viernes, 10 de abril de 2009

Primer tocho

LA CASA Y LA SOMBRA

Le Corbusier definió la arquitectura como un juego magnífico de volúmenes al sol, como si de estatuas se tratara, pero nada dijo sobre los espacios interiores (que nunca cuidó) en el que vivimos y que tienen que estar por necesidad, al menos parcialmente, en sombra.
La primera casa, la primera ciudad, sucedieron tras una era en la que los humanos vivieron en armonía entre sí y con los animales y los dioses. En el Paraíso, el Edén, Jauja, o la Tierra de los Orígenes, los humanos no tenían enemigos; la necesidad de esconderse y defenderse era inexistente. Los pocos asentamientos, comentaba Ovidio (Met. I, 96), no requerían fosos; según Virgilio (B, IV, 33-34), las ciudades prescindían de puertas y murallas. Las potencias sobrenaturales, satisfechas con sus criaturas, no hacían llover sobre ellas calamidades sin fin ni dispersaban males que suscitan cizaña y desconfianza. En el Paraíso, se vivía al aire libre, sin tener que cubrirse. Tejidos y techos eran innecesarios, ya que nadie deseaba el mal ni miraba mal a nadie. Todo estaba al alcance de todos, incluso los frutos más preciados que no requerían torres ni muros para aislarlos o esconderlos.
Sin embargo, en cuanto se produjo el primer crimen, el fratricidio cometido por uno de los hermanos gemelos que, en casi todas las culturas, han sido tradicionalmente considerados como los prototipos y los genitores de la humanidad, el ser humano necesitó, avergonzado y temeroso del otro a quien había dañado, esconderse de sí mismo y de la mirada ajena; del resto de los mortales, ahora que la muerte se había introducido en el Edén, y de los inmortales que lo perseguirían el resto de los días. El humor se había ensombrecido. La culpa se había asentado. Y la necesidad ineludible de esconderse también.
Después de que Caín asesinara a su hermano Abel, Yavhé lo expulsó del vergel de nunca jamás y lo condenó a una vida errante, sin que tuviera la posibilidad de asentarse ni descansar. Sin embargo, en el último momento, decidió permitirle crear un espacio en el que todos los desterrados, todos los condenados, pudieran recogerse: ésta fue la primera ciudad que fue bautizada con el nombre del primogénito de Caín; de algún modo, era una creación suya, un hijo suyo.
La ciudad era la antítesis del Paraíso: cercenada de murallas en las que se abrían escasos y defendidos, cerrados portalones; a cada habitante le era entregado un techo; los muros de los cobijos establecían nítidas, gruesas divisiones entre todos los habitantes, encerrados, desde entonces, entre paredes, muros ciegos que solo miraban hacia el interior. En éste, la luz no podía llegar. La penumbra, antesala de la noche y la muerte, se extendía, aunque, ciertamente, esta sombra alargaba la vida ya que, a la intemperie, el ser humano no tenía posibilidades de sobrevivir. Sobrevivir, más que vivir; esto es, aguardar la muerte postergada unos años: tal fue el destino del hombre.
El origen de la arquitectura (de la ciudad y del hábitat) está ligado al primer crimen, al primer sacrificio, y conlleva la interposición de muros y techos, que ensombrecen el espacio habitado, entre hombres y dioses. La casa es un refugio; y una celda. Casa, celda, capilla son términos que tienen lógicamente una misma etimología, puesto que esos espacios fueron creados simultáneamente con la misma función: ocultar al hombre de la excesiva luz que exponía sus miserias. Caín, cuenta Víctor Hugo, trató, aunque en vano, de ocultarse de la mirada acusadora de dios, creando estancias cada vez más cerradas y recónditas, hasta que no tuvo más remedio que acurrucarse en una tumba, en cuyo interior el ojo cortante de dios seguía abierto e inmóvil:

« Alors il dit:--je veux habiter sous la terre,
Comme dans son sépulcre un homme solitaire;
Rien ne me verra plus, je ne verrai plus rien.
On fit donc une fosse, et Caïn dit: C'est bien!
Puis il descendit seul sous cette voute sombre.
Quand il se fut assis sur sa chaise dans l'ombre,
Et qu'on eut sur son front fermé le souterrain,
L' œil était dans la tombe et regardait Caïn. »

(Victor Hugo : « La conscience », La légende des siècles)

No obstante, la sombra que la arquitectura engendra no simboliza necesariamente el mal; mas, el contraste entre la luz externa y la penumbra interna sí evoca la ruptura entre mortales, que requieren cobijos para no ver sus faltas y no verse reflejados, y los inmortales que moran en los riscos a cielo abierto. La tierra, convertida en el hogar, siempre arisco, de los hombres, es un espacio en sombra; la carencia de la luz, su alejamiento de la “sonrisa de dios”, que es luz -según el neoplatónico florentino Ficino-, la constituye y la caracteriza. El retorno hacia la luz se convierte entonces en un anhelo, de difícil o imposible prosecución, sólo al alcance de unos pocos iluminados, que saben hallar la recta senda en un mundo oscuro, una imagen a la que la mística ha vuelto una y otra vez. Lo umbrío ya no ocupa el espacio interior que los humanos necesitan, sino el mundo entero en el que aquéllos pululan. El mundo visible está en sombra. Quizá por este motivo, los dioses, que irradian, cuya visión ciega a los humanos, cuando moran entre los humanos, solo son alcanzados por quienes son capaces de desprenderse de su humana condición, de su morada terrenal, y de penetrar en el sancta santorum tras cruzar por las distintas estancias, cada vez más angostas y más profundas, en las que la débil luz ya no penetra. Mientras que el templo cristiano es una casa de luz porque es la casa del fiel, la casa que hubiera tenido que poseer si la falta original no lo hubiera marcado –casa que no es casa, espacio celado, porque los muros tendido de vidrieras no delimitan, no cierran sino que abren la vista y el alma al mundo-, el templo pagano sólo pertenece a la divinidad que se defiende del mundo rodeándose de un cerco múltiple de noche que sólo cruza el iluminado. Del mismo modo, las moradas interiores que Teresa de Jesús describiera, inspirada por el místico sufí Al-Nuri, eran estancias sin ventanas porque el paso penumbroso al que invitaban era una metáfora cierta de la vida en la tierra en pos de la luz, es decir, tras abandonar el hogar y la tierra hacia el nunca reencontrado Edén.
Los valores de la sombra en el hogar no son, sin embargo, unívocos. Así como en algunos mitos de la noche asciende la luz, la diosa primigenia (la madre tierra) ha sido concebida como una gran matriz, húmeda y oscura, que da a luz a todo el linaje divino, a todos los seres vivientes. En Grecia, Gea, la Tierra, fue descrita como una falla abismal en la que no se alcanzaba a ver nada. Del mismo modo, el hogar primigenio era una cueva o una hondonada, semejante a un oscuro pozo. Y la diosa griega del hogar, Hestia, que velaba sobre el fuego que mantenía vivo al espacio doméstico, se asentaba sobre una caverna subterránea en la que los antepasados que, desde la noche en que moraban, velaban por los seres vivos, se cobijaban.
La sombra, entonces, es lo que da sentido a la arquitectura, entendida, no como un erguido monumento sino como un replegado cobijo; sin una sombra protectora, el ser humano, expuesto a la inclemente irradiación del cielo, no habría podido sobrevivir –esperando ilusoriamente, un día, poder vivir sin techo alguno, como en los tiempos primigenios.