sobre un promontorio rocoso marino, que algunos mitógrafos situaban por Sicilia (aunque su localización es la imaginación, o el relato imaginativo), atraían a los barcos que naufragaban. Mas, la maga Circe, prendida de Ulises, quien, seducido, pasó un largo tiempo en su compañía, advirtió a Ulises, cuando le dejó marchar, de los peligros que le aguardaban y le contó cómo sortearlos.  Sus compañeros tenían que atarle fuertemente al mástil de la nave, taparse y taparle los oídos con cera, a fin que pudiera contemplar a las desdichadas muchachas sin caer preso de su voz melodiosa. Un humano venció el poderoso influjo divino. Es así como el barco de Ulises pudo sobrepasar el escollo, aunque los oyentes y los lectores de la Odisea no escaparon ni escapan aún del encantamiento que el relato-que se cantaba- , esta vez de origen plenamente humano, pese a la inspiración de las musas-, a partir de esta historia, suscita todavía.


LA ESFINGE

…. Y la Esfinge huyó al desierto de Egipto dónde quedó petrificada. Era su castigo.
Tiempo atrás, la esfinge era un monstruo femenino, un ser híbrido con una cara de mujer sobre un cuerpo de león alado terminado con una cola serpenteante. Su figura y sus acciones  tenían una augusta y fiera descendencia. La esfinge era, ora hija del monstruo viperino Equidna, madre también del León de Nemea (contra el que Heracles lucharía), ora nieta suya e hija de la Quimera, otro monstruo con testa de león cuyas fauces echaban fuego.
La exposición no muestra esfinges porque se trate de un monstruo muy retratado en la Grecia antigua –que lo fue, ciertamente-, ni porque, dadas sus conexiones mortales, fuera el guardián de las tumbas, sino por lo que hizo a la ciudad de Tebas, y lo que expresa.
El rey Layo quedó prendado de Crisipo, un joven príncipe de un reino vecino, cuya educación le fue encomendada. Después de que lo raptara y lo violara, su padre, Pélope –en cuyo honor Heracles instituyó los Juegos Olímpicos-, lanzó una maldición contra los varones del linaje real de Tebas, y asentó a la esfinge ante las puertas de la ciudad.
El hijo de Layo y la reina Yocasta fue la primera víctima de la maldición. En efecto, antes de que Edipo –que significa Pies Hinchados, lo que denota que pronto Edipo andaría más, sus andanzas causarían el mal- naciera, un oráculo anunció que causaría la desgracia de sus padres. Apenas alumbrado, fue confiado a unos pastores para que lo abandonaran en el bosque, pero éstos lo confiaron al rey de Corinto, o lo cuidaron. Edipo creció, supo que había sido adoptado, inquirió a Apolo, el dios de las profecías, acerca de su suerte, y supo que mataría a su padre y se esposaría con su madre.  Huyo de Corinto. Sus pasos le llevaron hacia Tebas. En camino, un anciano le bloqueaba el paso. Furioso, sin quererlo, le asentó un golpe fatal.
La esfinge, que moraba en un alto que dominaba la ciudad, devoraba a los viajeros y detenía a quienes querían entrar o salir de Tebas. Les lanzaba una pregunta: un acertijo, un enigma (término que deriva del griego ainos: palabra cargada de sentido, por tanto fábula, cuento, que los cuentos cuentan verdades). La esfinge moraba fuera de la ciudad. No tenía cabida en ella. Simbolizaba los valores de la barbarie, opuestos a los de la ciudad. El encuentro con Edipo era inevitable: ambos se encararon, se miraron. Edipo se vio reflejado en la esfinge. Se reconoció. No sabía quién era, en verdad. El encaramiento con la esfinge fue el primer paso para el fatal descubrimiento de sí mismo. Ambos eran el espejo del otro. Por eso pudo descifrar los enigmas que la esfinge planteaba. Se trataba de cuestiones básicas sobre el cosmos y el ser humano. La esfinge inquiría sobre la condición del hombre y del mundo. Preguntas que solo Edipo, o un filósofo, podía responder: “¿qué es un ser que es a la vez progenitor y hermano de otro?”; y: “¿quién es quién nace con cuatro miembros, vive con dos y declina con tres?”. Una figura de pies retuertos, capaz por tanto de explorar vías “alternativas”, nunca holladas, singulares, y de enfrentarse a peligros físicos y “existenciales”, podía responder: el día y la noche, por un lado, y anthropos (el ser humano), por otro. Resuelto el misterio, la esfinge se precipitó al vacío, o huyó al desierto, el espacio dónde los hombres no podían vivir.
Edipo pudo entonces entrar en Tebas, cuyo rey acababa de ser asesinado, y recibir el premio por haber librado a la ciudad del monstruo: recibir la mano de la reina  Yocasta –su madre.
El resto de la historia es conocido. Los oráculos divinos siempre se cumplían. Edipo, como la esfinge, no cabía en la ciudad.  Se arrancaría los ojos –lo que le llevaría a otear el mundo con la más aguda y certera mirada interior-, y huiría como si fuera un apestado, un chivo expiatorio o pharmakos, llevándose consigo el mal que introdujo en la ciudad. Era un doble de laesfinge. Su partida refundó la ciudad, liberada.
El filósofo parte a conocer los misterios del mundo, buscando aquellos caminos por los que nadie se ha atrevido a transitar, que llevan a encontrar respuestas, o más enigmas. Lo que, posiblemente, sea lo mismo.  
« In a dim corner of my room for longer than my fancy thinks
A beautiful and silent Sphinx has watched me through the shifting gloom.
Inviolate and immobile she does not rise she does not stir
For silver moons are naught to her and naught to her the suns that reel.
Red follows grey across the air, the waves of moonlight ebb and flow
But with the Dawn she does not go and in the night-time she is there.
Dawn follows Dawn and Nights grow old and all the while this curious cat
Lies couching on the Chinese mat with eyes of satin rimmed with gold.
Upon the mat she lies and leers and on the tawny throat of her
Flutters the soft and silky fur or ripples to her pointed ears.
Come forth, my lovely seneschal! so somnolent, so statuesque!
Come forth you exquisite grotesque! half woman and half animal!
Come forth my lovely languorous Sphinx! And put your head upon my knee!
And let me stroke your throat and see your body spotted like the Lynx!
And let me touch those curving claws of yellow ivory and grasp
The tail that like a monstrous Asp coils round your heavy velvet paws!
 A  thousand weary centuries are thine while I have hardly seen
Some twenty summers cast their green for Autumn’s gaudy liveries.
But you can read the Hieroglyphs on the great sandstone obelisks,
And you have talked with Basilisks, and you have looked on Hippogriffs (…)
Lift up your large black satin eyes which are like cushions where one sinks!
Fawn at my feet, fantastic Sphinx! And sing me all your memories!
Sing to me of the Jewish maid who wandered with the Holy Child,
And how you led them through the wild, and how they slept beneath your shade.
Sing to me of that odorous green eve when crouching by the marge
You heard from Adrian’s gilded barge the laughter of Antinous
And lapped the stream and fed your drouth and watched with hot and hungry stare
The ivory body of that rare young slave with his pomegranate mouth!
Sing to me of the Labyrinth in which the twi-formed bull was stalled!
Sing to me of the night you crawled across the temple’s granite plinth
When through the purple corridors the screaming scarlet Ibis flew
In terror, and a horrid dew dripped from the moaning Mandragores (…) 
»
(Oscar Wilde : The Sphynx)


ANAXIMANDRO

Si los llamados filósofos presocráticos (Platón, discípulo de Sócrates, se inspiró en las concepciones de algunos de éstos, como Parménides y Pitágoras) son, en ocasiones, figuras míticas o legendarias, al menos  figuras de las que no se tiene ningún dato histórico cierto o comprobable, como ocurre con Pitágoras –que habría podido ser un nombre propio de un colectivo-, cuyos textos (de muy difícil interpretación) se conocen a través de citas tardías, no se sabe si siempre fidedignas, sus retratos, muy posteriores a la época en la que supuestamente vivieron, no eran fieles, ni pretendían serlo. Eran retratos genéricos o ideales de filósofos, es decir mostraban los rasgos que tenían que tener un amante de la sabiduría: cierta edad,  poblada barba a veces, mirada ensoñadora o ciega, a veces. Mostraban a un tipo, no a un individuo.
El fragmento de un relieve de Anaximandro, el único “retrato” antiguo que se conserva (¿en las reservas del Museo  Nacional Romano?) impide realizar excesivas conjeturas acerca de la significación de la composición. Parece que se compone de una serie de formas dispuestas en círculos concéntricos alrededor de la cabeza. El nítido perfil se recorta sobre un fondo cuyo carácter informe se remarca por inciertos y largos surcos hendidos en la materia (terracota). Esta disposición, que quizá destaque por el aspecto fragmentario del retrato, podría evocar la concepción del cosmos de Anaximandro.
Originario de Mileto, en la costa jonia (hoy Turquía), al igual que otros filósofos como Tales, en el siglo VI aC (quizá viviera entre 610 y 546 aC). Consideraba que los dioses no fueron causa del cosmos, sino que éste se desarrolló a partir de un elemento originario llamado lo ilimitado, consistente quizá en un núcleo denso e informe.  Los cuerpos siderales se dispusieron de tal modo que orbitaban alrededor de un cuerpo central la tierra (un disco o un cilindro), que, por estar bien centrado, no necesitaba ya de ninguna divinidad como Atlas que la soportase. Las distancias entre los cuerpos mantenían proporciones idénticas a las que rigen la disposición de notas musicales que, tocadas de dos en dos, producen acordes armónicos., o de elementos arquitectónicos como columnas de un pórtico o las distintas partes de las mismas. La arquitectura (templaria, sobre todo), según Anaximandro, quizá fuera la traducción plástica o visible de la armonía que presidía la ubicación de los cuerpos celestiales en el cosmos. Y esta armonía fue descubierta –o postulada- por un filósofo, y plasmada en el que posiblemente fuera el primer mapa cartográfico del mundo habitado, quizá a partir de su experiencia viajera: “fue el primero en trazar el perímetro de la tierra y del mar” (Mediterráneo, sin duda), “sobre una tablilla”.


TALES DE MILETO

Quizá no sea casual que este supuesto retrato escultórico de Tales de Mileto se parezca tanto al de un emperador romano, enérgico y pensativo, como si de Marco Aurelio se tratara (ya sabemos que los retratos de los pre-socráticos, que no sabemos no siquiera si existieron en todos los casos, son creaciones ideales muy posteriores).
 Unos pescadores de Mileto hallaron un día en las redes un trípode oro. Consultado el dios Apolo, a quien se ofrendaban este tipo de piezas, pidió que se entregara al hombre más sabio. Tales fue el elegido. Mas no aceptó, aduciendo que hombres más sabios que él merecían el regalo. Siete figuras la rechazaron por el mismo motivo. La octava, nuevamente, fue Tales, quien decidió ofrendarla a Apolo por ser el dios un modelo de sabiduría.
Los Siete Sabios de Grecia fueron un grupo de figuras relevantes en el arte de la política, dotadas de saberes prácticos. Algunas quizá no existieron nunca, como el mítico rey Licurgo de Esparta. Se les atribuyen dichos populares, como “conócete a ti mismo”, pronunciado supuestamente por Tales, y grabado en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos durante una reunión de los Siete Sabios en el santuario.  De Tales, que nada escribiera, poco o nada se sabe. Quizá viviera entre finales del siglo VII y mediados del siglo VI aC.  Sabio era, y práctico y político también. Sus conocimientos matemáticos y astronómicos fueron puestos al servicio de problemas de la vida diaria (desde la previsión del tiempo, necesaria para la navegación, o el cálculo de las cosechas), al igual que la geometría que dominaba facilitó la localización de barcos en el mar, por ejemplo, o la parcelación de la tierra. Del mismo modo, defendió la  instalación de una capital de Jonia en el centro de la misma, de modo que se pudieran atender por un igual dudas y problemas.
Quizá fuera esta preocupación por lo cotidiano o la observación de lo que acontecía alrededor suyo –pese a que se contaba que, a menudo, tenía la cabeza en las nubes-, lo que le llevó a sostener que el mundo no se apoyaba en el gigante Atlas, sino en el agua, sobre la que flotaba. El elemento acuoso era el origen y el sustento del mundo –el mundo había nacido del agua y estaba hecho primordialmente de agua-, lo que una cosmogonía griega (que otorgaba la creación del mundo al dios Océano y a la diosa marina Tetis que moraba en los confines del mundo), y cosmogonías orientales (sumero-acadias, babilónicas, egipcias, también) ya habían postulado en imágenes míticas.  La explicación mítica del cosmos empezaba a hacer aguas.


SÓCRATES

“Para hacer el elogio de Sócrates, amigos míos, me valdré de comparaciones. Sócrates creerá quizá que yo intento hacer reír, pero mis imágenes tendrán por objeto la verdad y no la burla. Por lo pronto digo, que Sócrates se parece a esos Silenos, que se ven expuestos en los talleres de los estatuarios, y que los artistas representan con una flauta o caramillo en la mano. Si separáis las dos piezas de que se componen estas estatuas, encontrareis en el interior la imagen de alguna divinidad. Digo más, digo que Sócrates se parece más particularmente al sátiro Marsias. En cuanto al exterior, Sócrates, no puedes desconocer tu semejanza, y en lo demás escucha lo que voy a decir. ¿No eres un burlón descarado? Si lo niegas, presentaré testigos. ¿No eres también tocador de flauta, y más admirable que Marsias? Este encantaba a los hombres por el poder de los sonidos, que su boca sacaba de sus instrumentos, y eso mismo hace hoy cualquiera que ejecuta las composiciones de este sátiro (…) Gracias al carácter divino de tales composiciones, ya sea un artista hábil o una mala tocadora de flauta el que las ejecute, sólo ellas tienen la virtud de arrebatarnos también a nosotros y de darnos a conocer a los que tienen necesidad de iniciaciones y de dioses. La única diferencia que en este concepto puede haber entre Marsias y tú, Sócrates, es que sin el auxilio de ningún instrumento y sólo con discursos haces lo mismo. Que hable otro, aunque sea el orador más hábil, y no hace, por decirlo así, impresión sobre nosotros; pero que hables tú u otro que repita tus discursos, por poco versado que esté en el arte de la palabra, y todos los oyentes, hombres, mujeres, niños, todos se sienten convencidos y enajenados. Respecto a mí, amigos míos, si no temiese pareceros completamente ebrio, os atestiguaría con juramento el efecto extraordinario, que sus discursos han producido y producen aún sobre mí. Cuando le oigo, el corazón me late con más violencia que a los coribantes; sus palabras me hacen derramar lágrimas; y veo también a muchos de los oyentes experimentar las mismas emociones. Oyendo a Pericles y a nuestros grandes oradores, he visto que son elocuentes, pero no me han hecho experimentar nada semejante. Mi alma no se turbaba ni se indignaba contra sí misma a causa de su esclavitud. Pero cuando escucho a este Marsias, la vida que paso me ha parecido muchas veces insoportable (…) Este hombre me obliga a convenir en que, faltándome a mí mismo muchas cosas, desprecio mis propios negocios, para ocuparme de los de los atenienses. Así es, que me veo obligado a huir de él tapándome los oídos, como quien escapa de las sirenas. Si no fuera esto, permanecería hasta el fin de mis días sentado a su lado. Este hombre despierta en mí un sentimiento de que no se me creería muy capaz y es el del pudor. Sí, sólo Sócrates me hace ruborizar, porque tengo la conciencia de no poder oponer nada a sus consejos; y sin embargo, después que me separo de él, no me siento con fuerzas para renunciar al favor popular. Yo huyo de él, procuro evitarle; pero cuando vuelvo a verle, me avergüenzo en su presencia de haber desmentido mis palabras con mi conducta; y muchas veces preferiría, así lo creo, que no existiese; y sin embargo, si esto sucediera, estoy convencido de que sería yo aún más desgraciado; de manera que no sé lo que me pasa con este hombre (…)
Él tiene todo el exterior que los estatuarios dan a Sileno. Pero abridle, compañeros de banquete; ¡qué de tesoros no encontrareis en él! Sabed, que la belleza de un hombre es para él el objeto más indiferente. No es posible imaginar hasta qué punto la desdeña, así como la riqueza y las demás ventajas envidiadas por el vulgo. Sócrates las mira todas como de ningún valor, y a nosotros mismos como si fuéramos nada; y pasa toda su vida burlándose y chanceándose con todo el mundo. Pero cuando habla seriamente y muestra su interior al fin, no sé si otros han visto las bellezas que encierra, pero yo las he visto, y las he encontrado tan divinas, tan preciosas, tan grandes y tan encantadoras, que me ha parecido imposible resistir a Sócrates”. (Platón: El banquete, 355-358)

¿Acaso cabría añadir algo más al retrato de Sócrates que trazó su amante el joven impulsivo –y traicionero- Alcíbiades? Con Sócrates se quebró la creencia en la equiparación de las bellezas físicas y anímica, propia de los héroes, en la plenitud de sus fuerzas y del ánimo. Sócrates era simiesco. Quizá por eso tenía el alma grande. Alcíbiades era hermoso, por el contrario. Pero (o puesto que) era un veleta, vendido al mejor postor, ateniense o espartano, no importaba, orgulloso y sacrílego como ocurrió cuando ejerció de estratega en Atenas. Ambos murieron violentamente: Sócrates, injustamente ajusticiado; Alcíbiades, asesinado. Eran imágenes invertidas el uno del otro.
La figura de Sócrates anunciaba ya una nueva era, que dioses dolientes, torturados y hermosos, presidieron.


POLIMNIA

Polimnia (que significa Muchos Himnos) era la musa del canto o de la poesía lírica; a veces la exactitud de sus versos la hicieron apta para presidir el arte de la geometría,  que permitía una correcta parcelación de las tierras antes de su cultivo: Polimnia también era la musa de la agricultura, un arte esencial para la vida, como el canto. Las musas, nueve en principio, eran divinidades, hijas de Zeus y  Mnemósine, la diosa de la memoria, que inspiraban a quienes se dedicaban a las “artes liberales”, es decir, opuestas a los trabajos manuelas, artesanales, desde la música hasta la poesía. Según algunos mitógrafos antiguos, Polimnia fue la madre de Orfeo, el dios de la música que encantaba con sus cantos, y de Eros: la poesía y el canto desataban el fervor.
El canto que Polimnia despertaba permitía evocar el pasado y fijarlo en versos. Eran las facultades superiores del alma –o de la mente- las que la musa activaba. Quizá por eso, Polimnia personalizaba el pensamiento. Se la representaba a veces la cabeza apoyada sobre la mano cerrada y vuelta.
Esta iconografía se aplicaría también para simbolizar la vida contemplativa –opuesta a la vida activa de guerreros, artesanos y comerciantes, que trabajaban con las manos. Las manos de los contemplativos estaban cerradas. Pero esta posición podía ser un signo de avaricia. El pensativo no siempre comunicaba lo que atraía mentalmente. Perdido en sus pensamientos, era consciente del abismo entre el mundo de las ideas y la vida terrenal. La conciencia que esta separación no podría ser nunca superada sumía al contemplativo en un estado de postración o melancolía, un estado anímico en el que cayeron numerosos poetas a partir del siglo XVI –que denotaba fracaso, por un lado, pero desdén por el bajo mundo y capacidad por intuir ideas a las que pocos llegaban siquiera a imaginar-,  que se personificaba a través de una figura sentada y pensativa, con la cabeza  apoyada sobre la mano, como Polimnia, precisamente: el pensamiento, una facultad y una actividad anímica que, a partir de la Grecia arcaica, sería propia de los humanos civilizados, conscientes de sus limitaciones y de las posibilidades de superación. 


ICONOGRAFÍA PINTADA (LOS FLÍACOS)

El que la cerámica hubiera sido decorada con escenas mitológicas reconocibles, aun en el caso que no  comprendieran inscripciones que corroboraran la interpretación, y que se haya encontrado en gran cantidad –debido a que se preservó, a menudo en buen estado, entera, gracias a que formaba parte de ajuares funerarios, depositados en tumbas invioladas, sobre todo en Etruria, donde la aristocracia gustaba de estas piezas griegas-, explica la importancia que se concede hoy a este tipo de piezas que, por el contrario, en tanto que eran copias económicas, hechas en barro pintado, de recipientes de metales preciosos utilizados en las casas nobles (los difuntos no necesitaban recipientes tan valiosos), no debían gozar de un excesivo prestigio en la antigüedad. Los alfareros y los ilustradores de vasijas trabajaban a destajo en talleres humeantes cerca de los cementerios, copiando y adaptando, con más o menos fortuna y pericia, motivos tratados originariamente, y con más soltura, por escultores, tallistas y pintores de estatuas, relieves y cuadros.  Los textos antiguos mencionan nombres de artistas plásticos, no de artesanos ceramistas.
Es posible que se haya sobre-interpretado los motivos pintados (la iconografía) en la cerámica griega, pero es su producción casi industrializada la que revela el grado de aceptación y conocimiento de los mitos. En efecto, la cerámica griega denota la comprensión, y la difusión y el alcance, de motivos míticos, de tradición oral, que formaban parte del legado cultural griego, transcritos (en tablillas de cera, papiros y pergaminos, por Homero y Hesíodo, en primer lugar y por sus estudiosos) y reproducidos plásticamente a partir del siglo VII aC.
Los talleres de Corinto, Beocia y Atenas, en la Grecia continental, que exportaban vasijas por todo el Mediterráneo –las mejores, incluso, áticas principalmente, debían fabricarse para la exportación, a  Etruria, por ejemplo- no fueron los únicos que divulgaron mitos griegos. La llamada Magna Grecia –que comprendía las colonias griegas en el Mediterráneo occidental: sur de Italia, Sicilia, y la costa franco-hispana- produjo un tipo de cerámica, con figuras rojas  sobre fondo negro, con traducciones pintadas y a veces modeladas de los mitos que, durante mucho tiempo, fue considerada  provinciana y tardía, pero que hoy aparece compuesta con criterios compositivos y plásticos, distintos, pero no inferiores, a los de la Grecia continental, que denotan cómo fueron percibidos y utilizados los mitos griegos en tierras alejadas de las metrópolis. Algunos mitos, sobre todo los referidos al Hades, son más propios de la cerámica llamada italiota, quizá porque se consideraba que una de las principales entradas a los infiernos se hallaba cerca de Neápolis (hoy Nápoles), creencia favorecida por la existencia de volcanes y de emanaciones volcánicas, sulfurosas, en tierras zarandeadas por habituales terremotos, cubiertas de ceniza difíciles de hollar por el calor que ascendía del subsuelo.
Las escenas de flíacos son propias de la cerámica italiota. Los flíacos eran obras de teatro burlescas de los siglos V y IV aC, quizá improvisadas por actores enmascarados y dotados de postizos grotescos (como falos desmesurados) sobre escenarios temporales de tablones madera, que, quizá inspirándose en las sátiras que concluían los ciclos de tres tragedias atenienses, las comedias de Aristófanes, y la nueva comedia helenística, así como en fiestas y rituales campesinos, ponían en solfa la vida licenciosa y absurda o inexplicable de los dioses, representados como seres ridículos, entregados a la incierta y nunca colmada satisfacción del vientre y del bajo vientre.  La crátera con la representación de una escena con Zeus y Alcmena (la reina, perseguida por el padre de los dioses, en ausencia de su esposo humano Anfitrión, que daría a luz a Heracles -una historia tratada por el comediógrafo romano-republicano Plauto), es un buen ejemplo de este trato descreído de las andanzas divinas.


SERAPIS

La testa de Serapis evoque quizá el augusto y sereno rostro de Zeus, adulto y barbado, lejos de las imberbes caras de la mayoría de la juvenil personificación de los dioses olímpicos. Un kalathos –una cesta, una unidad de medida para el grano-, de la que despuntan espigas cargadas de semillas, lo corona, evocando la abundancia de bienes que su presencia garantiza. Peitho –la Persuasíón-, gracias a la cual, se llevaban a cabo, afortunados negocios, también portaba semejante cubrición.
Sin embargo, Serapis, todo y su aspecto, fue un dios que se manifestó por vez primera en el Egipto helenizado, a finales del siglo IV aC: fue creado por sacerdotes para reunir en un mismo culto a griegos y egipcios, toda vez que aunaba rasgos propios de divinidades griegas y egipcias. Su culto se extendió sobre todo en Alejandría, una ciudad más griega que egipcia y, ya en época imperial, por todo el Mediterráneo. En este caso, su función soteriológica o salvadora fue destacada. Serapis traía prosperidad material y anímica. Serapis se relacionaba con el mundo de los muertos y, por tanto, con la resurrección. Dicha asociación era lógica. Serapis aunaba, por el lado egipcio, rasgos de los dioses griegos Apis –figurado por un toro, portador de los difuntos momificados al mas allá- y Osiris –dios que nacía y moría anualmente, dios del ciclo natural, de cuyo cuerpo momificado brotaban espigas-, con rasgos de dioses griegos como Dionisos –divinidad de la vegetación, con un componente funerario-, Hades o Pluto, divinidades infernales –lo que explica que el can Cerbero, guardián de los infiernos, aparezca tendido a los pies de Serapis-, Asclepios –dios de la medicina, hijo de Apolo, salvador del cuerpo y del ama- y el mismo Zeus. Todos estos dioses que participaban en la definición de Serapis eran, pues, dioses que regían el ciclo vegetativo, dioses del nacimiento y del renacimiento.
Ya existía en Egipto un dios que resultaba de la unión de Osiris y Apis; por otra parte, el historiador greco-romano Flavio Arriano (s. II dC) contaba que unos generales, viendo que la vida de Alejandro llegaba a su fin, consultaron al dios Serapis en su templo en Babilonia –una lectura sin duda errónea, griega, de Serapsi, el dios del Apsu, las aguas primordiales-. Quizá fueron estas las razones que llevaron al sucesor de Alejandro en Egipto, Ptolomeo I, a proponer la instauración de un nuevo culto a una divinidad de nuevo cuño, que no era ajena a Egipto –por un primigenio Serapis- ni a Grecia –por el tipo de representación del dios.
Isis fue, junto con Osiris, con el que competía, el esposo de la gran diosa maternal egipcia Isis, pero no pudo nunca con la popularidad o devoción de su divina esposa, no solo en Egipto sino en todo el Mediterráneo durante el imperio romano.


PROMETEO Y ATENEA

Las relaciones entre dioses y hombres en la Grecia antigua eran difíciles o inexistentes (si bien la vida no se concebía sin dioses ni, por tanto, las prácticas rituales): inexistentes puesto que los dioses del culto “oficial” –urbano- moraban en el Olimpo, despreocupados de lo que acontecía en la tierra –aunque se alimentaran de los sacrificios que los humanos tenían que realizar regularmente-, y difíciles dado que, cuando los dioses miraban hacia los humanos, lo hacían movidos por el deseo o la venganza, causando dramas (la guerra de Troya, o la desgracia del linaje de Edipo, por ejemplo).
Prometeo (que significa Previsor) era un dios “singular”. Los textos indican que se desvelaba, casi siempre con resultados positivos, por los hombres.  El carácter singular de Prometeo se acrecentaba por el hecho que, mientras la mayoría de los mitos griegos acerca de la creación del cosmos nada dicen sobre el primer  ser humano –lo que los distingue de mitos de otras culturas-, algunos relatos protagonizados por Prometeo lo presentan, siguiendo un modelo sin duda oriental, que también se refleja n el Antiguo Testamento, como el que originó a la raza humana modelando, como un alfarero cósmico en un torno, el primer hombre con agua y barro.
A esta estatuilla inerte la diosa Atenea, diosa de las técnicas artesanas, le introdujo un alma –una psique figurada como un pájaro, una crisálida una mariposa (véase la figuración de psique en la última parte del catálogo)- que la animó.
La relación “paterno-filial” entre Prometeo y el hombre (que daría lugar a comparaciones tardías entre Cristo y esta divinidad) se acrecentó cuando Prometeo entregó a la humanidad las técnicas (edilicias, artesanas, agrícolas, astronómicas, navales, matemáticas, etc.) con la que explorar, dominar y cultivar la tierra. Prometeo se convirtió en un “superhombre”.


LA CONDENA DE PROMETEO

Hubo dioses despechados, perdedores, prisioneros un tiempo, incluso –como el mismo Zeus-, pero la suerte de Prometeo era de otro orden. Hasta  grandes divinidades  se compadecían del destino aciago que Prometeo soportaba.
En los inicios de los tiempos, un oráculo anunció que uno de los hijos de cada nuevo dios supremo se enfrentaría con su padre y lo suplantaría en el empíreo. Tras la emasculación de Urano, abuelo de Zeus, y el atragantamiento de Crono, su padre, Zeus sabía que la suerte estaba echada. Devoró a Metis, su primera esposa, la diosa de la ingeniosidad, para evitar que diera luz a quien lo destronaría, mas ¿qué diosa o qué humana sería la madre del nuevo dios supremo? Había quien sabía la respuesta: Prometeo.
Mas Prometeo no iba a confesar a quien se había ensañado con sus criaturas: los seres humanos. Zeus se había molestado porque, cuando el primer sacrificio, los hombres, adiestrados por Prometeo, habían ofrendado a los dioses, con la mejor intención (al parecer), efluvios –los dioses no podían ingerir carne, solo aire o éter, pues la materia putrescible les hubiera hecho perder la inmortalidad- y no suculentas viandas bien cocinadas. Como represalia, Zeus los apartó del fuego. Sin lumbre ni calor, los seres humanos iban a perecer: las comunidades instituidas alrededor de un fuego se disolverían, y los hombres volverían a una condición bestial o brutal al no poder ya cocer los alimentos. Es por eso que Prometeo, atento, devolvió a los hombres el necesario fuego que robó de la forja de Hefesto, o del mismo astro alrededor del cual la tierra, y el cosmos entero, giraban.
La venganza de Zeus estuvo a la altura de sus expectativas. Mandó que aherrojaran a Prometeo en un risco caucásico y que, cada año, un águila real –el ave de Zeus, desmesurada, en este caso, porque era hija de víbora Equidna, madre de la Hidra y la Quimera- le royera el hígado que se recuperaba  al momento –hígado en cuya superficie espejada se podía, como practicaban los augures cuando extraían la víscera de una víctima sacrificial y la contemplaban, leer el destino. Ningún dios, como se lamentaba Prometeo, que había ayudado a los humanos, pero que los dioses, amenazados por Zeus, habían abandonado, había padecido semejante tortura. 
 He aquí que Heracles, que se dirigía hacia el Jardín de las Hespérides sin saber aun cómo robar las manzanas de oro (véase cat.  29), se topó con el preso y lastimoso Prometeo. Mató al águila roedora con una certera flecha –lo que no enfureció a Zeus, su padre, pues la gloria de Heracles, su hijo predilecto,  aumentaría tras la proeza-, y liberó a Prometeo quien, agradecido, le contó cómo alcanzar los frutos dorados, al tiempo que reveló a Zeus que la ninfa Tetis, que el dios perseguía, sería, si seguía con el acoso, la madre del hijo temido. Zeus, entonces, a fin que Tetis perdiera su divina condición y su encanto, la entregó a un anciano, el pobre Peleo, con el que Tetis tuvo un hijo: Aquiles.


SOLÓN

Si ese imaginario y tardío retrato esculpido de Solón expresara sabiduría (se trata de un adulto de poblada barba y frente labrada), tenacidad y, quizá, cierto desencanto en la mirada, reflejaría bien la imagen perdurable que Solón dejó –o la que Aristóteles o el pseudo-Aristóteles transcribió en el tratado la Constitución de Atenas, casi trescientos años después de la muerte de Solón-,  a finales del s. VI aC.
Tan venerable Solón era considerado, que fue incluido en la lista de los Siete Sabios griegos. Se suponía que viajó a Egipto, como todos lo que se les suponía un saber más que humano. Platón afirmaba haber sabido del la mítica isla de la Atlántida, tan extensa como un continente, gracias a lo que sacerdotes egipcios contaron a Solón. Fue un político y un poeta, cuando ambas tareas no eran incompatibles (como defendía Platón). Se le atribuían la casi totalidad de las mejoras, del régimen democrático, a la economía, que cambiaron la suerte de los habitantes de Atenas, de los campesinos, sobre todo, a quiénes condonó las deudas e impidió que siguieran ofreciéndose como esclavos para devolver lo que debían -Solón, sin embargo, no abolió la esclavitud fruto de las conquistas. Fue la fortuna personal, y ya no el linaje, lo que decidiría sobre la obtención de cargos públicos. Sin embargo, debido a su mesura, considerada excesiva –abominaba de la hybris, la soberbia y la desmesura-, abandonado por aristócratas y el pueblo, a quienes no satisfacía su equidad, quizá su pusilanimidad, dejó el poder durante años, y no pudo evitar la tiranía de  Pisístrato (la palabra “tirano”, en la Grecia antigua, no significaba lo que hoy, sino que nombraba a un demagogo llegado al poder adulando al pueblo, e imponiendo la dictadura de una parte de la población sobre la otra, en contra de las asambleas con representantes de distintos estamentos y clases sociales):

“Mi corazón me impulsa a enseñarles a los atenienses esto:
Que muchísimas desdichas procura a la ciudad el mal gobierno,
Y que el bueno lo deja todo en buen orden y equilibrio,
Y a menudo apresa a los injustos con cepos y grillos” (Solón, 3D: Eunomía –El Buen Gobierno)

Solón creía en la justa decisión de los dioses, pero sabía que los hombres se apartaban de ésta, y se ensoberbecían, antes de que el “castigo de Zeus” descendiera como, imprevisto y fulminante, como  un rayo, incluso cuando parecía que lograran escapar a la justicia divina. También sabía que los hombres esperan al instante remedio a los males que les abruman.  Pero también era consciente que los planes divinos no eran conocidos, por lo que no siempre eran fáciles de seguir, y acciones, en principio benéficas, estaban llevadas ciegamente. 

“La Moira (el Destino) es, en efecto, quien da a los humanos el bien y el mal” (Solón, ID: A las Musas)

“La abundancia que ofrecen los dioses le resulta al hombre
Segura desde el último fondo hasta la cima.
Mas la que los hombres persiguen con vicio, no les llega
Por orden natural, sino atraída por injustos manejos,
Les viene forzada y pronto la enturbia el Desastre” (Solón, Op. Cit.)  


LOS TIRANICIDAS

Armonio y Aristogiton fueron dos jóvenes que tuvieron el honor excepcional de ser retratados por el artista Antenor en un alto grupo escultórico de bronce, ubicado, a finales del siglo VI aC,  en el centro del ágora de Atenas, y a los que se le rendía culto, por orden de Clístenes, “padre”, después de Solon, de la democracia ateniense. Hasta entonces, los humanos no merecían tales honores casi nunca,  que solo cabían a los dioses y los héroes. Esta obra, robada por el ejército persa, cuando el emperador Jerjes  saqueó de Atenas, fue reproducida en mármol por Kritios (junto con Nesiotes) –un discípulo de Antenor-, para ser devuelta al ágora. Se convirtió en una de las esculturas más apreciadas en la antigüedad, tanto por su perfección como, sobre todo, por lo que representaba. Los jóvenes heroizados recibieron tal honor por haber asesinado al tirano Hiparco –se les llamó los Tiranicidas- durante una procesión –lo que les permitió pasar más desapercibidos, y esconder las armas en la multitud-, una acción que no se consideró punible sino digna de ser recordada, modélica. La muerte de Armonio, a manos de los guardias del tirano, y la tortura de Aristogiton, acrecentaron el prestigio de los jóvenes.
Fue entonces cuando la tiranía  empezó a ser considerada un régimen político al que había que oponerse: pues un tirano no era un “mal rey”, como escribió Platón, sino que era un político que había llegado al poder tras un golpe de estado, con la ayuda del pueblo habitualmente, en contra de la aristocracia, en periodos de crisis, y que mandaba autocráticamente, sin que esto implicara que fuera un gobernante detestable.
Política y erotismo han ido a menudo de la mano. La muerte de Hiparco, que hubiera tenido que estar acompañada de la de su hermano Hipias, hijos del anterior tirano Pisístrato, no fue debida a los férreos ideales democráticos de Armonio y Aristogiton, sino a los celos que Hiparco seduciendo a Armodio  despertaron en el amante de éste, Aristogiton -la seducción homoerótica no era condenable en la Grecia antigua, antes bien se consideraba reforzaba la estrecha relación entre los guerreros, deseosos de luchar juntos.

“Harmodio, no falleciste,
Sino que moras en la isla de los bienaventurados,
Donde Aquiles de pies ligeros resta,
Así como Diomedes, el valeroso hijo de Tideo.
Ornaré mi espada con ramas de arrayán
Al igual que Armonio y Aristogeton,
Cuando, durante las fiestas de Atenea mataron
A Hiparco, el tirano de esta tierra.
Armonio y Aristogiton, salve
Tendréis ahora gloria eterna:
Ya que abatisteis al tirano
Y diste igualdad a Atenas.” 
(Ateneo : Deipnosofistas o El banquete de los sabios, XV, 695)


PEITO

Aunque la diosa Peito (la Persuasión) era un concepto personalizado, divinizado, cuya estatua presidía el ágora de Corinto -donde, como en toda ciudad portuaria, todo se negociaba-, tenía una cierta historia. Pertenecía, lógicamente, al séquito de la diosa Afrodita: las palabras zalameras de Peito, junto con el encanto y los ardides de la diosa Afrodita, eran necesarios para vencer la resistencia de los oponentes y los compradores, para convencerlos (Afrodita era, según un Himno órfico, “fuente de Persuasión, secreta, favorable reina, bien nacida, visible e invisible”). Su padre era Prometeo: la divinidad que modeló, formó, educó a los seres humanos, enseñándoles a vivir en comunidad. Sus hermanas, las diosas Tiqué (la buena Fortuna de la ciudad) y Eunomía (la Ley Justa urbana), que también eran conceptos personificados, ligados a la vida en armonía en la urbe. Foroneo era su esposo - lo cual era lógico siendo Prometeo su padre-: aquella figura sí era un héroe con una compleja historia. Se trataba del primer ser humano, que enseñó a sus semejantes a vivir pacíficamente en una ciudad: les trajo la ley, el arte de edificar y el fuego sagrado que simbolizaba el espíritu de la urbe. Peito, así, simbolizaba el poder encantador de la palabra pública, pregonada en el ágora, gracias a la cual que regía la ciudad y se desactivaban los conflictos violentos. Peito era lo que dotaba a la palabra, humana y divina, de poder.


IRENE

Después de la victoria sobre la ciudad de Esparta, en 375 aC, la ciudad de Atenas erigió en el ágora, cerca de la sede de planta circular (el tholos) del pritaneo –la asamblea que gobernaba la ciudad- y de las estatuas dedicadas a los héroes primigenios de la urbe, una efigie de Eirene (Irene, la primavera, la estación que debe ser más protegida porque es cuando las guerras que ponen en peligro a las ciudades se desatan): se trata de la personificación de la paz (la diosa Pax, en Roma), una joven figura femenina vestida con una túnica, con una cornucopia en la mano (la cornucopia o el cuerno de la abundancia procedía de la testa taurina de Aqueloo, el dios de los ríos, cuyas aguas abundaban en la fertilidad de la tierra y la prosperidad de las ciudades), una rama de olivo y unas espigas, y la imagen de un niño divino, Pluto (la Riqueza), hijo prodigioso de la diosa de los cereales Démeter. Su figura se confundía a veces con la de la Fortuna (la Buena Suerte de la Ciudad).
 Junto con sus hermanas Dice (la Justicia) y Eunomia (el Recto gobierno), Irene formaba parte del trío de las Horas (las Estaciones), hijas de Zeus y de Temis, la diosa de la Ley divina, de los sólidos fundamentos de lo establecido o erigido.
Irene estaba particularmente asociada al medio urbano. Gracias a ella, no era necesario enclaustrarse; por el contrario, garantizaba el crecimiento mesurado, la prosperidad, fruto de un gobierno justo, de la ciudad:

“Quien emita juicios rectos a extraños y habitantes de la tierra, y no se aparte de lo que es justo, verá cómo su ciudad, y sus habitantes prosperan: Irene, la cuidadora de los niños, mora en su tierra (Hesíodo: Los trabajos y los días, 212) 

« Aquí, en esta ciudad, moran Eunomia (el Buen Gobierno) y su hermana, seguro soporte de las urbes, esa fuente inextinguible Dice (la Justicia); también Irene, de idéntico linaje, que son las que traen prosperidad a la humanidad –las tres gloriosas hijas de la sabiamente aconsejada Temis” (Píndaro: Oda Olímpica 13, 6)

« Canto a esa diosa, Irene, ya que honra una ciudad que reposa en una vida pacífica, y acrecienta la admirada belleza de los hogares. “ (Esquilo: fragmento 281)


HIGÍA

« Cada casa florece y es justa si con aspecto alegre estás, Higía, allí” (Himno órfico 68: A Higía)

El ágora griega era el lugar dónde la ciudad exhibía sus valores y virtudes. Las divinidades protectoras, por un lado (Fortuna, Hestia), que simbolizaban la suerte y la vitalidad de la ciudad; las personificaciones de los dones que la ciudad exigía, como Peito (la Persuasión), imprescindible para establecer un clima de diálogo en el espacio común del ágora; y las figuraciones de los beneficios que la ciudad aportaba, como Irene -la Paz-, o Higía -la Salud-, solían exhibirse en el centro cívico y religioso de la ciudad -el ágora-, y, en ocasiones, en el recinto exclusivamente sagrado -el acrópolis-.

Una de los valores  de la urbe divinizados más importantes era Higía (la Higiene). Se trataba de la Salud encarnada. Era una diosa (el juramento hipocrático la invocaba), o un concepto divinizado, mas no se trataba de una divinidad olímpica. Higia era hija, esposa o hermana de Asclepio (o Esculapio, en Roma), el dios de la medicina y de las medidas correctas para que reine la salud y la armonía: de ahí que Higia se representara dando de beber a una serpiente, la personificación de la larga vida, puesto que las serpientes mudan de piel anualmente y se diría que renacen, dejando atrás todo lo que, como la piel reseca o muerta, evocara el peso de los años. Higia era, por tanto, nieta de Apolo, el dios de la arquitectura, y de cuantas artes, como la música y la poesía, pacificaban o aquietaban el alma, lo que redundaba en el bienestar -el estar agradable, el asentamiento deseable- de los humanos y de la comunidad. Fue el santuario apolíneo de Delfos que determinó la sacralidad de Higía.

Según algún autor tardío, como Proclo, Higia era hija de Eros (la innata vitalidad que perseguía la prosecución o reproducción de la vida y el bien, de las bondades de la vida verdadera y plena, según la tardía concepción del Eros neoplatónico), y de Peito, la diosa de la Persuasión, de la palabra convincente, gracias a la cual se suavizaban o se superaban diferencias, y se establecían pactos de buena vecindad.

Higia era tanto una diosa cuanto el atributo de una divinidad. Así, en Atenas, desde que la peste que asoló la ciudad en 420 aC se extinguiera, se rendía culto tanto a Higia -una de las doce divinidades asentada en el gran altar de los doce dioses en el ágora- cuanto a Atenea Higieia (dos divinidades que acabaron asociadas aunque nunca confundidas). La diosa protectora de la ciudad de Atenas velaba, obviamente, por el equilibrio físico y moral de los ciudadanos; la locura, que la barbarie trae y simboliza, quedaba anulada gracias a la pacificadora acción de Higia. 

Un himno órfico cantaba a Higia como la "diosa madre de todos". Ningún hogar, se decía, podía prosperar sin su presencia. Es muy posible que, por esta razón, en Roma, Higia se asociara a Bona Dea, la diosa de los espacios domésticos, que cuidaba, sin salir nunca al exterior, de la paz de cada hogar, y presidiera el altar del templo de Concordia -otra personificación de las virtudes que el diálogo y el acuerdo comunitario traía.

De la salud física y mental, Higia acabó por ser adorada como la divinidad que protegía, como una sólida muralla, de cuantos peligros la vida en la tierra, fuera del próspero ámbito civil de la ciudad, acarreaba. De algún modo, Higia encarnaba los valores urbanos allí dónde se hallara o se la invocara.


TIQUÉ

La diosa Tique es fruto de un cierto cambio en la religión griega acontecido en época helenística, cuando el mundo se amplió hasta englobar tierras lejanas en las que convenía asegurar la fortuna, o inquirir por el destino. Se trataba, no de una “verdadera” o ancestral divinidad cuya vida fuera contada, desde muy antiguo, por diversos mitos e himnos, sino de una concepto divinizado, personificado a través de una figura femenina sin historia, portadora de una cornucopia (o cuerno de la abundancia), y coronada por un kalathos (o cesto, como Peito, la Persuasión) o por unas murallas que circundaban una ciudad: representaba (o aseguraba) la Buena suerte, la fortuna o el destino benéfico de la ciudad. Un Himno órfico le cantaba como hija de Pluto (la Riqueza de la ciudad) que era. Se confundía a veces con Némesis, la implacable, y en ocasiones cruel diosa de la justicia, hija de la Noche, que, ciega, esto es, imparcial, redistribuía los bienes injustamente ganados.
Conocida, en Roma, como Fortuna (del verbo latino fero: portar, y el sustantivo fors: suerte) –originariamente una diosa-madre, nodriza de Juno, esposa de Júpiter-, portadora de la buena suerte que “confería”, se convirtió en la diosa protectora de toda ciudad, a semejanza de la que velaba por Antioquía, o en la personificación de cualquier urbe. Sabedora del destino, Fortuna era también una diosa oracular.
En tanto que figura que aseguraba la prosperidad, se confundía a veces, en el mundo romano, con la maternal diosa egipcia Isis.


CERÁMICAS CON ESCENAS DE SIMPOSIO

Los distintos tipos de cerámicas con figuras negras o figuras rojas sobre fondo rojo o negro (cráteras para mezclar el vino, enócoes para escanciar y el vino aguado,  psícteres con agua fría para mantener fresco el vino en grandes recipientes y copas de vino, así como distintos vasos para beber, más o menos profundos: cálatos, cántaros, cazos o kyathos, esquifos, ritones, y cílicas o kílix) que representan escenas de banquete son especialmente interesantes desde el punto de vista de la teoría del arte, pues plantean cuestiones sobre la relación entre la imagen y la realidad. Dichas copas eran utilizadas en banquetes o simposios, precisamente. Servían para almacenar y verter vino, mezclarlo con agua, distribuirlo y tomarlo en copas individuales. Las cerámicas actuaban como un espejo. Las imágenes pintadas reflejaban lo que acontecía en la sala.  Duplicaban la vida en la estancia del banquete, las distintas fases que componían el servicio del vino, desde la colocación de los muebles –lechos sobre los que se estiraban, de lado, apoyados sobre un antebrazo, los asistentes al banquete, mesas-, la llegada de comensales, músicos, bailarinas, heteras o hetairas, y erómenos; la escanciación, la mezcla con agua, la decantación y la distribución del vino aguado; así como los efectos de la bebida, y los finales de fiesta a veces etílicos. Los comensales, cuando acercaban las copas se veían a sí mismos. Las escenas pintadas, por tanto, realizaban lo que en francés se llama una “mise en abyme” (abismación) de una escena exterior: cada cerámica doblaba la escena real, la cual se veía multiplicada por tantas copas los comensales tenían a mano.
La presencia del dios Dionisos en los banquetes no es extraña, en tanto que divinidad agrícola, que presidía todo lo relacionado con el cultivo que no fuera de cereales (a cargo de la diosa Démeter), desde el cuidado de las vides hasta las fiestas otoñales cuando el vino estaba listo para ser probado, así como las representaciones teatrales –que formaban parte del culto a esa divinidad.
Los banquetes eran la ocasión de realzar y reafirmar los lazos entre los comensales, de asentar una comunidad.


PLATÓN Y LA ACADEMIA

La filosofía –el cuidado y la práctica del saber, la búsqueda del conocimiento sobre el mundo y el ser humano, sobre el hombre en el mundo- se practicaba andando. Se pensaba en voz alta, dialogando, incluso con uno mismo, o con las Musas, como Sócrates. Algunos de los principales “movimientos” filosóficos tuvieron lugar en espacios adecuados donde maestros y discípulos platicaban mientras se desplazaban siguiendo un itinerario fijo, como ocurriría, no antes de mil quinientos más tarde, en los claustros conventuales.  El camino seguido visualizaba el que se emprendía hasta alcanzar la verdad buscada. Así, al menos actuaban Sócrates, los discípulos de Aristóteles  bajo el peripatos o columnata del Liceo, o los estoicos reunidos en un espacio porticado (la stoa) en el ágora de Atenas.
Platón, y sus discípulos, los académicos, enseñaba en un enclave, la Academia, situada en las afueras de Atenas, en el barrio Cerámico, dónde operaban los alfareros –que requerían hornos que no podían  ubicarse en el centro de la ciudad-, cerca del Cementerio, en cuyas tumbas se depositaban ajuares funerarias compuestos por vasijas adquiridas en la vecindad.
Dicho enclave consistía en un bosque sagrado dedicado a la diosa Atenea, patrona de las artes mecánicas –como la carpintería, las artes del telar y la cerámica- e intelectivas. Atenea suplantaba a las Musas. La filosofía, y la geometría, estaban bajo su advocación. La lechuza, con los ojos bien abiertos, levantando el vuelo de noche, viendo donde nadie veía nada, era su emblema. En el centro del recinto, ya dedicado al estudio antes de que Platón se instalara, se hallaba la tumba del héroe Academo. Éste salvó la ciudad de Atenas de la furia de los Díoscuros (los Hijos de Zeus), Cástor y Pólux, cuando acudieron para preguntarle  dónde el héroe ateniense por excelencia, Teseo –vencedor del monstruoso Minotauro , en Creta, a quien Atenas tenía que alimentar sacrificando jóvenes- tenía raptada a Helena –causante de la guerra de Troya-, hermana de los Dióscuros.
El recinto de la Academia comprendía un jardín, un santuario de Atenea, un gimnasio, salas de estudio, una biblioteca, y un albergue. Estuvo abierta durante unos novecientos años, desde 388 aC, cuando Platón fundó el centro de estudios, hasta mediados del s. VI dC: fue entonces cuando el emperador romano oriental Teodosio, queriendo borrar toda traza de paganismo, ordenó cerrar el último rescoldo vivo del saber antiguo.


ORFEO

Orfeo amansando a las fieras tocando la lira es un motivo casi popular. Pero Orfeo era alguien más que un personaje de cuento, un precedente del flautista de Hamelín.
Hijo de un expansivo dios fluvial y de Calíope, la mejor de las Musas –a menos que fuera de la pensativa Polimnia-, Orfeo (un rey o un héroe mítico originario de Tracia, en el norte de Grecia, -cuyo rítmico canto sedujo a las Sirenas, que se disponían, con sus  cantos maliciosos, a que Argo, la nave mágica de los Argonautas, que enfilaba hacia la tierra dónde se hallaba el Vellocino de Oro (véase ficha….), se estrellara contra unos riscos-, y las calmó), logró un prodigio que solo muy pocos dioses y héroes, excepcionalmente, han alcanzado en cualquier cultura: Cristo, los Dióscuros, Hermes –siendo estas divinidades paganas prototipos crísticos-, Perséfone, y pocos más, que cruzaron, en ambos sentidos, la infranqueable y temida frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. La ninfa Eurídice, prometida a Orfeo, fue, un día perseguida por Aristeo; huyendo, desesperada, pisó una sierpe venenosa. Orfeo, con sus cantos, logró que los dioses infernales se apiadaran y le permitieran, las terribles fieras del inframundo encantadas por la música de Orfeo, y los más temibles impíos condenados a torturas sin fin en el Hades, aquietados por unos momentos, rescatar a Eurídice, con una sola condición: Orfeo guiaría el alma de Eurídice, pero no se giraría para contemplarla hasta que alcanzaran el mundo de los vivos. Pero las almas, incluso las almas en pena, se desplazan sin hacer ruido. Temiendo que Eurídice no le siguiera, Orfeo incumplió su promesa: la joven se esfumó para siempre.
El conocimiento del mundo infernal fue positivo y negativo para Orfeo. Temiendo que contara verdades sobre el  destino final de los humanos, Zeus lo fulminó, o azuzó a las mujeres para que lo asesinaran. Su cabeza decapitada, empero, bogó por los ríos cantando, hasta que Orfeo, ya recuperado, fue trasladado a la Isla de los Bienaventurados. Mientras, su lira ascendió a los cielos y se convirtió en una constelación. Pero, el descubrimiento del más allá le llevó a ser adorado por unos iniciados que querían conocer el fin de la humanidad. De algún modo, Orfeo, ascendiendo de los infiernos, había resucitado. Conocía, pues, el secreto de la vida eterna.  Se atribuyeron tardíamente textos esotéricos a Orfeo, adoptado como un dios por sus seguidores que cuestionaban la incapacidad de los dioses del Olimpo por responder a las preguntas ansiosas de los humanos acerca de la vida más allá de la tierra, y negaban la importancia del sacrificio animal o vegetal –central en la religión politeísta greco-latina-, es decir de la puesta a muerte de un ente para satisfacer a una divinidad. La muerte no llevaba a la vida verdadera. El alma era inmortal: el desfallecimiento del cuerpo, como había vivido Orfeo en su propia carne, no la afectaba. Orfeo diluía la frontera entre mortales e inmortales. La figura apacible de Orfeo, y sus supuestos escritos (fruto de sectas órficas helenísticas y romanas), sirvieron de modelo, en parte, para la definición de Cristo.
Los cultos tardíos a divinidades soteriológicas (que ofrecían la redención del alma, pese a la brevedad y mortandad de la vida terrenal), de ascendencia oriental, fueron divulgados por todo el Mediterráneo, occidental también, gracias al retorno de los soldados apostados en la frontera oriental de Imperio romano a sus hogares. Se trataba de cultos que se oponían a los cultos oficiales urbanos – a dioses olímpicos o capitolinos-, practicados en espacios recluidos o secretos de pequeñas dimensiones (cuevas, criptas, subterráneos) entre fieles que tenían que ser previamente iniciados, y que no podían divulgar sus prácticas mistéricas. El secreto fue casi siempre tan bien guardado que se tienen pocos datos del desarrollo de la liturgia, consistente, posiblemente, en la lectura de textos, la comunión de determinados alimentos, ciertos sacrificios, a veces de sangre, y la contemplación de la divinidad súbitamente expuesta: promesas de una vida mejor tras el paso por la tierra.
La difusión de estos cultos en centros urbanos llevó a que fueran practicados por clases acomodadas urbanas, incluso entre miembros de la familia imperial. Pese a que aparecieron y se extendieron a finales de la antigüedad, tenían raíces en cultos agrarios anteriores, arcaicos, como, por ejemplo, el culto de la diosa de los cereales y los infiernos Démeter (y su hija Perséfone, esposa del dios infernal Hades, que pasaba la mitad del año en el inframundo, antes de ascender a la superficie con la primavera), en las profundidades del santuario de Eleusis, cabe Atenas, divinidades que también regulaban o aseguraban el ciclo vital.   


ISIS

¿Hubo dos diosas llamadas Isis, egipcia (su nombre egipcio era Ast, que significa trono), y helenística o romana -cuyo culto fue tan popular y persistente hasta el siglo VI dC por el Imperio romano, en Tarragona, Ampurias y Mérida, por ejemplo,  que la imagen de Isis amamantando a su hijo Horus o Harpócrates se convirtió en un modelo iconográfico para la Virgen María y el niño Jesús-, o más probablemente la concepción de la Isis del Egipto faraónico fue evolucionando a partir de la conquista alejandrina del país, en el s. IV aC, volviéndose una diosa cercana a los humanos, bajada del trono?  La figuración romana de la diosa destacó su naturaleza humana, su condición de madre, despojada de evidentes signos divinos. Los hombres, a finales del Imperio Romano, se sintieron acogidos por la diosa durante unos rituales iniciáticos. Según Plutarco, Isis era hija de Prometeo, “descubridor de la sabiduría y de la previsión”, o de Hermes, “inventor de la música” y era idéntica a la más elevada de las Musas.

“La diosa reúne, ordena y entrega a los iniciados la Palabra; pues la consagración, con un continuo régimen de vida austero y privación de muchos alimentos y de los placeres de Afrodita, refrena la intemperancia y la inclinación al placer, y acostumbra a soportar los duros y rigurosos servicios en los templos, el fin de los cuáles es el conocimiento del Ser primero, del Señor, de lo Inteligible, a quien la diosa invita a buscar como si estuviera y conviviera junta a Ella.” (Plutarco: De isis y Osiris).

Isis fue, en el Egipto faraónico, una diosa-madre egipcia, más terrenal que la celestial, con la que se asocia, Hathor. Esposa de Osiris, a la que resucitó, como una gran maga, cuando Osiris fue desmembrado por su hermano Seth, y madre del niño Horus a la que cuidada amorosamente, fue poco a poco considerada como la personificación del amor maternal y, por extensión, humano.
Isis portaba un sistro –un instrumento musical metálico, cuya forma recordaba la de unas astas de vaca, un símbolo de la diosa, que sonaba cuando se agitaba-, cuyo ruido despertaba y avivaba el alma hacia esferas superiores,  y, sacudido fuertemente, ahuyentaba los peligros simbolizados por el dios Seth.


HARPÓCRATES

Aunque Harpócrates –adaptación griega de un nombre egipcio que significa Horus niño- fue la manifestación del dios solar Horus en tanto que niño en el Imperio Nuevo faraónico –y, por tanto, un dios tardío-,  su culto se extendió, su figuración se enriqueció y se alteró, y sus funciones se modificaron en el Egipto helenístico y en el Imperio romano. Harpócrates fue así un niño-dios,  el símbolo de este tipo de divinidades en el Mediterráneo antiguo tardío.
Hijo póstumo de Isis y Osiris (o Serapis, en el mundo romano), nació débil pero adquirió fuerza y lucidez, por lo que encarnaba la condición humana pero aportaba esperanza a quienes le seguían en ritos iniciáticos, necesariamente secretos, como bien indicaba el dedo apoyado en la boca de Harpócrates. Este gesto, en verdad, interpretado en Roma como una invitación a no divulgar la naturaleza divina entre los humanos,  al mismo tiempo que simbolizaba la capacidad del dios, chupándose el dedo,  de autoalimentarse,  era, en el Egipto faraónico, un simple atributo de un dios-niño. Fue adoptado por anacoretas del desierto egipcio y monjes cristianos para evocar el silencio en el que querían vivir, ahuyentar palabras impuras, y un signo de oración.

“A Harpócrates no hay que considerarlo un dios imperfecto y enclenque (…), sino el que preside y aconseja sobre la palabra relativa a los dioses, que todavía inmadura, imperfecta e inarticulada existe entre los hombres: por eso tiene el dedo aplicado a la boca, en señal de discreción y silencio (…. La lengua es fortuna, la lengua es un demonio” (Plutarco: De Isis y Osiris)

En Roma, al gesto característico del Horus niño, se le añadieron diversos atributos como alas, por lo que Harpócrates se acercó a Eros o Cupido,  una maza, signo hercúleo (con el que ahuyentaba monstruos y demonios), un carcaj con flechas, afiladas como rayos, al igual que el luminoso y solar Apolo, un cuerno de la abundancia, característico de divinidades dadoras de bienes materiales y espirituales, o una corona de yedra, propia de Dionisos: todos ellos, dioses a los que, a finales de la antigüedad, se rendía un culto mistérico –en lo hondo de espacios sagrados-, al que solo podían asistir fieles, lo que aseguraba la salvación del alma.


ATIS

Atis fue un dios frigio (oriental), afincado en Anatolia, cuyo culto se extendió por Grecia y, posteriormente, todo el Imperio Romano. Su compleja y terrible ascendencia denota su importancia, ligada a las pulsiones telúricas. La vida de la tierra dependía de él. Su padre, un dios hermafrodita, omnipotente, nació de la unión de Zeus, el padre de los dioses, y una piedra negra –un oscuro meteorito-, que simbolizaba a una diosa-madre llamada Cibeles. Ésta, dominaba a las fieras. Avanzaba en invierno, anunciada por gélidos vientos que barrían las planicies escarchadas, en un carro tirado por leones. Era violenta, imperiosa, y activaba el ciclo de las estaciones. Se la adoraba en cuevas, en antros matriciales.
El cielo castró al padre; de su sangre brotó un almendro, o un granado. Una ninfa cogió un fruto y lo depositó sobre el regazo. De la joven virgen nació Atis. Fue abandonado en plena naturaleza, alimentado por un macho cabrío –lo que le convirtió en un dios conocedor de todos los secretos de la naturaleza-, y descubierto, ya adolescente, por su padre convertido en mujer, o por la diosa Cibeles (si es que no eran la misma divinidad), enamorados del hermoso joven. Éste, viendo que nunca podría satisfacer plenamente a la diosa-madre, enloquecido por ella, se castró, a su vez. Sacrificó su vida por ella. De su sangre brotarían las primera violetas, la mezcla de cuyos colores, rojo y azul, la violencia y el cielo, anunciaba una nueva era. Atis murió, mas Cibeles obtuvo que el cielo preservara el cuerpo antes de que pudiera resucitarlo.
Los seguidores de Atis, siguiendo el ejemplo de su dios, se castraban cuando las fiestas primaverales en honor del dios, en un ritual orgiástico y sangriento, durante el que se revivía la muerte y resurrección del dios con el que se identificaban. Daban su sangre, su vida por la vida de su dios. Ya no dependían así, de las pulsiones pasionales. El rito se iniciaba con el entierro del cuerpo de la divinidad (a través de una efigie), y la apertura del sepulcro, tres días más tarde, del que la luz brotaba, mientras Atis ascendía en cuerpo y alma. A finales del imperio, el culto al invicto Atis, asociado a veces a Osiris, fue una réplica, promovida por el emperador Juliano, al culto a Cristo. 

“Sobre profundos mares llevado Atis en raudo navío, en cuanto tocó el
bosque frigio ansiosamente con paso acelerado y alcanzó los umbríos parajes de la
diosa, ceñidos de bosques, aguijoneado allí por un frenesí de poseso, extraviada su
mente, se arrancó con una piedra afilada el peso de su entrepierna.
Y entonces, apenas se dio cuenta de que sus miembros se le habían quedado sin
virilidad, manchando el suelo de la tierra con su sangre todavía caliente, tomó,
rápida, con sus manos de nieve el ligero tamboril, tu tamboril, Cibeles, el de los
misterios, Madre, de tu culto” (Catulo: Poema LXIII)

« ¿Hace falta hablar de esos temas? ¿Escribiremos sobre temas misteriosos, y revelaremos todos secretos celados para todos e inefables? ¿Quién es Atis (…)? ¿Quién es la madre de los dioses (Cibeles)? ¿Qué es ese rito de purificación religiosa y por qué nos fue comunicado desde los inicios, después de haber sido propagado por los más antiguos habitantes de Frigia y acogido primeramente por los griegos, no por los primeros hallados, sino por los atenienses…? (…)
Del mismo modo que hay varias sustancias y fuerzas creadoras, la tercera de esas fuerzas creadoras, que organiza las formas materiales y encadena los principios, esta potencia extrema que, propagada por un principio de fecundidad exuberante, desciende hasta la tierra del seno mismo de los astros, es ese Atis que buscamos”
 (El emperador Juliano: Sobre la madre de los dioses)


SABACIO

Una mano levantada con tres dedos extendidos y dos plegados; está recorrida por una serie de animales, desde inferiores y acuáticos, casi informes, como ranas, hasta aéreos, celestiales, símbolos de dioses supremos, como águilas, pasando por serpientes. Coronando estas estaciones, templos y símbolos astrales, sobre la punta de los dedos extendidos, a los que se llega tras la ascensión. La posición de la mano, ligeramente cóncava evoca una cueva.
Estas manos, de bronce, de tamaño natural, cuyo gesto evoca la bendición, la cura y el perdón, y que eran mostradas, clavadas en estacas, durante procesiones, simbolizaban al dios Sabacio.  Divinidad tracia (posiblemente en lo que hoy es Bulgaria), hijo de una diosa-madre (Cibeles, aunque los griegos creían que descendía de Zeus y Perséfone, hija de Démeter, diosa del inframundo), que penetró en Grecia, y pasó, durante la República, a Roma, fue equiparada o asociada a dioses greco-latinos como Dioniso, en tanto que dios agrario, pero también causante de situaciones extáticas, como Hermes, en tanto que divinidad que conducía a las almas hacia su nueva morada en el Hades, y como Zeus, cuyo rayo fulminante Sabacio también manejaba. Algún autor tardío asociaba a Sabacio incluso con Sabaos (Yahvé). Es posible que sectas judías dispersas adoraran a un Yahvé que brindaba la redención que Sabacio proporcionaba, lo que quizá ayudara a la aceptación posterior del cristianismo en algunas zonas del Imperio romano oriental.
Su culto mistérico se practicaba de noche: el conocimiento y la revelación del dios solo estaba al alcance de iniciados. Éstos eran, al parecer, cubiertos de tierra, de la que ascendían resucitados, y una serpiente, símbolo del poder de las profundidades –y de Sabacio-, podía haber jugado un papel importante en el ritual. Según el Padre de la Iglesia Firmico Materno, la “serpiente, de funesto veneno, se deslizaba por el seno” de los iniciados.
Esta muestra rescata a un dios cuyas efigies han caído parcialmente en el olvido, pero que gozó del fervor de los soldados romanos en Oriente, y de clases populares, antes de ser aceptado por la aristocracia romana.

“Ven, vendido dios frigio, soberano de todos, y ayuda de tus místicos, cuando te imploran” 
(Himnos órficos: Himno XLVII: a Sabacio)


MITRA

“Mitra es el autor del mundo y el maestro de la generación” (Porfirio: El antro de las ninfas)

Perfilar un retrato nítido de los cultos soteriológicos a Isis, Harpócrates, Atis, Orfeo, Sabacio, Cibeles, Helio, Júpiter Doliqueno, Mitra, etc. en el Imperio romano tardío es difícil o imposible. Salvo el cristianismo, dichos cultos carecían de textos canónicos que definieran un credo común; el encuentro con la divinidad se llevaba a cabo en secreto, y a los iniciados les estaba prohibido divulgar e desarrollo, contenido y finalidad de los rituales, silencio que respetaron. Las fuentes proceden de filósofos paganos neoplatónicos que deformaron involuntariamente cultos y creencias, asociándolos a la filosofía platónica y neoplatónica, tales como Jámblico o Porfirio, por ejemplo, y de Padres de la iglesia cristianos qué sí aportaron datos fidedignos, mas con intención denigratoria. 
El mitraísmo presenta una dificultad adicional. Dos son las divinidades llamadas Mitra, aunque también se puede considerar que el Mitra iranio originario del segundo milenio aC sufrió una profundo cambio cuando fue adoptado como dios por las legiones romanas aposentadas en la frontera con el imperio parto (que dominó Persia en durante los primeros siglos de nuestra era) y divulgado por todo el Mediterráneo en época imperial, sobre todo en Occidente.
Mitra, en los inicios era el hijo del dios supremo Ahura Mazda; una primera reforma de la religión iraní, por Zoroastro, durante el primer cuarto del primer milenio aC, promovió a Ahura Mazda como único dios, con un hijo, Mitra, convertido en ángel (Mitra, significaba lo mismo que religión: unión, enlace, religación; acuerdo, promesa; también amigo). El resto de las divinidades fueron reducidas a demonios. El zoroastrismo fue así, antes que el Yahvismo, la primera religión monoteísta.
Sin embargo, el Mitraismo tardío, adoptado –o creado- en Roma, volvió a un cierto politeísmo, organizado a partir de dios divinidades contrarias, un dios de justicia, luminoso, que ya no fue Ahura Mazda sino Mitra, un dios nocturnal, promotor del mal, con el que Mitra luchaba.
El Mitra adorado en Roma nació de una roca en una cueva. Cuidado por pastores, partió un veinticinco de diciembre –fecha del Sol invicto con el que Mitra estaba, no confundido, sino asociado- persiguiendo y reduciendo a un toro, al que portó sobre sus espaldas hasta una cueva  donde lo sacrificó con un cuchillo.
La sangre del animal fecundó a la tierra. Toda una serie de animales ligados al mundo inferior –serpiente, escorpión, cuervo, perro-, y proyectados en el zodiaco, ascendieron para beberla. El rito sacrificial purificaba  el alma y la transportaba  a la vida verdadera.
Según Porfirio, Mitra y el toro eran idénticos. Mitra era el toro; por tanto, cuando Mitra sacrificaba el animal en una cueva, que simbolizaba el mundo, se sacrificaba a sí mismo, dando su sangre y su vida en beneficio del mundo y de los fieles, que renacían.  
El culto a Mitra se practicaba en espacios subterráneos llamados mitreos. Éstos, por tanto, no destacaban ni organizaban la ciudad; estaban dedicados solo a la redención personal. Los fieles tenían que ser iniciados. Comulgaban con la divinidad estirados sobre dos banquetas adosadas a los muros del recinto, presidido por un altar sobre el que se situada una imagen de Mitra y el toro rodeada de signos zodiacales, y acompañada de dos portadores de antorchas, una alzada y otra vuelta del revés, que simbolizaban el tránsito de la luz, del despuntar al ocaso (de la vida).
Al contrario que en el cristianismo primitivo, las mujeres no solían estar aceptadas en los mitreos. Se trataba de una religión que prometía la redención anímica –los fieles se identificaban con Mitra ascendiendo desde las profundidades hacia la luz del sol, con la que algunos autores equiparaban al dios-, pero que careció de una organización unitaria y de textos sagrados canónicos, y que no practicó el proselitismo, por lo que decayó a medida de la progresiva implantación del cristianismo, con el que a veces se ha equiparado –algunas de cuyas primeras iglesias fueron levantadas sobre las ocultas criptas de Mitra.



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