Andover Harvard Theological School, hoy Harvard Divinity School

Biblioteca Widener, Universidad de Harvard, Cambridge, Mass., EEUU
1991. Un profesor recién contratado como funcionario por la universidad politécnica de Cataluña, de treinta cinco años, obtiene una beca de la CIRIT (Consell Interdepartamental de Recerca i Innovació Tecnològica), otorgada por la Generalidad de Cataluña para, previa aceptación por la universidad de Harvard, llevar a cabo una investigación en la biblioteca y los archivos de la por el aquel entonces llamada Andover Theological School (hoy Harvard Divinity School, un cambio de nombre causado por la condena por violencia sexual por parte de un director).
La investigación versaba sobre la influencia de la estética teológica bizantina, y la lucha entre iconodulia e iconoclastia en el imperio bizantino en el siglo VIII, en la estética occidental. Dio lugar a un ensayo premiado publicado dos años más tarde.
La universidad de Harvard, en algunos ambientes universitarios de Barcelona, no era bien vista, sobre todo si se la comparaba con la universidad de Yale. Yale era considerada abierta, democrática; Harvard, conservadora, retrógrada, cerrada y elitista. Escoger a Harvard y ser aceptado por ésta, no era un signo de apertura de miras. El tema de investigación escogido tampoco distendía el fruncido o el arqueo de cejas.
La luminosa sala de lectura de la Andover Theological School, con amplios ventanales que daban al arbolado jardin circundante, comprendía una única mesa de madera colectiva, rodeada de estantes atestados de libros, alrededor de la cual se sentaban los escasos estudiantes y los estudiosos. Curiosas figuras. El profesor de Barcelona era el único visiblemente laico y posiblemente agnóstico o ateo. A su lado y frente a él, un lector con turbante, otro con un quepi, al lado de un tercero con chilaba, un cuarto con tirabuzones, sentado frente a un lector con el pelo recogido con un moño. Las manos de Fátima alternaban con cruces latinas y griegas, estrellas de David, y diminutos dharmas, que contrastaban con los cercanos mantras, todos colgados del cuello o de pulseras.
El silencio era, literalmente, religioso. Todas las miradas inclinadas hacia los libros y las libretas de apuntes.
Los libros y documentos que esta escuela no disponía se encontraban en la biblioteca central de Harvard, la inmensa biblioteca Widener, de acceso libre para todos los estudiantes y docentes. Los libros eran de consulta libre. Cada persona podía buscarlos y cogerlos. Una red de galerías subterráneas, que se extendían fuera del recinto de la biblioteca, delimitadas por estantes metálicos llenos de libros, un laberinto de túneles, en todas direcciones, dispuestos como una red de venas, que bien evocaban la biblioteca universal de Borges, que podían ser recorridas sin cortapisas.
La riqueza de la biblioteca Widrner es tal que se trata de la segunda biblioteca más importante de los Estados Unidos de América, después de la biblioteca del congreso, y una de las más completas del mundo, junto con la biblioteca británica y la gran biblioteca nacional de París. Supongo que las bibliotecas vaticanas no empalidecen. Un conjunto de cinco o seis bibliotecas mundiales, entre las que destaca la biblioteca Widener por las facilidades de acceso. Comedores universitarios cercanos, económicos, evitaban desplazamientos que limitaban el tiempo de estudio.
La universidad de Harvard no se habría perdido nada si el profesor no hubiera sido aceptado. Pero éste no habría podido proseguir sus estudios. Algunos de los libros no se encontraban en París y Londres, y desde luego las bibliotecas de Barcelona los desconocían -los cuarenta años de franquismo pesaban como una losa, y aún pesan, y explican las lagunas de las bibliotecas españolas en libros y revistas anteriores a los años ochenta del siglo pasado.
Esas facilidades se pueden perder hoy. Todos perderán. Todos perderemos. Y las pérdidas no siempre se compensan.