miércoles, 19 de abril de 2017

THUNDERCAT (STEPHEN BRUNER, 1984): TOKYO (2017)



Sobre este instrumentista norteamericano, véase este enlace

Naturaleza y cultura (I)

La cultura es una intervención humana en la naturaleza. Marca su impronta en el mundo. Tiene como fin ordenarla y disponerla para que cuadre con la visión y las necesidades humanas. Esta impronta, creada a partir de la relación con la naturaleza, cuadra el mundo. Se manifiesta a través de una serie de reglas y de relatos, de imágenes textuales y visuales, de códigos de comportamiento, que determinan cómo debemos relacionarnos entre nosotros y con el mundo que nos rodea, sea real o imaginario (el mundo de los seres invisibles: dioses, antepasados y muertos). La cultura fija con qué partes del mundo podemos estar en contacto, qué partes deben ser acondicionadas y adaptadas a nuestras limitadas visiones. La naturaleza, sin embargo, puede resistirse. Partes de ella, además, son inalcanzables, inimaginables, o no tienen que ser imaginadas: son las formas bárbaras, formas de barbarie en las que cabe lo informe, los monstruos y todo lo que no casa con lo que el ser humano necesita. Lo bárbaro es lo que no es, no puede, no deber ser humano.  
Solemos oponer naturaleza y cultura. La naturaleza, en una visión que cuadra con el relato del Génesis, aparece incontaminada, no afectada por intervención humana alguna. En este sentido, la cultura es concebida como una alteración permanente, una degradación de un espacio primigenio perfecto –o libre de manipulación. Recordemos que en el Edén, el ser humano no tenía que cultivar la tierra. Ésta era capaz de dar los frutos necesarios sin presión alguna. El trabajo, por el contrario, es definido como un castigo que recae tanto en el ser humano cuanto en la naturaleza. La primera acción humana causa la desaparición espontánea y generosa de frutos, al menos para los humanos, los cuales deberán doblar la espalda sobre la tierra para recuperar una parte de aquellos frutos que brotarán pero nunca más de modo permanente si el ser humano no se esfuerza contantemente, y a veces en vano, para forzar la tierra en librar lo que esconde.
La oposición entre el mundo del hombre y el de los monstruos no se hallaba en el mismo sitio que hoy en día. La concepción de la cultura, antiguamente, era distinta. El mundo humano, para nosotros, es urbano o, mejor dicho, está construido: incluye construcciones, asentamientos. Cuando queremos preservar la naturaleza (del impacto humano) impedimos cualquier tipo de construcción. Si queremos devolver la naturaleza a su “condición primigenia” –como ha ocurrido con la “restauración” del Cabo de Creus, destruimos cualquier indicio de construcción. “Reconstruimos” el paisaje, destruyendo las previas construcciones. Esta manera de concebir la naturaleza revela una visión distanciada y descreída de la acción humana. Ésta es percibida como negativa –para la condición natural- si bien cualquier restauración implica una acción humana, una alteración que pretende borrar la huella de una alteración precedente. De este modo, la naturaleza incontaminada aparece, paradójicamente, como una construcción en la que la mano del hombre intenta pasar desapercibida. El paisaje siempre es una construcción real o mental, pues trata de acordar la naturaleza existente con la imagen de la naturaleza primigenia que nos hemos construido.

En la antigüedad, por el contrario, los campos cultivados, que circundaban pueblos y ciudades, no eran considerados partes de la naturaleza, sino de la cultura. La visión edénica de la naturaleza no existía. La naturaleza era el espacio de las alimañas, los monstruos y los bárbaros, es decir de aquellos que no eran ciudadanos, ya sea porque aún no habían alcanzado esta condición, ya sea porque habían sido expulsados, desterrados, devolviéndolos a su condición primera, necesariamente salvaje –condición que no habían abandonado al estar en la ciudad, por lo que no podían seguir teniendo cabida en ella. La naturaleza estaba cubierta de bosques impenetrables, habitada por dioses salvajes como Pan, los sátiros, o dioses y diosas ligados a los elementos naturales, indómitos y, a menudo, violentos, como las ninfas o los dioses de los ríos, cuando eran descubiertos y obligaban a las aguas a desbocarse. La cultura, por el contrario, ordenaba el mundo y lo adaptaba al hombre. Aquel era concebido como un espacio hostil, inhumano, que requería una cuidada intervención para convertirlo en un lugar habitable. En el edén pagano, solo cabían fieras y humanos sin civilizar, como los cíclopes griegos, caníbales, desconocedores de las virtudes del hogar (del fuego domesticado) e incapaces de imponer cierto orden en un mundo desbocado, impropio del hombre.   

lunes, 17 de abril de 2017

MALEK JANDALI (مالك جندلي1972): ECHOES FROM UGARIT (ECOS DE UGARIT, 2009)



Ugarit fue la capital portuaria de un reino cananeo, entre el segundo y el primer milenios aC, situado al norte de Israel y Judea -hoy en Siria-, conocido por haber librado tablillas con mitos cosmogónicos cananeos, una tablilla con signos cuneiformes utilizados para anotar el alfabeto (de origen cananeo-egipcio) más antiguo conocido, de mediados del segundo milenio aC, y una tablilla con un himno religioso en escritura cuneiforme y en lengua hurrita -no descifrada- y las anotaciones musicales más antiguas que se conocen, también de mediados del segundo milenio aC.

La interpretación de la música del himno por el compositor y pianista siro-norteamericano Jandali comprende un arreglo orquestal que no forma parte del original.
Hoy, Jandali da conciertos en Canadá (Pianos for Peace) para ayudar a su país natal.

El tema original ha sido interpretado por el arquitecto, músico y barítono Joan Borrell Mauri, ya presentado en este blog, y que hoy puede escucharse en una exposición en una exposición en el museo Guggenheim de Nueva York.

domingo, 16 de abril de 2017

HURRAY FOR THE RIFF RAFF: LIVING IN THE CITY (2017)


Sobre este grupo norteamericano originado en el Bronx de Nueva York, véase este enlace.

Arqueología en Albania, III: Antigonea


































































Fotos: Tocho, Antigonea (Albania), abril de 2017

La conflictividad en los Balcanes no es nueva. Ya en la antigüedad, desde principios del primer milenio aC, y acentuándose en época helenística (a partir del s, IV aC), lo que hoy es Albania -al menos, el sur del país- fue víctima de las incesantes rivalidades entre distintos estados griegos (Epiro, entre éstos), Tracia y Macedonia. La llegada de Roma por el control de los puertos del Adriático, en el siglo III aC, acentuó la inestabilidad.

Antigonea fue fundada por el rey de Epiro (poblada por la tribu de los Molosos), Pirro a principios del siglo III aC. Ubicada en un altozano, a más de mil metros de altura, dominando un ancho valle que conecta el norte de Grecia, Macedonia y el mar Adriático, rodeada de montañas casi siempre nevadas, Antigonea era un efectivo puesto de control del paso de mercancías, al tiempo que un productor de bienes. El barrio artesano, dedicado a la herrería, la cerámica y el tratamiento del cuero -situado en un extremo de la trama urbana-, aun revela una ingente cantidad de fragmentos metálicos, cerámicos y de vidrio, apenas excavados.
La ciudad, defendida por un anillo amurallado de sillares -bien conservado- de cuatro mil metros de longitud -que hacía las veces de muro defensivo y de contención de tierras-, dotado de varias puertas de entrada, fue planificada según una trama ortogonal (hipodámica), perfectamente orientada según un eje norte-sur, al pie de un escarpado acrópolis. El ágora acogía la sede (pritaneo) de un gobierno "supranacional": una coalición de comunidades cercanas.
Antigonea fue dedicada a la esposa de Pirro (Antigona), familiar del faraón Ptolomeo I, tras el fallecimiento de la reina, seguramente tras un parto.
Tomada e incendiada por Roma -Pirro lo perdió todo ante Roma, pese a una victoria inicial "pírrica"-, Antigonea desapareció casi por completo apenas siglo y medio después de su fundación, aunque a la construcción de una basílica bizantino, en un extremo de la ciudad, lejos del devastado centro, en el siglo VI dC. Ya nada más se supo poco tiempo después. La ciudad, de acceso difícil por una pista mal señalizada, aún yace sepultada en gran parte.