viernes, 5 de septiembre de 2014
El mito de Baucis y Filemon (o de la hospitalidad. Andrea Palladio & Giovani Battista Zenotti: frescos en la Villa Foscara, o Malcontenta, s. XVI)
Fotos 1 & 2: Tocho, Villa Foscari (llamada Malcontenta), agosto 2014
Érase una pareja de ancianos muy pobres que vivían en un mísera choza apartados de la gran ciudad. Apenas tenían pan y algo de vino para alimentarse. La urbe, radiante, se asentaba en medio de unas marismas que ríos alimentaban, mientras que la choza, a duras penas se mantenía con las cañas que sustentaban los muros.
Júpiter y su hijo Mercurio, desde lo alto del Olimpo, quisieron conocer cómo vivían los humanos y qué opinión los dioses olímpicos les merecieron. Adoptaron una forma humana, modestamente vestidos, y fueron suplicando ser alojados en la ciudad. llamaron a mil ciudades. Mil puertas entreabiertas se cerraron de un golpe seco. Cayó la noche, y los dioses, divisando lumbre a lo lejos, se presentaron, como unos viajantes, desorientados y a la intemperie ante Baucis y Filemon, quienes se ufanaron en acogerlos y ofrecerles todo lo que tenían que no era casi nada. Baucis les preparó un lecho de algas que cubrió con la mejor tela que solo extendían los días de fiesta, y aun así se avergonzaba del raído tejido. Calzaron la mesa renqueante sobre la que dispusieron algo de queso, nueces, manzanas y un cuenco con miel dorada que iluminaba la estancia, junto con la resplandeciente bondad de la mirada de Baucis y Filemón.
Luego Baucis trató de avivar la lumbre, que un día alumbraron,sepultada por las cenizas. Pronto, Filemón descubrió que las copas en la que Júpiter y Mercurio bebían no se vaciaban nunca, por lo que pensaron que los visitantes eran personas de renombre, quizá unos magos, a los que tenían que atender aun más dignamente. Se retiraron, rezaron, y cogieron una única oca que tenían, que les guardaba el hogar, pero, en el momento de sacrificarla para poder ofrecer un plato a los inesperados huéspedes, el animal voló con facilidad -Filemón apenas podía desplazarse- se refugió en el regazo de Júpiter quien les dijo entonces que no prepararan nada más.
Los dioses descubrieron quiénes eran, y pidieron a Baucis y Filemon que abandonaran su casa y ascendieran a un monte en cuya cumbre estarían a salvo, pues un diluvio se abatiría sobre la inhóspita ciudad. Al día siguiente, los ancianos descubrieron que eran los únicos supervivientes de la tierra anegada, y que su choza, convertida en un templo deslumbrante, cuyo reflejo en las aguas lo aureolaba, era la única construcción a salvo. Los dioses les pidieron que deseaban y los ancianos, tras un breve conciliabulo, se atrevieron a solicitar ser los guardianes del templo al servicio de los dioses hasta el final de sus vidas. Cuando la hora llegó, se convirtieron en árboles, plantados para siempre en el patio del templo, donde aun hoy se encuentran.
Este mito, que el poeta romano Ovidio cuenta en las Metamorfosis (VIII), fue pintado por Giovanni Battista Zenotti en la bóveda de la parte central de la planta noble de la villa palladiana Foscari (segunda mitad del s. XVI) -concebida como un universo-, y completaba un segundo fresco: un humano ahogándose, ante la mirada de un hombre de pie a punto de entrar en una barca gigantesca que una henchida ola ya levanta: el bíblico diluvio.
El fresco de Zenotti -al que la exposición sobre El Veronés, pintor que también trabajó con Palladio, en Verona, hoy, invita a recordar- es una alegoría de la hospitalidad sin duda, pero también recuerda que las villas que los nobles venecianos mandaron edificar a lo largo del canal del río Brenta, entre Venecia y Padua, y que ocupaban en verano, eran hogares a salvo de la declinante Venecia siempre asediada por las aguas: hogares libres del mal, aptos para acoger a quienes querían escapar -inútilmente, empero- de las seducciones e ilusiones de la laguna.
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