lunes, 29 de noviembre de 2010

La mirada sumeria (2)


















Fotos (Tocho, con la autorización de los museos, 2009-2010, salvo la foto 15, enviada por el museo. Piezas de las colecciones permanentes y de las reservas):
Museo Nacional de Damasco (1-5), Museos Reales de Arte e Historia, Bruselas (6), Museo del Instituto Oriental de Chicago (7-8), Museo del Próximo Oriente del Museo Pérgamo -Vorderasiatisches Museum- de Berlín (9-10), Museo del Louvre, París (11-14), Rijkmuseum van Oudheden, Leyden (15)

La  estatuaria antropomórfica sumeria, de mediados del tercer milenio aC,  reproduce casi siempre un mismo tipo: un hombre -raras son las efigies femeninas, al menos las que se han encontrado-, de pie, con las manos juntas (como si implorara o plegara, al menos según la lectura moderna), y los ojos bien abiertos, excesivamente grandes, con las pupilas desmesuradas, que las cejas, bien marcadas (con incrustaciones de lapis lázuli) y unidas, abiertas como las alas de un ave en vuelo, acentúan. Los ojos son casi una metonimia del rostro: en sumerio, igi significa tanto ojo cuanto cara; ojos poderosos, causantes de la buena y la mala suerte; así, igi-nigin2, que literalmente se traduce por ojo-malestar, significa, en verdad, traición; daño que el mal de ojo causa.
Visten de manera imposible: una falda larga de gruesa lana, poco adecuada al clima que reina la mayoría del año, pero que ha sido interpretada como un ropaje ceremonial.
La cabeza está afeitada. En el caso de efigies femeninas, portan un tocado alto.

Algunas imágenes han conservado pigmentos, por lo que se puede pensar que, al igual que las muy posteriores estatuas griegas, las efigies sumerias no eran blancas -el color del alabastro o de la piedra calcárea- sino que estaban enteramente coloreadas. Desde luego, los ojos estaban hechos con piedras coloradas incrustadas, siluetadas por un grueso cerco de bronce.

La imagen raramente tiene más de medio metro de alto (salvo en época neo-sumeria, a finales del tercer milenio aC, cuando algunas de las estatuas de piedra negra, que representan al rey Gudea, del reino de Lagash -al sur de Mesopotamia-,  pudieron estar a escala humana).

Se supone que representaban a seres humanos: orantes o donantes, cuyas efigies, colocadas en los templos -entre cuyas ruinas han sido desenterrados- habrían servido para dar las gracias a la divinidad, o para acoger la gracia de ésta y transferirla mágicamente al donante.

Podrían también representar a sacerdotes o al personal del santuario. El gesto más habitual siempre ha sido interpretado como un signo de adoración o plegaria.

En algún caso, cuando la estatua es de gran tamaño (el Oriental Institute, de Chicago, guarda una efigie de mitad del tercer milenio aC, hallada en el valle de la Diyala, de más de un metro de alto), se ha pensado que pudieran ser estatuas de culto. No se sabe, empero, si existieron efigies divinas. Los textos míticos y los himnos describen estatuas que eran sacadas procesionalmente, llevadas incluso en barca, por el río, para que visitaran todas sus posesiones, o se encontraran con otras divinidades en sus respectivos templos, para protagonizar bodas sobrenaturales que garantizaran el buen orden cósmico. Estos viajes son relatados minuciosamente: era la propia divinidad la que decidía partir de viaje anualmente. Estas efigies de culto estaban vestidas y uncidas. "En sí", debían de ser o tener un simple armazón de madera, recubierto de ropajes, en el que se engarzaban la cabeza y quizá las manos, como acontecería con las estatuas de culto griegas u,  hoy, con las estatuas procesionales barrocas cristianas. En todas estas efigies, lo que destaca poderosamente, son los ojos incrustados (de vidrio de colores, hoy, de piedras preciosas y de metal, en Mesopotamia).
Sin embargo, no es seguro que lo que se exhibiera fuera una imagen naturalista y no un símbolo o un atributo: una espada, un manto, una corona (lo que aconteció hasta en la corte francesa del siglo XVII, cuyo rey era divino), que sustituiría o representaría a la divinidad. El aniconismo (la representación no naturalista de la divinidad), presente en Asiria (norte de Mesopotamia), quizá se diera también dos mil años antes, en el sur. Lo cierto es que no se ha encontrada nada en las excavaciones que evoque la desmesura de las estatuas divinas que los textos describen -si es que se logra traducirlos correctamente. Ninguna estatua o fragmento de estatua que de a pensar que se rendía culto a o ante efigies naturalistas de gran tamaño, y no ante objetos tratados conm reverencia porque estaban imbuidos de sacralidad.

Otros estudiosos (como Dina Katz), empero, piensan que las imágenes de los orantes no eran ofrendas a los dioses, sino que pertenecían al mundo funerario. Eran dobles de los cuerpos de los difuntos, que permitían que el espíritu (lil2, espíritu, viento o fantasma hecho de aire) del difunto se reencontrara con un soporte casi eterno y dejara de vagar como un alma en pena. Los ojos bien abierto eran como un "interruptor", o una señal, que despertaba la efigie a las vida o indicaba que el "alma" había pentrado -y animado- el cuerpo hasta entonces inerte de la estatua.

¿Imágenes humanas o divinas?, ¿de seres vivos o de difuntos? Nada permite interpretar esas imágenes a fe cierta, pero su mirada no necesita intérprete alguna. Desde la noche de los tiempos, siguen mirándonos, con los ojos bien abiertos, quizá como un aviso, revelando su fragilidad, su humanidad, y su temor.

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