miércoles, 10 de diciembre de 2014

Vida y muerte en Mesopotamia




La ciudad sumeria de Kish, descendida del cielo tras el diluvio, y a la que los reyes de toda Mesopotamia acudían para "santificar" su reinado, poseía uno de los mayores cementerios hallados en el Próximo Oriente, más grande incluso que los varios camposantos de la ciudad sureña de Ur.

El llamado Cementerio de A, que ha librado tumbas en los que se reconocen sacrificios humanos, estaba emplazado sobre las ruinas de un palacio saqueado. Los cuerpos estaban cuidadosamente enterrados en distintas estancias de la vivienda real, lo que sugiere que la superposición del cementerio y el palacio no es casual y que quienes enterraban eran plenamente conscientes de la ubicación del cementerio. Éste parece haber sido ubicado intencionadamente sobre los restos palaciegos.
Se desconoce la intención o el simbolismo de dicha decisión. El que el palacio hubiera sido destruido intencionadamente -y por quien- o casualmente, determinaría el imaginario, o la intención, política o no, de quienes escogían este lugar para ser enterrados.
Lo que es más evidente es la tan próxima ubicación del cementerio cabe la ciudad de Kish. Nuevamente, la estrecha relación entre la ciudad de los vivos y la ciudad de los muertos no es casual, ni es el fruto del crecimiento de la urbe que hubiera acabado por adentrarse en el espacio de los muertos. La relación entre la ciudad bajo la luz, o la ciudad elevada, y la oscura o subterránea, fue buscada. Responde a un plan. Seguramente los muertos tenían que estar próximos a los vivos; enterrados tan cerca de la ciudad en la que vivían que, de algún modo, proseguían su vida -aletargada y gris, sin duda- en un recinto  en contacto con la vida. Se deduce que la muerte no era percibida tanto un desplazamiento a un lugar lejano cuanto un cambio de "vida" que la proximidad de la tumba a la ciudad de los vivos hacía más soportable. Algo de la vitalidad urbana se transmitía al cementerio. Éste se adhería a la ciudad para recibir el eco de su vibración, sin interferir con aquélla.  Por otra parte, la presencia cercana de los difuntos, que formaban parte del paisaje físico y mental, ayudaría a hacer más soportable la idea y la realidad del fin. Los muertos no emprendían un viaje a los infiernos, sino que permanecían próximos a los vivos, al cuidado de éstos. La cercanía de la ciudad de los muertos impedía que la ciudad vital se hundiera o se desesperara. La muerte no conllevaba ninguna ruptura -ni tampoco elevación alguna; tan solo la creencia que la vida cotidiana, sin grandes heroicidades, placeres o dolores, seguiría para siempre, en la superficie o en los márgenes inferiores.

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