El ayuntamiento de Bagdad convocó un concurso internacional (al que se ha presentado un equipo español) para restaurar un barrio periférico de la ciudad, cuyas estrechas e intrincadas callejuelas, salpicadas de zocos y de mercados, envuelven como una red uno de los siete grandes (y más hermosos) santuarios chiítas del mundo musulmán: Khadimyia (s. XVI), donde están enterrados dos imanes del siglo IX. Las bases pedían, además, insertar en el barrio diversos equipamientos de acogida (comedores, albergues, etc.) para los cuatro millones de peregrinos que, dos veces al año, como en la Meca, acuden a orar, colapsando un barrio ya densamente poblado y con una fuerte actividad de mercadeo. Además, se tenía que proyectar una mezquita para cuatro mil fieles cabe el santuario.
El espacio libre disponible es escaso. La única manera de insertar un edificio tan grande sin arrasar una parte importante de la trama urbana -que las guerras han preservado pese a un sangriento atentado hace unos meses-, consiste en deformar, incluso en fragmentar el volumen de la mezquita.
Una mezquita es un edificio público: una gran sala de reunión, semejante a una basílica romana. No se trata de una construcción sagrada. Es una casa común, no un templo. Alá no mora en la mezquita. Tan sólo el vacío que abre el hueco de la hornacina del mirbab y la luz de una solitaria lámpara evocan algunas de las cuialidades de la divinidad (su irradiante presencia y su incommensurabilidad, que solo el vacío sugiere negativamente: es tan grande, tan inconcebible, que es como si no estuviera).
La primera mezquita, como ya comentamos hace meses, fue una casa tardo-romana oriental: la villa que Mahoma tenía en Medina y donde acogía a los primeros fieles. Este carácter secular ha permanecido. Solo ha aumentado el tamaño de la sala de acogida, de la sala de estar alfombrada donde los fieles se sientan para debatir, pensar y, eventualmente, orar.
Los elementos que toda mezquita tiene que disponer son pocos: un elemento que indique la dirección de la Meca (el muro de la qibla y el mirhab), hacia donde tienen que disponerse los fieles cuando oran, una tribuna para la lectura comentada del Corán el viernes, una sala amplia, un estanque o una fuente para las prescritas abluciones, y un minarete donde otrora subía el imán para anunciar e incitar a la oración.
Ninguna mezquita, sin embargo, puede prescindir de estos componentes.
La manera de disponer a los fieles en una mezquita es distinta a la de una iglesia cristiana. En ambos casos, los fieles se ubican en filas (en el caso de una mezquita es la única manera aceptada). Pero, mientras que los cristianos se disponen en la nave central, es decir en una área rectangular -en uno de cuyos lados lados se ubica el altar mayor hacia el cual se orientan los fieles-, en una mezquita, la mayoría de los orantes tienen que estar delante y ver el muro o el mirhab que apunta hacia la Meca: es decir, el area ocupada es un rectángulo -en uno de cuyos lados lados se apoya el mirhab-. Esta manera de disponer a los fieles, en largas filas paralelas al muro que señala la dirección de la Meca, permite que poca gente se sitúe en filas posteriores y solo vea la parte posterior de los orantes que tiene delante (no se puede mirar la espalda de las mujeres; por ese motivo, en el mejor de los casos, a las mujeres se las relega siempre en las últimas filas).
El espacio disponible para ubicar la nueva mezquita en Khadimyia obliga a proyectar un edificio más largo que ancho. Para un musulmán, se trata de un espacio interior que recuerda el de una nave catedralicia.
Y esto no es posible. ¿Qué lo impide?
En el Corán, el profeta no señala en ningún caso la necesidad de disponer de un edificio especial para orar. Antes bien, Mahoma indicó que el devoto (el sumiso, que esto es lo que significa la palabra musulmán) podía recogerse en cualquier lugar. Su cuerpo era su lugar de oración.
Por otra parte, no existe ningún tratado de arquitectura musulmana (como sí existen en la tradición hindú) que detalle cómo debe construirse una mezquita. En ningún escrito se especifica las características de ésta, su ubicación, forma y elementos.
Ninguna ley detalla qué se debe hacer y cómo se debe obrar.
Sin embargo, existen tipologías y soluciones espaciales que no son de recibo. ¿En qué se basan las autoridades civiles y religiosas para precribir determinadas formas y proscribir otras? En la tradición. La temible tradición.
La tradición es una losa. La tradición pesa; asfixia. Es un lastre que atenaza los pensamientos, los movimientos, las expresiones. Astutamente, las tradiciones nunca están escritas -como sí lo están las leyes y las normas que pueden, así, ser debatidas, discutidas, retocadas, revocadas. Las leyes son humanas-. Siempre son orales. No tienen rostro. Y se remontan, se dice, a un pasado remoto o inmemorial. La tradición suple la divinidad. No puede ser contestada. Se compone de miradas, de soplos o alientos, de sonidos, de gestos y expresiones, de presiones físicas y psíquicas que envuelven, condicionan, conforman, modelan al ser humano que vive en sociedad, y le obligan en una dirección determinada.
Los dictaduras (teocráticas, nacionalistas) siempre invocan el "peso" de la tradición. Velan por las "esencias" (algo impalpable, invisible, que rodea y nubla la vista y la razón, y llega a ahogar como un gas letal). En nombre de la tradición se han cometido las peores atrocidades, ya que el que falta a la tradición (le falta el respeto) es expulsado y condenado. Es como si faltara al "espíritu de un pueblo" que sobrevuela como un ave de agüero, como si lo o le contestara. Los que hablan en nombre de la tradición siempre afirman que no lo hacen en nombre propio; ¡Por dios! no expresan una opinión, un punto de vista personal. Pueden incluso afirmar que, personalmente, permitirían ciertas cosas, ciertas formas o ciertos actos, pero se deben a lo que la tradición dictamina. Las tradiciones son los medios más efectivos para encuadrar a las colectividades. La tradición no permite la reflexión personal. Solo pide sumisión.
El cristianismo posee un canon escrito que define cómo se tienen que construir los templos. Estas órdenes pueden revisarse (este fue el papel que, para bien o para mal, cumplió el concilio Vaticano II). La religión musulmana, por el contrario, no dispone de un código parecido.
Lo único que se puede hacer, entonces, es hacer más de lo que la tradición prescribe, exagerar las prescripciones, como si se respetaran aún más. Las mezquitas pueden ser cada vez más grandes, más ostentosas, más recargadas, como si las voces de la tradición se engolaran. Pero no se pueden cambiar las tipologías, las formas.
Por eso, no existen mezquitas contemporáneas, es decir mezquitas que respondan a los nuevos tiempos y no al sueño de la eternidad, o al limbo en el que la tradicción mantiene a una sociedad dada. Las únicas son las que Louis Khan construyó en Dacca (en un Parkistán marcado por el hinduismo) en los años 70 y la que Zaha Hadid proyectó -pero no construyó- en Estraburgo en 2000.
Ni existirán.
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