La aceptación de los dioses paganos en el Cristianismo se hizo de dos maneras: convirtiéndolos en metáforas de fenómenos físicos (naturales, sociales, humanos) y psíquicos -una manera de considerarlos que, de todos modos, no fue desconocida en el mundo antiguo, ya que algún sofista, en el s. V aC, consideraba que los dioses eran seres imaginarios ideados por los humanos y, en el siglo IV aC, el griego Evemero y, posteriormente, los estóicos, sostendrían que los dioses eran seres humanos remarcables divinizados o creaciones poéticas humanas que daban razón de hechos incomprensibles, a los que visualizaban-, o equiparándolos con personajes bíblicos o del Nuevo Testamento.
Apolo, quizá uno de los dioses más venerados por los antiguos -junto con su hijo Asclepio o Esculapio, el dios de la medicina, sobre todo en Roma-, fue una de las divinidades que pasó, ya en época tardo-romana, por un proceso de cristianización. La imagen paleo-cristiana de Cristo como pastor (un Cristo joven e imberbe, seguro y en absoluto doliente -el cuerpo crucificado no se impuso como imagen crística hasta la Baja Edad Media-) fue modelada a partir de la de un juvenil Apolo portando una oveja sobre los hombres como todo buen conductor de rebaños. El que, en época helenística, Apolo fuera visto como una divinidad solar también contribuyó a su identificación con Cristo, el "Sol Invicto".
De este modo, Apolo aparecía como un precursor de Cristo -al que anunciaba-, dotado de sus mismos valores (la crueldad de Apolo era olvidada en favor de la luz o la música que aportaba, de su preocupación para con el género humano) pero carente aún de la sabiduría del dios cristiano.
Sin embargo, Cristo no fue la única figura cristiana con la que Apolo fue identificado. El arzobispo y académico francés barroco Pierre-Daniel Huet (s. XVII) equiparó a Apolo con Moisés en su libro Demonstratio Evangelica, dedicado al Delfín de Francia (los príncipes herederos franceses eran señores del condado francés de Dauphiné, cercano al Mediterráneo, cuyo nombre derivaba del delfín, el animal apolíneo por excelencia, en el que Apolo se metamorfoseaba):
http://books.google.com/books?id=Y68WAAAAQAAJ&ots=7hymkeAwfu&dq=Pierre-Daniel%20Huet%20Demonstratio%20Evangelica&hl=es&pg=PT4#v=onepage&q=&f=false
Apolo, quizá uno de los dioses más venerados por los antiguos -junto con su hijo Asclepio o Esculapio, el dios de la medicina, sobre todo en Roma-, fue una de las divinidades que pasó, ya en época tardo-romana, por un proceso de cristianización. La imagen paleo-cristiana de Cristo como pastor (un Cristo joven e imberbe, seguro y en absoluto doliente -el cuerpo crucificado no se impuso como imagen crística hasta la Baja Edad Media-) fue modelada a partir de la de un juvenil Apolo portando una oveja sobre los hombres como todo buen conductor de rebaños. El que, en época helenística, Apolo fuera visto como una divinidad solar también contribuyó a su identificación con Cristo, el "Sol Invicto".
De este modo, Apolo aparecía como un precursor de Cristo -al que anunciaba-, dotado de sus mismos valores (la crueldad de Apolo era olvidada en favor de la luz o la música que aportaba, de su preocupación para con el género humano) pero carente aún de la sabiduría del dios cristiano.
Sin embargo, Cristo no fue la única figura cristiana con la que Apolo fue identificado. El arzobispo y académico francés barroco Pierre-Daniel Huet (s. XVII) equiparó a Apolo con Moisés en su libro Demonstratio Evangelica, dedicado al Delfín de Francia (los príncipes herederos franceses eran señores del condado francés de Dauphiné, cercano al Mediterráneo, cuyo nombre derivaba del delfín, el animal apolíneo por excelencia, en el que Apolo se metamorfoseaba):
http://books.google.com/books?id=Y68WAAAAQAAJ&ots=7hymkeAwfu&dq=Pierre-Daniel%20Huet%20Demonstratio%20Evangelica&hl=es&pg=PT4#v=onepage&q=&f=false
Huet compara a Apolo con varias divinidades, como Dionisio (Baco) -ya que el Dioniso órfico nacía y moría ritualmente cada año en favor de la humanidad-, y, sobre todo, con el profeta Moisés.
Dicha equiparación no tiene ninguna base histórica ni teológica -los redactores del Pentateuco posiblemente no conocieran al dios Apolo-, pero no deja por ello de ser interesante, ya que revela la imagen que se tenía del dios oracular y de la arquitectura. (Por el contrario, es muy posible que los sacerdotes hebreos tras el retorno de Babilonia, en el siglo VI aC, hubieran forjado la figura mítica de Moisés a partir de las leyendas mesopotámicas del emperador acadio Sargón I, de finales del III milenio aC).
Moisés era un humano; Apolo una divinidad. Poco podían tener en común. Sin embargo, al igual que Moisés -que literalmente significa el engendrado-, abandonado en un "moisés" entregado al río Nilo, Apolo tuvo un nacimiento conflictivo, en una isla marginal, a la merced de las aguas -ya que no estaba anclada en el mar-. Ambos, perseguidos, tuvieron que esconderse. Un mismo defecto físico destacaba la singularidad de ambos: Moisés era tartamudo; A Apolo, que pronunciaba sentencias enigmáticas en su santuario délfico, de muy difícil interpretación, tampoco se le entendía. Cometieron crímenes: Moisés asesinó a un egipcio y, más tarde, dudó de la palabra de Yavhé; mientras, el mismo nombre de Apolo (algunos eruditos antiguos sostenía que el nombre derivaba del verbo griego apollunai, que significa destruir), y uno de sus atributos más habituales, el arco y las flechas, lo señalaban como una figura peligrosa.
La relación entre Apolo y Moisés es más significativa de lo que parece: ambos eran "pastores", tanto en sentido literal (guardaban rebaños) cuanto metafórico: guiaban, físicamente y a través del verbo, a los hombres. Eran portavoces que mediaban entre el dios supremo (Yavhé, Zeus) y la humanidad descarriada. Y lo hacían a través de espacios de los que era imposible salir con vida: el desierto (Moisés) y el ponto (Apolo). Tenían el poder de hallar el (buen) camino en territorios en los que las huellas desaparecían al momento y en los que, por tanto, era inevitable perderse y perder la vida. Moisés irradiaba; Apolo señalaba la senda por la que el ser humano debía transitar gracias a las flechas que disparaba y que apuntaban en la dirección correcta.
Tanto Moisés como Apolo eran perfectos organizadores del espacio. Encabezaban expediciones que llevaban a los hombres a buen puerto. No se perdían. Tenían el don de ver donde no se podía ver, de vislumbrar caminos en espacio indiferenciados, carentes de cualquier ordenación espacial, orden que solo era establecido tras su paso. Por eso, los pueblos que los seguían sobrevivían. La suerte de la comunidad, abandonada hasta entonces a la intemperie, sin saber hacia donde ir ni donde instalarse, dependía de ellos. Los hebreos dejaron de ser unor errantes en cuanto siguieron a Moisés; los humanos, desorientados, equiparados a las bestias, se "humanizaron" y hallaron al fin su lugar en la tierra gracias a Apolo que los condujo hacia la tierra prometida: Delfos, semejante a Israel.
La equiparación que Huet estableció entre Apolo y Moisés era incorrecta o aberrante desde el punto de vista histórico; pero acertada desde el imaginario. Moisés y Apolo fueron unos "buenos pastores"; y la "buena conducta" que ejercieron, que permitió a la humanidad sobrevivir, se visualizó a través de la ordenación del espacio.
De algún modo, Apolo y Moisés fueron unos perfector urbanistas o arquitectos. Crearon unos "pueblos", comunidades, hasta entonces desbandadas, dejadas "de la mano de dios". Fueron unas figuras ideales a través de las cuales los seres humanos se sintieron protegidos, expresando su confianza en un futuro heróico.
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