Fotos: Tocho, Lens, diciembre de 2014
En la planicie del norte de Francia, no lejos de la ciudad de Arras, raída por grafitis sucios y muros que supuran hollín, entre filas de casitas de ladrillo rojo, construidas para los mineros en el siglo XIX, y las negras pirámides de las escombreras de carbón que despuntan bajo un cielo bajo y gris, un descampando moteado de placas de hormigón y de carbón, entre montículos de hierba rala, acoge un edificio bajo de cristal del que arrancan dos largos muretes grises que se confunden con el cielo.
Dentro, un único espacio sobre un suelo continuo de hormigón pulido, apenas marcado por delgadas columnas cilíndricas entre las que se insertan cuerpos bajos vidriados, de planta vagamente circular, en las que se ubican diversos servicios: un bar, un comedor, una librería, un centro de documentación. Se divisa a través de la fachada interior vidriada el jardín que rodea el edificio.
Entonces es cuando se descubre que los muretes periféricos son fachadas ciegas de dos grandes naves de acero pulido, a lado y lado del cuerpo central, en cuyo único amplio espacio se ubican la colección permanente, y una exposición temporal, bajo la luz natural que se filtra cenitalmente.
La colección permanente cuenta, en un único espacio, una historia del arte occidental y de sus relaciones con el Próximo Oriente, desde Mesopotamia hasta mediados del siglo XIX.
Museo discreto, casi invisible, de tonos grises claros sobre motas de césped y parches grises y negros, que combina el vidrio, el acero plateado y el hormigón, cuyos muros reflejan el cielo aguado o las formas desvanecidas interiores, que cede el protagonismo a la manera cómo se exponen las obras. Las jácenas metálicas, afiladas y estrechas como cuchillas, los pilares, las rejillas cenitales y los focos apenas se distinguen.
Mucho más sutil y acogedor que los museos de Mas van der Rohe de los que, posiblemente, el Louvre de Lens se inspira.
Seguramente uno de los museos más hermosos de Europa.
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