lunes, 1 de abril de 2019

JORGE-LUIS BORGES (1899-1986): SOBRE LOS CLÁSICOS (1965)

Escasas disciplinas habrá de mayor interés que la etimología: ello se debe a las imprevisibles transformaciones del sentido primitivo de las palabras, a lo largo del tiempo. Dadas tales transformaciones, que pueden lindar con lo paradójico, de nada o de muy poco nos servirá para la aclaración de un concepto el origen de una palabra. Saber que cálculo, en latín, quiere decir piedrecita y que los pitagóricos las usaban antes de la invención de los números, no nos permite dominar los arcanos del álgebra; saber que hipócrita es actor, y persona, máscara, no es un instrumento valioso para el estudio de la ética. Parejamente, para fijar lo que hoy entendemos por lo clásico, es inútil que este adjetivo descienda del latín classis, flota, que luego tomaría el sentido del orden. (Recordemos de paso la información análoga de ship-shape.)
¿Qué es, ahora, un libro clásico? Tengo al alcance de la mano las definiciones de Eliot, de Arnold y de Sainte-Beuve, sin duda razonables y luminosas, y me sería grato estar de acuerdo con esos ilustres autores, pero no los consultaré. He cumplido sesenta y tantos años: a mi edad, las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree verdadero. Me limitaré, pues, a declarar lo que sobre este punto he pensado.
Mi primer estímulo fue una Historia de la literatura china (1901) de Herbert Allen Giles. En su capítulo segundo leí que uno de los cinco textos canónicos que Confucio editó es el Libro de los Cambios o I King, hecho de 64 hexagramas, que agotan las posibles combinaciones de seis líneas partidas o enteras. Uno de los esquemas, por ejemplo, consta de dos líneas enteras, de una partida y de tres enteras, verticalmente dispuestas. Un emperador prehistórico los habría descubierto en la caparazón de una de las tortugas sagradas. Leibniz creyó ver en los hexagramas un sistema binario de numeración; otros, una filosofía enigmática; otros, como Wilhelm, un instrumento para la adivinación del futuro, ya que las 64 figuras corresponden a las 64 fases de cualquier empresa o proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros, un calendario. Recuerdo que Xul-Solar solía reconstruir ese texto con palillos y fósforos. Para los extranjeros, el Libro de los Cambios corre el albur de parecer una mera chinoiserie; pero generaciones milenarias de hombres muy cultos lo han leído y referido con devoción y seguirán leyéndolo. Confucio declaró a sus discípulos que si el destino le otorgara cien años más de vida, consagraría la mitad a su estudio y al de los comentarios o alas.
Deliberadamente he elegido un ejemplo extremo, una lectura que reclama un acto de fe. Llego, ahora, a mi tesis. Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones varían. Para los alemanes y austríacos el Fausto es una obra genial; para otros, una de las más famosas formas del tedio, como el segundo Paraíso de Milton o la obra de Rabelais. Libros como el de Job, la Divina ComediaMacbeth (y, para mí, algunas de las sagas del Norte) prometen una larga inmortalidad, pero nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del presente. Una preferencia bien puede ser una superstición.
No tengo vocación de iconoclasta. Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero. Así, mi desconocimiento de las letras malayas o húngaras es total, pero estoy seguro de que si el tiempo me deparara la ocasión de su estudio, encontraría en ellas todos los alimentos que requiere el espíritu. Además de las barreras lingüísticas intervienen las políticas o geográficas. Burns es un clásico en Escocia; al sur del Tweed interesa menos que Dunbar o Stevenson. La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a aprueba, en la soledad de sus bibliotecas.
Las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre.
Cada cual descree de su arte y de sus artificios. Yo, que me he resignado a poner en duda la indefinida perduración de Voltaire o de Shakespeare, creo (esta tarde uno de los últimos días de 1965) en la de Schopenhauer y en la de Berkeley.
Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.

domingo, 31 de marzo de 2019

El imaginario del agua en Mesopotamia




(Agradecimientos al arquitecto Marc Marín, de la Universidad de Filadelfia, por el envío de esta reciente filmación en el yacimiento de Lagash, en el sur de Iraq)


El hallazgo de un papiro, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, de un comentario a un olvidado texto mitológico griego del poeta Alcman (s. VII aC) que contenía una cosmología que se apartaba de la canónica visión de la creación del mundo de Hesíodo-aunque se barruntaba en alusiones en la Ilíada- , confirmó las crecientes pruebas de las relaciones entre Grecia y los reinos e imperios orientales. Este mito concedía el protagonismo en la creación del cosmos al dios de las aguas dulces, Okeanos, una divinidad que, por el contrario, jugaba un papel menor en la cosmogonía hesiodea.
Siempre se ha pensado que la concepción del mundo de Tales de Mileto, según el cual el elemento fundamental y fundacional –el arjé o principio- del cosmos era el agua estaba inspirada en el mito babilónico de la creación que situaba el origen del mundo en la interacción entre dos monstruos, Apsû y Tiamat (éste convertido en Grecia en la personificación del mar: thalassa) acuáticos, dueños de las aguas dulces y saladas, respectivamente –y moradores de éstas-, cuya mezcla desencadenaba reacciones tales que daban pie al surgimiento de las primeras divinidades, ascendidas de las aguas. El descubrimiento del mito griego antes citado acentuaba no solo la dependencia de la visión de los orígenes del mundo en Grecia de la de Mesopotamia, sino que concedía una gran importancia, hasta entonces secundaria, al papel de las aguas en la formación del universo.
Sabemos que, según el Génesis, la creación del mundo aconteció, de pronto, un buen día, cuando el tiempo ya discurría. Érase una vez un gran depósito de aguas quietas. No existía nada más. El mundo se originó en siete días tras el vuelo del soplo de Dios sobre la superficie de las aguas. Éstas, revueltas, animadas por el hálito divino, expulsaron a los entes y seres que se formaron en su seno a lo largo de una semana.  El mito bíblico es propio de Oriente, y revela la influencia de mitos cosmogónicos compuestos tierra adentro, en la tierra entre los dos ríos, Tigris y Eúfrates: Mesopotamia.

sábado, 30 de marzo de 2019

La impericia

Los lectores de una cierta edad quizá recuerden haber recibido -o haber ofrecido-, en los años ochenta, el regalo de una muñeca Chochona. Se trataba de muñecas "personalizadas". Cada una era distinta. Estaban hechas a máquina, eran productos en serie, que imitaban las muñecas hechas a mano. La máquina que las producía estaba programada por saltar un punto, en un momento distinto en cada caso, de manera que las muñecas fueran imperfectas y que la imperfección se produjera en sitios distintos en cada caso. La imperfección -la imprevisibilidad- caracterizan la obra humana, hecha "a mano". La perfección es, por el contrario, maquinal: no denota pensamiento o reflexión alguno.

El falsificador Elmyr de Hory comentaba que los cuadros de Matisse eran los más difíciles de imitar porque Matisse dudaba. No realizaba sus nítidos contornos de un solo y continuo trazo, sino que los interrumpía, los reemprendía cambiando levemente la orientación, la velocidad, la fuerza, acelerando y frenando, como si continuamente no supiera bien cómo ni qué dibujar. De Hory añadía que para un dibujante como él, para quien los trazos miméticos no constituían dificultad alguna, tuvo que olvidar cómo dibujar para tratar de apoderarse de las dudas , avances y retrocesos de Matisse. De Hory dudaba demasiado bien para falsear una obra de Matisse. 
La autentificación de cuadros -necesaria si valoramos la autoría, amenazada por los falsificadores- exige estudios de laboratorio. Lo que se suele buscar son los primeros trazos, el primer dibujo o boceto, a carboncillo, trazado sobre la tela o la tabla, y posteriormente corregido y cubierto por las capas de óleos y barnices -aunque no todos los artistas necesitaban este primer contacto con la tela y la composición, de ahí la dificultad a la hora de autentificar óleos de Caravaggio, pintados directamente, sin bocetos previos. Estos trémulos trazos abocetados, en los que se percibe cómo un artista aborda una obra, fija las principales líneas de la composición, acentúa, corrige, borra, repite, no siempre siguiendo un previo apunte sobre papel, son los que denotan la "mano" y, por tanto, la "visión" de un artista y la manera de plasmarla.
Un artista se caracteriza más por sus dudas, sus "errores", sus luchas con el tema y la materia, que por sus logros. La impericia, los rodeos, las vueltas alrededor de una composición que se le resiste, las dificultades que le plantea -y que pueden llevar al abandono- dan la "medida" de la capacidad "visionaria" o "creativa" de un artista. Sus temores son más significativos que su confianza. La confianza solo lleva al fracaso. En terreno llano, uno se abandona fácilmente.

Hoy en día se plantea la inquietante pregunta de la capacidad de las máquinas por producir obras dignas del mejor artista; máquinas programadas, capaces incluso de "aprender", dotadas de una "personalidad". Pero las máquinas están "pensadas" y fabricadas para producir, para realizar determinadas tareas, pronta y eficazmente, mejor y más rápido que los humanos. Que las máquinas trabajen y "piensen" -¿sientan?- como los humanos implica que las máquinas deberían ser también insensibles, lentas, y capaces de reconocer y aceptar sus derrotas, deberían detenerse, dejar de producir o "funcionar", sin que dicho "detenimiento" estuviera previsto. Deberían ser imperfectas, o producir obras imperfectas, indignas de una máquina.
Una máquina que dude, que retroceda: ¿para qué? Ya estamos los humanos, con miedos, cegueras y esperanzas. La rectificación, la superación y el abandono, sin causa alguna, la asunción de la imposibilidad de crear, o de llegar a la altura de otra obra, otro creador -y la desazón, la envidia subsiguiente, la rabia también- no son "reproducibles". Quizá las máquinas piensen, pero nuncan podrán pensar en dejar de pensar, en retirarse, aceptando la derrota.

LILI BOULANGER (1893-1914): D´UN VIEUX JARDIN / D´UN JARDIN CLAIR (DE UN ANTIGUO JARDÍN / DE UN JARDÍN ILUMINADO, 1918, 1914)



No se abre ningún apartado sobre piano y tuberculosis,
pero Boulanger, una de las mejores compositoras francesas del siglo XX, murió, al igual que Dupont, de tuberculosis, aunque mucho más joven, con veinticinco años de edad. Hoy, también olvidada.

GABRIEL DUPONT (1878-1914): LA MAISON DES DUNES (LA CASA DE LAS DUNAS, 1910)



Olvidado compositor moderno francés -hoy reivindicado-, muerto muy joven de tuberculosis, que compuso casi toda su obra desde el hospital, carente de tristeza o amargura, acaso con algo de rabia fugaz, o de deseo de ir hacia donde sabía que nunca llegaría

AGNÈS VARDA (1928-2019): L´OPÉRA-MOUFFE (1958)

Agnès Varda - A Ópera Mouffe [legendado] from Revista Usina on Vimeo.

Una extraordinario muestra de las relaciones entre cine y ciudad.
A contemplar casi de rodillas, maldiciendo el tiempo que siega (vidas como las de Varda), asumiendo que sin el tiempo, el cine no existiría....

jueves, 28 de marzo de 2019

La diosa de la destrucción de la ciudad (Enio)

Todas las ciudades de la antigüedad estaban bajo la protección de la divinidad "políada", es decir estrechamente asociada a aquélla. Esta divinidad podía incluso haber fundado la urbe; y desde luego, a menudo conjuntamente con otros dioses, velaba, desde su santuario, por la salvaguarda de la comunidad, siempre que ésta cumpliera con los rituales establecidos.
La cultura (o la "teología") helenística concibió un tipo distinto de divinidad: una diosa -se trataba siempre de una figura femenina- que personificaba a la ciudad. No llevaba el nombre de la urbe -se llamaba, por el contrario, Tiqué -que significa Buena Suerte, en griego- o Fortuna-, pero la Fortuna de cada ciudad, representada por una figura femenina coronada, portadora de un cuerno de la abundancia, cuya corona era distinta en cada caso, ya que simbolizaba, de manera detallista y precisa, la muralla de la urbe. Se trataba, por tanto, de una divinidad que era, a la vez, la misma y diversa, una y con tantas manifestaciones como ciudades existían.

Todas la culturas antiguas sacrificaban a unas divinidades temibles: los dioses y las diosas de la guerra. Solían ser divinidades principales, caracterizadas por su presencia o su aspecto terrorífico. Divinidades implacables, sedientas de sangre, cuyo paso por la tierra dejaba un reguero de víctimas, hubieran o no suplicado clemencia. En algunos casos, estas divinidades eran también diosas del deseo, en una clara alegoría de la ceguera que la pasión desata llevando a sus víctimas, manejadas como marionetas, a la perdición. Tal era, por ejemplo, la diosa Inana o Ishtar en Mesopotamia, representada a veces como una hermosa y seductora mujer apoyada sobre garras afiladas de ave de presa.

Grecia poseía una diosa única, que combinaba los rasgos de los dos tipos de deidades anteriormente descritas. En efecto, Enio (o Enyo) era una diosa, hija o esposa de Ares, el dios de la guerra. Formaba parte del séquito de divinidades aterradoras, como Deinos y Fobos (el Terror y el Temblor), que acompañaban al violento Ares. Se confundía a veces con Eris, la diosa de la violencia. Diosa con las manos manchas de sangre, se caracterizaba por su peculiar, casi exclusiva función: Enio era la diosa destructora (saqueadora, en palabras de Homero) de ciudades. Se presentaba como un súbito y devastador torbellino que arrasaba desde el corazón de las comunidades. Según algunos autores antiguos, Enio era hija de Forcis, un viejo hombre del mar, y de un monstruo marino, Ceto, imponente como un cetáceo, padres también de las terribles Gorgonas, cuya mirada petrificaba, y de las Sirenas, cuyo canto engañoso y seductor llevaba a los marineros encantados al naufragio contra los arrecifes. Troya cayó cuando Enio entró en la ciudad, y la toma de Tebas en manos de sus siete enemigos aconteció cuando la diosa se puso a la cabeza del ejército atacante. Troya no volvió a la vida, y Tebas casi desapareció.
Parece lógico que una cultura como la Grecia que tenía en tanta estima a Apolo, dios fundador -dios destructivo, también- tuviera clara conciencia de la fragilidad de las construcciones humanas, siempre a la merced del soplo devastador -Enio echaba fuego por la boca- de una diosa de la que había que protegerse accediendo a todas sus demandas.