Las clases virtuales están de regreso en la universidad . Cohabitan aún con clases presenciales. No se sabe por cuánto tiempo.
Desde la tarima, o desde la pizarra, se tiene una perspectiva del aula. Los alumnos se ubican en filas distintas. Hay quien se sienta en primera fila, quien se esconde detrás de un compañero, agachando la cabeza, quien prefiere ubicarse en una esquina y quienes se juntan en la última fila. Unos escriben en un cuaderno, alguno teclea en un ordenador portátil, y varios toman notas con el teléfono móvil, escribiendo con los dos pulgares con vida propia a velocidad endiablada, o grabando la voz del profesor. La mayoría mira hacia el enseñante, siempre que no se proyecte ninguna imagen en una pantalla colgada al lado de la pizarra, pero algunos no levantan la cabeza, temiendo cruzar la mirada con el profesor. La mayoría parece estar atenta y quienes cuchichean lo hacen con disimulo y casi en silencio. Al fondo, un estudiante de levanta y sale de clase, cruzándose con quien llega tarde intentando no hacer ruido al desplazar una silla.
La clase tiene profundidad. La ubicación en el espacio no siempre corresponde con el interés del estudiante; quien se coloca en primera fila no tiene porque prestar una particular atención; quizá tan solo no distingue bien la pizarra o la pantalla detrás de las primeras filas. Unos ojos bien abiertos, y una cara seria, pueden ser signos de atención, meditación o ensoñación, muy lejos mentalmente de las explicaciones del profesor, acaso un mundo más atractivo que el que el docente describe.
Pero cada alumno ocupa un lugar propio, que se ha hecho suyo. Raramente cambia de sitio a lo largo de las clases. El profesor intuye muy pronto donde se sentará la mayoría de los estudiantes. Alguna cara nueva, y caras que desaparecen tras unas pocas sesiones, quizá para no volver hasta el día del examen, o caras que levantan la mirada los pocos días que están en clase.
Cada silla tiene y cuenta una historia. Forma parte del mundo del estudiante en una aula dada a una hora determinada. Cada alumno mantiene una cierta distancia , significativa o sin revelar nada sobre lo que siente o piensa el estudiante, con el profesor, que observa con indulgencia, severidad pero nunca con indiferencia.
Mientras, en la pequeña pantalla del ordenador a través de la cual se imparte una clase virtual, todos los alumnos, representados por una imagen filmada, un dibujo o un círculo de color, se hallan, literal y metafóricamente, en el mismo plano. En verdad, no ocupan lugar, no tienen lugar, no mantienen ninguna relación espacial con el profesor. Aplanados, achatados, son signos o sombras extendidos en una misma superficie, sin que el profesor sepa, intuya o adivine a qué distancia física y mental se encuentra cada estudiante, en el aula o en su mundo, atento a lo que ocurre ante o alrededor suyo, o embebido en sus imágenes mentales.
Las sombras, los espectros, los fantasmas no tienen cuerpo ni ocupan el espacio. Son meras ilusiones con las que no cabe ningún diálogo. Están aquí y allí, y en ningún lugar. Nada les ata en un sitio propio, pasan o se desvanecen, como se desvanecen las borrosas imágenes de las estudiantes, quietos en pantalla como figuras en una lápida , cuando se cierra la sesión telemática. Figuras impresas en un mismo plano, indistinguibles, intercambiables, sin historia ni ubicación propia, sin dónde estar. La falta de profundidad, en estos casos, no es solo física. No existen espacios, paredes ni límites que acojan las voces del profesor y de los estudiantes, espacios donde las voces resuenan, hallan y dejen un eco, el eco que perdura en el espacio y el recuerdo, la voz que se dirige a cada estudiante -o a unos pocos . En la clase virtual la voz se dirige al vacío. ¿Cómo se puede enseñar y aprender? ¿Qué se puede recordar? Nada
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