Quienes viajaban a Barcelona en tren desde el norte de Cataluña o desde la frontera, en los años 70 y 80 del siglo pasado, quizá aún recuerden que en los últimos quilómetros, cuando el tren ya traqueteaba lentamente hacia la estación de Francia entre dos muros lejanos de bloques de pisos indistinguibles, cerca de la vía, durante centenares de metros, una continua fila de barracas, de obra o de materiales de derribo, trazaban una sobrecogedor basamento detrás del cual despuntaban las plantas superiores de los bloques de pisos del último plano. Barro, aguas sucias, basura anunciaban que Barcelona era la ciudad no solo de un anillo de chabolas sino un territorio salpicado por núcleos de aquéllas en los lugares más imprevisibles y no solo en las peladas laderas de las colinas que abombaban y deformaban los raídos solares de la ciudad.
Esta infinita cinta insalubre se formó a finales de los años cuarenta por familias venidas de otras provincias españolas en busca de un trabajo que a menudo no encontraron. Los Juegos Olímpicos de 1992 pusieron fin a este asentamiento de barracas -aunque no acabaron con ellas, que aún se alzan en solares abandonados, a veces hundidos con respecto a las calles circundantes, como en la plaza de las Glorias, un apellido casi sarcástico.
El asentamiento de La Perona, que así se llamaba tras una visita de la populista esposa, Eva Perón, del presidente argentino, a finales de los años cuarenta, serpenteaba por una calle embarrada que bordeaba la vía del tren, carente de cualquier servicio público.
El fotógrafo Esteve Lucerón pasó los últimos años del asentamiento retratando la vida que allí se mantenía, en los interiores ( de las barracas y de los primeros pisos cedidos a los primeros habitantes desalojados), en la calle y en los descampados cercanos, así como los rituales, las ceremonias que tenían lugar en y junto a las barracas, sin esconder la miseria ni ofrecer un retrato obsceno, mostrando lo que los habitantes querían mostrarle en ocasiones con orgullo o serenidad. No hay llantos. La realidad desgarradora se presenta tranquila, asumida sus condiciones, ni rendida ni ensoñadora. Casi todas las personas posan y miran a la cámara, sin esconderse ni exhibirse. Las fotos son como las ventanillas del tren que circulaba como atrapado por lo que lo acompañaba como un mal sueño hasta un peor despertar, hasta casi detenerse. Hoy somos nosotros los que nos sentimos interpelados por las imágenes.
La presente exposición en el Archivo Fotográfico de Barcelona es la mejor muestra temporal que pueda verse hoy en la ciudad en mucho tiempo.
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