El ensayista francés Míchel de Montaigne escribió, en la primera mitad del siglo XVI, sobre los pueblos de la “India” con los que los europeos habían entrado en contacto y en conflicto unos pocos decenios antes. Considerados unos salvajes, paganos y sanguinarios, se les sometió, esclavizó y cristianizó.
Montaigne no dudaba del carácter sanguinario de los sacrificios humanos practicados a gran escala por algunas culturas como los aztecas cuyas víctimas eran prisioneros de guerra -guerras que se declaraban precisamente para disponer de víctimas sacrificiales.
Mas,
“no dejo de reconocer la barbarie y el horror que supone el comerse al enemigo, mas sí me sorprende que comprendamos y veamos sus faltas y seamos ciegos para reconocer las nuestras. Creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo muerto; desgarrar por medio de suplicios y tormentos un cuerpo todavía lleno de vida, asarlo lentamente, y echarlo luego a los perros o a los cerdos; esto, no sólo lo hemos leído, sino que lo hemos visto recientemente, y no es que se tratara de antiguos enemigos, sino de vecinos y conciudadanos, con la agravante circunstancia de que para la comisión de tal horror sirvieron de pretexto la piedad y la religión. Esto es más bárbaro que asar el cuerpo de un hombre y comérselo, después de muerto.”
(Míchel de Montaigne: Ensayos, I, xxx: “Los caníbales”).
Montaigne supo ver la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio.
Quizá podríamos leerlo o volver a leerlo. Un bálsamo contra la furia y el fanatismo.
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