viernes, 7 de septiembre de 2018

Procesión

Salvo unas pocas obras de arte plástico moderno y contemporáneo que incorporan el movimiento real (y no tan solo ilusorio, como en el Op Art) en su "existencia" -ya sea porque, fabricadas por materiales livianos o con juntas articuladas, se desplazan al menor soplo, ya sea porque dotadas de motores o mecanismos, se ponen en marcha y, en ocasiones, se desplazan como autómatas-, pinturas, dibujos, grabados y esculturas están quietas, bien ubicadas en un lugar que le es propio, desde donde centran la atención y organizan el espacio alrededor suyo o frente a ellos. Quien se desplaza, necesariamente, es el espectador.
Sin embargo, la mayoría de las creaciones humanas antiguas, en todas las culturas, no estaban destinadas a permanecer quietas. Combinaban dos movimientos antitéticos: el retiro, la ocultación, escondidas y protegidas en tumbas, capillas y sagrarios, invisibles para la mayoría, salvo para reyes y sacerdotes -porque el resplandor que emanaba de su rostro podía cegar a quien no estuviere debidamente preparado, y la exhibición pública momentánea, durante un tiempo y en un espacio dados, que tenía lugar durante una procesión.
Las estatuas sagradas eran sacadas ritualmente en procesión. Este desplazamiento obedecía a necesidades de la imagen. Éste requería poder encontrarse con otra efigie; es decir, los espíritus de los dioses, siempre desencarnados, que moraban en las estatuas, tenían que encontrarse. Se visitaban mutuamente; acudían a sus respectivos templos. Los humanos debían satisfacer estas obligaciones. Las estatuas que representaban a los dioses (o en las que éstos moraban) eran sacadas en procesión y paseadas en pasos y en barcas hasta las capillas donde otros dioses -otras estatuas- los aguardaban. Las estatuas eran organismos vivos. Y, por tanto, tenían necesidades físicas -se las tenía que alimentar, lavar, vestir, cuidar- y anímicas: el encuentro con el otro las mantenía en vida. El Himno a Palas Atenea del poeta helenístico Calímaco, bien describe los requerimentos de la diosa, transferidos a su estatua:

"Así, pues, traedle ahora algo viril, sólo aceite
con el que Cástor, con el que también Hércules se ungen.
Llevadle también un peine de oro para que se peine
el cabello, tras alisar su brillante trenza.
Sal, Atenea, tu grata compañía se halla reunida ante tí..."

En estos paseos, que podían durar, de templo en templo, varios días, los mortales podían vislumbrar, a sus dioses, y estos acceder a sus ruegos. Se dignaban, siempre desde lo alto,  mostrarse a los ojos de los mortales. Las procesiones no estaban dictadas por los sacerdotes sino por los mismos dioses. Ellos eran quienes marcaban las pautas que regían la procesión.  
Los dioses avanzaban y se anticipaban a las plegarias. Procesión significa avance (desplazarse -cedere- hacia adelante -pro). También significa abandonar, ceder. Las estatuas abandonaban sus moradas, los templos. Pero este gesto, que las "exponía" a la vista y los peligros, era necesario, pues, por unos días, acortaba la distancia entre mortales e inmortales y facilitaba el encuentro. Así como en el cristianismo, la divinidad -que ya se hizo mortal- permite que los mortales se le acerquen, los dioses paganos mantenían las distancias, impedían cualquier acercamiento, salvo durante las procesiones cuando "se abrían" (abrían las puertas de sus capillas de las que emergían y a las que retornaban tras satisfacer los deseos humanos).
Una estatua no tenía sentido sin este doble juego de avance y retroceso, de quietud y movimiento, de ocultación y desvelamiento. Una estatua debía mostrarse y debía interactuar con otras estatuas, con los inmortales pero también con los mortales. En encuentro con éstos debía tener lugar durante un desplazamiento. En ocasiones, la estatua podía solicitar detener la procesión en un gesto de buena voluntad. Pero como un sueño, aunque perdurara unos instantes, pasaba, dejando una estela deslumbrada, hasta un nuevo paso, que marcaba un nuevo año, un año regenerado, como el año de los inicios.

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