La creencia más común sostenía que los héroes Trofonio y Agamedes eran hijos de Apolo. Algunos, sin embargo, creían que, mientras que Trofonio descendía de Apolo, Agamedes era su padrastro. Según Homero eran conocidos como los primeros arquitectos casi humanos -el hecho que, al menos uno de ellos, tuviera a una divinidad como padre, no los igualaba enteramente con los mortales-. Entraron en la leyenda porque ayudaron a Apolo a construir su primer templo en Delfos. En concreto, después que el dios hubiera dispuesto los cimientos "anchos, largos y contínuos", los hermanos Agamedes y Trofonio colocaron una pieza de mármol a modo de umbral. Fueron los responsables de la entrada al templo.
En la Grecia antigua, sin embargo, Dédalo era considerado no solo como el patrón de los arquitectos (papel que volvería a asumir, junto con el apóstol Tomás, durante la Edad Media), sino como un destacado proyectista y constructor, autor de, al menos, un edificio mítico del que Apolo no hubiera renegado: el Laberinto cretense.
Dédalo no puede no estar presente en todo lo relacionado con el origen de la arquitectura. Apolo, obviamente, tampoco. Los legendarios Agamedes y Trofonio eran hijos de Apolo. Éste no era el único ligamen con el dios. Mas, ¿qué papel juega Dédalo?
Tras su trágico fallecimiento, los hermanos constructores se vieron convertidos en potencias oraculares, especialmente Trofonio. Disponía de un complejo santuario subterráneo cerca de la ciudad de Labadea, en la norteña provincia de Beocia -que constituía el espacio del viaje errático de Apolo antes de instalarse en Delfos-, donde profetizaba, al igual que su padre Apolo. El santuario no era una fosa, una sima o una caverna natural, sino una obra arquitectónica, primorosamente ejecutada. Se componía de una estrechísima entrada defendida por puertas de bronce, por la que había de deslizarse de espaldas, que desembocaba en un tunel, húmedo y completamente oscuro, por donde zigzagueaban serpientes, y que, tras un largo, angosto y angustioso recorrido, desembocaba ante una estatua de Trofonio, un fetiche esculpido por Dédalo. Los fieles que querían interrogar a Trofonio debían acudir ofrendas compuestas por pasteles de miel con los que, eventualmente, podían saciar a las serpientes y tranquilizarlas. La materia base, la miel, era importante, ya que fue un enjambre de abejas, animales constructores donde los haya (y educadores, por la miel que brindan), el que señaló por vez primera donde instalar y construir el santuario oracular de Trofonio.
La estructura del santuario evocaba la de un laberinto: una galería que parece no tener fin y por la que se transita, en medio de la absoluta oscuridad, sin saber hacia donde uno se dirige. Los infiernos que Virgilio recorriera estaban defendidos por una puerta de bronce con una imagen de Dédalo, como si el mismo Dédalo hubiera trazado la planta infernal. Por otra parte, el Laberinto cretense, tal como se muestra en relieves en monedas, no se componía de un sinfin de galerías dispuestas como una tela de araña sino, más bien, como un intestino contínuo que se enrosca hacia un centro. La asociación con el intestino no es casual. Ya en imágenes de hígados en terracotta, que se utilizaban para saber interpretar a los hígados de las víctimas sacrificadas a fin de conocer el porvenir, una planta laberíntica estaba trazada sobre la superficie de la imagen de la víscera.
Trofonio y Agamedes no construyeron dicho santuario. Pero su planta, su estructura estaba de acuerdo con su personalidad. Ésta, por tanto, debía presentar claros-oscuros, zonas en sombra, aspectos que no podían salir a la luz.
Entre las variadas obras que levantaron, destaca el tesoro del rey Hirieo, hijo de Poseidón, en la ciudad de Hiria (también en Beocia). Acabó sus días en la isla de Delos, donde había nacido Apolo. Su hijo era Orión, quien, convertido en una constelación, visible desde todo el orbe, ayuda a los hombres a no perderse.
El tesoro era un edificio cerrado a cal y canto en la que el rey atesoraba sus bienes más preciados: armas y joyas de metales y piedras preciosos. El encargo que Trofonio y Agamedes recibieron presentaba una dificultad casi insuperable. El tesoro tenía que inviolable; como el Laberinto, otro encargo que sólo el artero Dédalo pudo cumplir.
Los arquitectos están al servicio del poder. Mas éste no se da cuenta que les confía todos sus secretos, y sus llaves. Sin los arquitectos, no habría monarca alguno que pudiera estar seguro, asentado en el trono.
Lo que el tesoro guardaba no podía ver la luz. Nadie, salvo el rey, tenía acceso a este depósito. Su entrada no podía ser franqueada. Nadie, salvo, en secreto, Trofonio y Agamedes. Así como Dédalo poseía la llave del Laberinto que había construido, los hermanos constructores sabían cómo acceder a la cámara secreta. Tenían el hilo que conducía al interior. Un hilo semejante al que la princesa cretense Ariadna, enamorada del principio ateniense Teseo, le tendió para que pudiera recorrer el laberinto hasta la celda del sanguinario Minotauro y pudiera, tras matarlo, hallar el camino de vuelta. Un hilo como el que Agamedes y Trofonio emplearon para delimitar el solar donde construían el templo de Poseidón en Mantinea, e impedir que nadie se adentrara en la obra.
Cuando construyeron el tesoro, levantado con sillares idénticos, perfectamente labrados y ajustados, que componían un tejido o un mosáico de piedra, dejaron una única piedra disimuladamente suelta. Nadie habría podido adivinarlo ni encontrarla. Sí, cada noche podían acceder al interior y ir robando los bienes. La cámara del tesoro no tenía secretos para ellos. Controlaban la entrada, como ya ocurría en el templo de Apolo en Delfos; o como le ocurría a Dédalo, único sabedor de cómo adentrarse sin perderse en el Laberinto.
Los arquitectos han sido siempre los que han controlado el acceso a los espacios. Es el signo de su poder. Lo que han edificado no puede ser penetrado sin su consentimiento. Quizá por eso, el dios romano de la arquitectura era Jano, dios protector de las puertas y los accesos. Un edificio o una ciudad cae si la entrada está mal defendida.
Sin embargo, un día el rey Hirieo descubrió que sus bienes menguaban. Alguien había hallado cómo acceder. Decidió entonces, secretamente, poner a buen recaudo lo que quedaba y esperar a la noche siguiente para descubrir al ladrón. Con la ayuda de Dédalo tendió una trampa en la que Agamedes cayó. Al ver a su hermano retenido, y a fin de impedir que confesara, Trofonio lo decapitó. En ese momento, la tierra se abrió y Trofonio se hundió en las profundidades, desde donde profetizaría.
La decapitación, como señala Zoe Petre ("Trophonios ou l´architecte. À propos du statut des techniciens dans la cité grecque", Studii Clasice, 18, 1978, ps. 23-39), no es una condena habitual en la Grecia antigua. Quizá la decapitación más conocida sea la de la Medusa Gorgona, a manos de Perseo, quien ofreció la testa sanguinolenta del monstruo a Atenea (una diosa ligada a la carpintería y la arquitectura) en agradecimiento por la ayuda recibida. En efecto, Perseo no sufrió rasguño alguno en su mortífera confrontación con la Gorgona.
La cabeza del monstruo tenía el poder de fulminar con la mirada. Dicho poder no aminoró con la decapitación. Quienquiera que cruzara su mirada con la de la Gorgona quedaba petrificado, convertido en estatua o en material de construcción. Por eso, todos los templos ornaban los frontones con efigies que reproducían la faz del mal a fin de impedir que ningún enemigo se acercara. La testa de la Gorgona era la clave que protegía los edificios.
La desaparición de Trofonio cuando la tierra se abrió debajo de sus pies recuerda, por su parte, la eliminación de otro monstruo: le Esfinge. Ésta estaba asentada ante la puerta de la ciudad de Tebas (capital de Beocia). Era un castigo que la ciudad sufría porque los reyes, Layo y Yocasta, no habían hecho caso del oráculo, y habían permitidio el nacimiento de su hijo Edipo, quien iba a acabar con la estirpe real. La Esfinge impedía que nadie entrara en la ciudad fortifacada y que nadie pudiera escapar. Era la perfecta guardiana (o el mejor de los cancerberos). Tebas se había convertido en una cárcel inviolable, como un laberinto, o un tesoro. Sólo Edipo logró vencerla, respondiendo correctamente al acertijo que la Esfinge planteaba a todo aquél que se le acercaba. En cuanto fue derrotada, la tierra se abrió de par en par y la Esfinge desapareció de la faz de la tierra. Su secreto había sido descubierto. Las preguntas de la Esfinge testimoniaban de las incertidumbres ante las que los mortales se enfrentan. Y para cuya disolución, acuden a arquitectos y profetas para que les protejan (con techos y palabras de consuelo).
El fratricidio cometido fríamente por Trofonio no era inusual. Muy por el contrario, era común que los fundadores y arquitectos míticos y legendarios fueran hermanos, a menudo gemelos, que se enfrentaban en el momento de acometer su obra maestra. Uno siempre fallecía cruentamente. Era como si hubiera sido sacrificado, o hubiera entregado su vida en beneficio de la obra. Desde luego, el crimen revelaba la mente retorcida -tan retuerta como lo que edificaban-, los sombríos pensamientos de los hermanos constructores. ¿Cómo no iban a ser unos seres complejos y decididos si lograban imponer una forma a la materia informe?; ¿si conseguían domesticarla, reducirla, transformando el mundo salvaje en un espacio apto para la vida civilizada?
El crimen de Trofonio fue el preludio de la instauración de su santuario. Quien moraba en su interior era el propio héroe. Desde la cámara más recondida educaba, iluminaba a los iniciados que habían logrado sortear, como en un rito de paso, todos los obstáculos con los que se habían enfrentado: la oscuridad, la pérdida de referencia, lo angosto del pasadizo, el encuentro con animales mortíferos cono serpientes.
Apollo ordenó el mundo. Los mortales, siguiendo las sendas que Apolo trazó, pudieron orientarse sin perderse, salvándose de la selva que es el mundo. Pero, antes, Apolo tuvo que enfrentarse a monstruos caóticos, como Pitón, la gran serpiente ancestral que reinaba en Delfos. Del mismo modo, Trofonio pudo orientar a quienes le imploraban que les iluminase. La luz que les ofrecía, sin embargo, había sido conquistada tras su victoria sobre las tinieblas que su crimen había plasmado.
Los arquitectos, como los verdaderos artistas, son poetas, son profetas. Son conocedores del mundo de la noche. Construyen, ciertamente. Edifican. Es decir, educan a los mortales enseñándoles el verdadero camino, aquél que les llevara a "buen término". Pero, antes, han tenido que cargarcon el crimen de haber vencido al caos -y a los monstruos que siempre acechan.
En la Grecia antigua, sin embargo, Dédalo era considerado no solo como el patrón de los arquitectos (papel que volvería a asumir, junto con el apóstol Tomás, durante la Edad Media), sino como un destacado proyectista y constructor, autor de, al menos, un edificio mítico del que Apolo no hubiera renegado: el Laberinto cretense.
Dédalo no puede no estar presente en todo lo relacionado con el origen de la arquitectura. Apolo, obviamente, tampoco. Los legendarios Agamedes y Trofonio eran hijos de Apolo. Éste no era el único ligamen con el dios. Mas, ¿qué papel juega Dédalo?
Tras su trágico fallecimiento, los hermanos constructores se vieron convertidos en potencias oraculares, especialmente Trofonio. Disponía de un complejo santuario subterráneo cerca de la ciudad de Labadea, en la norteña provincia de Beocia -que constituía el espacio del viaje errático de Apolo antes de instalarse en Delfos-, donde profetizaba, al igual que su padre Apolo. El santuario no era una fosa, una sima o una caverna natural, sino una obra arquitectónica, primorosamente ejecutada. Se componía de una estrechísima entrada defendida por puertas de bronce, por la que había de deslizarse de espaldas, que desembocaba en un tunel, húmedo y completamente oscuro, por donde zigzagueaban serpientes, y que, tras un largo, angosto y angustioso recorrido, desembocaba ante una estatua de Trofonio, un fetiche esculpido por Dédalo. Los fieles que querían interrogar a Trofonio debían acudir ofrendas compuestas por pasteles de miel con los que, eventualmente, podían saciar a las serpientes y tranquilizarlas. La materia base, la miel, era importante, ya que fue un enjambre de abejas, animales constructores donde los haya (y educadores, por la miel que brindan), el que señaló por vez primera donde instalar y construir el santuario oracular de Trofonio.
La estructura del santuario evocaba la de un laberinto: una galería que parece no tener fin y por la que se transita, en medio de la absoluta oscuridad, sin saber hacia donde uno se dirige. Los infiernos que Virgilio recorriera estaban defendidos por una puerta de bronce con una imagen de Dédalo, como si el mismo Dédalo hubiera trazado la planta infernal. Por otra parte, el Laberinto cretense, tal como se muestra en relieves en monedas, no se componía de un sinfin de galerías dispuestas como una tela de araña sino, más bien, como un intestino contínuo que se enrosca hacia un centro. La asociación con el intestino no es casual. Ya en imágenes de hígados en terracotta, que se utilizaban para saber interpretar a los hígados de las víctimas sacrificadas a fin de conocer el porvenir, una planta laberíntica estaba trazada sobre la superficie de la imagen de la víscera.
Trofonio y Agamedes no construyeron dicho santuario. Pero su planta, su estructura estaba de acuerdo con su personalidad. Ésta, por tanto, debía presentar claros-oscuros, zonas en sombra, aspectos que no podían salir a la luz.
Entre las variadas obras que levantaron, destaca el tesoro del rey Hirieo, hijo de Poseidón, en la ciudad de Hiria (también en Beocia). Acabó sus días en la isla de Delos, donde había nacido Apolo. Su hijo era Orión, quien, convertido en una constelación, visible desde todo el orbe, ayuda a los hombres a no perderse.
El tesoro era un edificio cerrado a cal y canto en la que el rey atesoraba sus bienes más preciados: armas y joyas de metales y piedras preciosos. El encargo que Trofonio y Agamedes recibieron presentaba una dificultad casi insuperable. El tesoro tenía que inviolable; como el Laberinto, otro encargo que sólo el artero Dédalo pudo cumplir.
Los arquitectos están al servicio del poder. Mas éste no se da cuenta que les confía todos sus secretos, y sus llaves. Sin los arquitectos, no habría monarca alguno que pudiera estar seguro, asentado en el trono.
Lo que el tesoro guardaba no podía ver la luz. Nadie, salvo el rey, tenía acceso a este depósito. Su entrada no podía ser franqueada. Nadie, salvo, en secreto, Trofonio y Agamedes. Así como Dédalo poseía la llave del Laberinto que había construido, los hermanos constructores sabían cómo acceder a la cámara secreta. Tenían el hilo que conducía al interior. Un hilo semejante al que la princesa cretense Ariadna, enamorada del principio ateniense Teseo, le tendió para que pudiera recorrer el laberinto hasta la celda del sanguinario Minotauro y pudiera, tras matarlo, hallar el camino de vuelta. Un hilo como el que Agamedes y Trofonio emplearon para delimitar el solar donde construían el templo de Poseidón en Mantinea, e impedir que nadie se adentrara en la obra.
Cuando construyeron el tesoro, levantado con sillares idénticos, perfectamente labrados y ajustados, que componían un tejido o un mosáico de piedra, dejaron una única piedra disimuladamente suelta. Nadie habría podido adivinarlo ni encontrarla. Sí, cada noche podían acceder al interior y ir robando los bienes. La cámara del tesoro no tenía secretos para ellos. Controlaban la entrada, como ya ocurría en el templo de Apolo en Delfos; o como le ocurría a Dédalo, único sabedor de cómo adentrarse sin perderse en el Laberinto.
Los arquitectos han sido siempre los que han controlado el acceso a los espacios. Es el signo de su poder. Lo que han edificado no puede ser penetrado sin su consentimiento. Quizá por eso, el dios romano de la arquitectura era Jano, dios protector de las puertas y los accesos. Un edificio o una ciudad cae si la entrada está mal defendida.
Sin embargo, un día el rey Hirieo descubrió que sus bienes menguaban. Alguien había hallado cómo acceder. Decidió entonces, secretamente, poner a buen recaudo lo que quedaba y esperar a la noche siguiente para descubrir al ladrón. Con la ayuda de Dédalo tendió una trampa en la que Agamedes cayó. Al ver a su hermano retenido, y a fin de impedir que confesara, Trofonio lo decapitó. En ese momento, la tierra se abrió y Trofonio se hundió en las profundidades, desde donde profetizaría.
La decapitación, como señala Zoe Petre ("Trophonios ou l´architecte. À propos du statut des techniciens dans la cité grecque", Studii Clasice, 18, 1978, ps. 23-39), no es una condena habitual en la Grecia antigua. Quizá la decapitación más conocida sea la de la Medusa Gorgona, a manos de Perseo, quien ofreció la testa sanguinolenta del monstruo a Atenea (una diosa ligada a la carpintería y la arquitectura) en agradecimiento por la ayuda recibida. En efecto, Perseo no sufrió rasguño alguno en su mortífera confrontación con la Gorgona.
La cabeza del monstruo tenía el poder de fulminar con la mirada. Dicho poder no aminoró con la decapitación. Quienquiera que cruzara su mirada con la de la Gorgona quedaba petrificado, convertido en estatua o en material de construcción. Por eso, todos los templos ornaban los frontones con efigies que reproducían la faz del mal a fin de impedir que ningún enemigo se acercara. La testa de la Gorgona era la clave que protegía los edificios.
La desaparición de Trofonio cuando la tierra se abrió debajo de sus pies recuerda, por su parte, la eliminación de otro monstruo: le Esfinge. Ésta estaba asentada ante la puerta de la ciudad de Tebas (capital de Beocia). Era un castigo que la ciudad sufría porque los reyes, Layo y Yocasta, no habían hecho caso del oráculo, y habían permitidio el nacimiento de su hijo Edipo, quien iba a acabar con la estirpe real. La Esfinge impedía que nadie entrara en la ciudad fortifacada y que nadie pudiera escapar. Era la perfecta guardiana (o el mejor de los cancerberos). Tebas se había convertido en una cárcel inviolable, como un laberinto, o un tesoro. Sólo Edipo logró vencerla, respondiendo correctamente al acertijo que la Esfinge planteaba a todo aquél que se le acercaba. En cuanto fue derrotada, la tierra se abrió de par en par y la Esfinge desapareció de la faz de la tierra. Su secreto había sido descubierto. Las preguntas de la Esfinge testimoniaban de las incertidumbres ante las que los mortales se enfrentan. Y para cuya disolución, acuden a arquitectos y profetas para que les protejan (con techos y palabras de consuelo).
El fratricidio cometido fríamente por Trofonio no era inusual. Muy por el contrario, era común que los fundadores y arquitectos míticos y legendarios fueran hermanos, a menudo gemelos, que se enfrentaban en el momento de acometer su obra maestra. Uno siempre fallecía cruentamente. Era como si hubiera sido sacrificado, o hubiera entregado su vida en beneficio de la obra. Desde luego, el crimen revelaba la mente retorcida -tan retuerta como lo que edificaban-, los sombríos pensamientos de los hermanos constructores. ¿Cómo no iban a ser unos seres complejos y decididos si lograban imponer una forma a la materia informe?; ¿si conseguían domesticarla, reducirla, transformando el mundo salvaje en un espacio apto para la vida civilizada?
El crimen de Trofonio fue el preludio de la instauración de su santuario. Quien moraba en su interior era el propio héroe. Desde la cámara más recondida educaba, iluminaba a los iniciados que habían logrado sortear, como en un rito de paso, todos los obstáculos con los que se habían enfrentado: la oscuridad, la pérdida de referencia, lo angosto del pasadizo, el encuentro con animales mortíferos cono serpientes.
Apollo ordenó el mundo. Los mortales, siguiendo las sendas que Apolo trazó, pudieron orientarse sin perderse, salvándose de la selva que es el mundo. Pero, antes, Apolo tuvo que enfrentarse a monstruos caóticos, como Pitón, la gran serpiente ancestral que reinaba en Delfos. Del mismo modo, Trofonio pudo orientar a quienes le imploraban que les iluminase. La luz que les ofrecía, sin embargo, había sido conquistada tras su victoria sobre las tinieblas que su crimen había plasmado.
Los arquitectos, como los verdaderos artistas, son poetas, son profetas. Son conocedores del mundo de la noche. Construyen, ciertamente. Edifican. Es decir, educan a los mortales enseñándoles el verdadero camino, aquél que les llevara a "buen término". Pero, antes, han tenido que cargarcon el crimen de haber vencido al caos -y a los monstruos que siempre acechan.
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