No se puede edificar sobre las aguas profundas sino contra
ellas: ganándoles la partida, ganando tierras a éstas, como en los Países bajos
o en Dubai. Y, sin embargo, una cultura fue capaz de llevar a cabo esa tarea
imposible: Mesopotamia, la tierra entre dos aguas –dos ríos-, construyó un
mundo asentado en lo más hondo del mar; edificó incluso dentro de las propias
aguas. Al menos, eso es lo que los mitos narran.
La mayoría de las ciudades más antiguas –París, Barcelona,
Roma- se construyeron en marismas: tierras rodeadas e implantadas en el agua,
que ofrecían protección y alimentos. Las primeras ciudades de la historia, en
Mesopotamia, también se edificaron en áreas marismeñas, el delta de los ríos
Tigris y Eúfrates. Pero, para los mesopotámicos, no solo las ciudades nacieron
de las aguas, sino el universo entero. Pese a la importancia del dios del cielo
y de los dioses superiores, las aguas eran la diosa madre por excelencia, la
primera divinidad de donde todo nació.
Algunas culturas, como la egipcia –y la hebraica-, cuentan
que el universo nació de las aguas. Tal era también la concepción sobre el
origen del universo en Mesopotamia. Las aguas, empero, tuvieron aún más
importancia que en el Egipto faraónico. Quizá porque, al contrario de lo que
ocurría con el Nilo, su curso era imprevisible: errático, escaso o devastador.
Las aguas, en efecto, fueron la madre, pero también la tumba del mundo. En el
Antiguo Testamento (un texto del próximo oriente antiguo), las aguas, sobre las
que se deslizó el hálito divino y de las que emergieron, en siete pautados
días, todos los seres que poblaron el mundo, no volvieron, salvo en contadas y
destructivas ocasiones, bajo la forma de olas o de lluvias devastadoras, a
tener protagonismo alguno. Las aguas eran, en la Biblia, el espacio de los
monstruos como Leviatán, alzándose del ponto entre remolinos, definitivamente
derrotado por Yahvé tras un combate cósmico.
En los inicios, érase el Abzu. Este nombre, no muy conocido,
designaba a las aguas primordiales, de la que las marismas del delta de los
ríos Tigris y Eúfrates eran una imagen visible, pero también se refería a la
diosa de dichas aguas. Se trataba de una diosa madre acuática. No tiene forma
ni rostro. Apenas se sabía nada de ella. No recibía culto alguno, seguramente
porque era inimaginable. Sin embargo, protagonizaba los inicios del universo.
En el principio solo había agua. Su
primer hijo –y luego esposo- era el dios del cielo, llamado An o Anu (An era el
cielo y la divinidad que moraba en él). Sus hijos fueron el dios de las aguas
tormentosas, venidas del cielo, Enlil, y el dios de las aguas tranquilas, que
circulan dentro y sobre la tierra, las aguas freáticas, de los ríos y las
marismas, el dios Enki. El nombre de la diosa, Abzu, es toda una declaración de
principios. Ab significa agua, y zu -o zid-, significa tanto vida cuanto sabiduría. Abzu eran las aguas de
los orígenes y las aguas sapienciales. Aguas benditas de donde la vida y todos
los bienes surgieron. Cuenta un mito babilónico, que se conoce a través de un
texto tardío sobre la historia de Babilonia, redactado por Beroso –un escriba
babilónico que escribía en griego, hacia el siglo IV aC- que de las aguas de
los ríos surgió Oannes, un ser anfibio, híbrido, con cuerpo de hombre y de pez,
un semi-dios, hijo del dios de las aguas, Enki. Oannes era un apkallu, esto es,
un ser ancestral que vivía en el seno de las aguas de la sabiduría. Debía ser
una carpa, un pez sagrado de gran tamaño –como son todas las carpas, aun hoy- dotado
de largas barbas –unos filamentos debajo de la boca- que le concedían un
aspecto de sabio. Los apkallu eran seres sabios que vivían en los orígenes de
los tiempos. Oannes salió de las aguas para transmitir a los hombres las
técnicas necesarias para sobrevivir, desde las técnicas agrícolas hasta las
edilicias. Las técnicas eran pues conocimientos sobrenaturales adquiridos –que no
hallados- por los humanos. La sabiduría de Oannes estaba asociada a la bondad
de las aguas. En tanto que ser ancestral, Oannes formaba parte de los primeros
dioses, anteriores a los dioses celestiales, íntimamente ligados al Abzu, las
aguas sabias de los inicios.
Cuenta un mito poco conocido que dichas aguas estaban
bordeadas por una ciudad originaria, existente antes del inicio de los tiempos.
Se llamaba la Uru-ul-la, la ciudad de los tiempos lejanos: una ciudad portuaria
oscura, ocupada tan solo por espíritus, entes o seres previos a la “encarnación”
(si se permite este término impropiamente utilizado ya que tan asociado al
cristianismo). La creación aún no se había iniciado. De esta ciudad lacustre
nacieron todos los dioses, el Cielo, An, el primero. La capacidad de engendrar de
esta ciudad dependía de la presencia de las aguas sapienciales. Éstas eran la
matriz del universo. También era la primera vez que una ciudad existía desde antes
de la creación, y que era la fuente del mismo. El imaginario urbano, que ha
solido presentar, en casi todas las culturas, a las ciudades productos de una
intervención humana que destruye la creación divina –recordemos que, en el
antiguo Testamento, Caín era el primer arquitecto, y, en el mundo greco-latino,
en los inicios reinaba el dios Saturno sobre un vergel libre de construcciones.
En Mesopotamia, por el contrario, la ciudad es el origen de la creación, y
aquélla se ubica cabe las aguas.
La concepción de Abzu como germen del mundo se refuerza si
pensamos que este depósito de agua recibía varios nombres. Abzu no era la única
denominación. O, mejor dicho, existían diversas diosas que asumían funciones
generativas parecidas. Entre éstas destacaba una diosa llamada Nammu, cuyo
nombre, con el redoble del sonido “eme”, evoca bien el papel de dicha diosa:
una diosa “m”adre. Ocurre que el sustantivo Nammu tenía varias acepciones,
entre las que destacaba una: matriz. Nammu era la matriz del mundo. De sus
entrañas nacieron todos los seres que configuraron el universo. Y esta matriz
era, obviamente, un depósito lacustre.
La importancia del agua como fuente única de vida, se
refuerza si tenemos en cuenta el papel del dios Enki, hijo de Abzu. Es curioso
pero el nombre Enki significa Señor (En) de la Tierra (ki). Sin embargo, por
varias razones, Enki estaba asociado a las aguas, no a la tierra. No existían,
sin embargo, diferencias entre aguas y tierra. Las aguas de las marismas
estaban cargadas de limo, y el nivel freático, tan cercano a la superficie,
convertía la tierra en un lodazal. Las aguas freáticas se escribían con el
mismo signo cuneiforme –aunque con una lectura distinta- que designaba a la
diosa-madre de las aguas. El dios de las aguas era, por tanto, el dios de las
aguas terrosas, o de las tierras inundadas por los meandros de los ríos Tigris
y Eúfrates. Es por este motivo, sin duda, que el dios Enki poseía un palacio
submarino, iluminado por una luz glauca que se filtraba a través de las aguas
turbias, ubicado en el seno del Abzu –las aguas de los inicios, que eran también
el vientre de la diosa-madre. Por otra parte, su templo, que, en tanto que dios
de la arquitectura (de las artes y las técnicas9 se había edificado, se ubicaba
sobre las aguas: flotaba sobre éstas, sin que existieran, al parecer, pilares
que lo sustentaran.
Este imaginario acuático, que otorgaba tanta importancia al
papel creador o engendrador de las aguas, también destacaba el carácter
destructor de las mismas. Las aguas creaban y anegaban. Eran fuente de vida y
de muerte. La vida pendía entre dos aguas, las aguas de la tierra y las aguas
del cielo. Si Enki mandaba sobre las quietas aguas de la tierra, su hermano
Enlil (nombre que significa portavoz) tenía las llaves de las compuertas de las
aguas del cielo. Ocurrió que el Cielo, An, se cansó de la algarabía que
ascendía de la tierra. Los humanos se habían multiplicado. Habían sido
modelados (por el dios Enki) pero su vida no estaba aún limitada. Como bien sabemos,
por el Antiguo Testamento, por ejemplo, los primeros humanos vivían una
eternidad, tanto como Matusalén. El ruido que producían impedía que el Cielo
descansara. Fue Enlil quien recibió la orden de hallar una solución. Ésta era
drástica. La humanidad debía ser barrida. Tras varios intentos fallidos de
erradicar a los hombres, lanzando epidemias, hambrunas y sequías, siempre
contrarrestados por la astucia del dios Enki, en favor de sus criaturas –los humanos
habían sido moldeados por este dios; los hombres fueron su primera creación
artesana-, Enlil abrió las compuertas del cielo. Cuando Enki supo de la
solución final decidida por su hermano Enlil, se puso en contacto con un
sacerdote suyo: un hombre sabio que vivía fuera de la ciudad y pasaba sus días
navegando por las aguas del Abzu. Le aconsejó sobre cómo sobreponerse a lo que
iba a acontecer. Era la única persona que sobreviviría. El cielo había
advertido a los dioses de su furia si contaban a los hombres qué les aguardaba
y cómo escapar al diluvio. Enki supo burlar las órdenes del Cielo, sin
faltarles. Habló a los juncos justo cuando el hombre sabio, llamado
Utnapishtim, navegaba. Como los tubos de un órgano, los juncos modularon el
soplo divino y tradujeron su voz en sonidos comprensibles. De este modo, Enki
pudo ponerse en contacto indirectamente con su sacerdote. El Cielo nunca
impidió que se hablara al cañaveral. Utnapishtim debía construir una gigantesca
arca de madera calafeteada, inspirada en el modelo del receptáculo de las aguas
sapienciales: el Abzu. En su interior, introdujo ejemplares de todos los seres
vivos, incluidos humanos y, en particular, artesanos, hallarían cobijo. Cuando las
primeras gotas de lluvia, Utnapishtim debía cerrar la escotilla y aguardar.
Durante siete días y siete noches, un diluvio se abatió sobre la tierra. Los
hombres, hechos de barro, se disolvían. Hasta la misma diosa madre,
inicialmente en favor de eliminar a la molesta humanidad, lloraba
desconsoladamente ante la disolución de los hombres, convertidos en peces
muertos, lágrimas que, en una nota sarcástica (que evocaba la falta de
previsión, la cortedad de los dioses), aumentaban el curso devastador de las
aguas. Por fin, los dioses, apiadados, ordenaron el cierre de las compuertas.
El nivel de las aguas cesó de subir. Se estabilizó y bajó poco a poco. Los
primeros picos asomaron. Uno detuvo el Arca a la deriva. Pronto, Utnapishtim,
sus compañeros y los animales pudieron descender y repoblar la tierra, no sin
que antes el dios Enki limitara drásticamente la vida de los humanos. Este
relato era tan conocido que, a finales del tercer milenio, cuando las marismas
empezaron a desecarse y las lluvias empezaron a ser impredecibles y, a menudo,
tras periodos de sequía, destructoras, las ciudades empezaron a dotarse, en pleno
centro sagrado, de un edificio simbólico: una montaña, que recordaba la montaña
santa que puso fin a la deriva del arca y ofreció a Utnapishtim un lugar seguro
donde desembarcar, donde poder poner los pies en tierra firme. Esta
construcción, esta réplica de la montaña salvadora, constituyó el elemento más
característico de la arquitectura mesopotámica: el zigurat, el único punto
elevado en ciudades muy bajas, extendidas sobre las aguas.
¿Sobre las aguas? La posibilidad de regresar a Iraq y poder
estudiar los yacimientos sobre el terreno, desde 2011, ha permitido replantear
el urbanismo sumerio y la organización del territorio. Se ha creído, hasta hace
poco, que una extensa red de canales de irrigación recorría todo el sur de
Mesopotamia. Esta trama ha constituido, durante años, la imagen de la
planificación mesopotámica. Los canales artificiales existieron, en efecto; incluso
en el norte de Mesopotamia (actualmente el Kurdistán iraquí donde se ha
encontrado un acueducto que llevaba el agua a la ciudad de Arbales, la actual
Erbil, desde decenas de quilómetros, y atravesando una montaña, construido por
el emperador neo-asirio Senaquerib, en el siglo IX aC), donde el régimen pluviométrico
no requería una forzada irrigación. Pero la red de canales sureños no pertenece
a la primera y más próspera época urbana sumeria. En efecto, cada vez se impone
más la evidencia que las grandes urbes sumerias, todas asentadas en el sur de
Mesopotamia, se ubicaban no solo al borde de los ríos Tigris y Eúfrates, como
la posterior Akkad –la capital del imperio acadio, construida en la segunda
mitad del tercer milenio, cuyos restos no se han hallado aún, y que quizá
yazcan en la periferia de Bagdad- sino sobre todo en las marismas. Ur, Uruk,
Eridu fueron muy posiblemente ciudades lacustres, como Venecia, La red viaria
habría sido constituida por canales. De hecho, aún hoy se percibe el lecho de
un canal artificial que cruza la ciudad de Ur, ubicada en una península, como
la moderna ciudad francesa de Lyon o la ciudad de Gerona, entre el río Eúfrates
y un afluente. La misma red de callejuelas, que sin duda también recorría la
ciudad de Ur, seguía el curso de evacuación de las aguas cuando las grandes
lluvias. Por las ciudades se debía circular sobre todo en barca. Ocurrió, sin
embargo, que los depósitos de limo acarreados por los ríos, no solo en
ocasiones obligaron a los cursos fluviales, que discurrían por tierras planas,
a desviarse entre meandros, alejándose de los puertos fluviales (Ur tuvo dos
puertos fluviales), sino que los limos fueron ganando tierras al mar. Las
fértiles y extensas marismas, ricas en aves y peces, se fueron lentamente
desplazando hacia el Sur, Las ciudades sumerias, a finales del tercer milenio,
ya se hallaban en tierras desertizadas, cada vez más lejos de su espacio
original. Fue entonces cuando, en un intento de mantener la riqueza de las
ciudades y de las tierras de cultivo, que empezaron a abrirse la red de canales
artificiales. Pero el remedio fue aún peor que el problema. El regadío extensivo,
a base de las aguas freáticas, siempre salobres, acabó cubriendo la tierra con
una costra de sal, aun presente, convirtiendo las otrora tierras fértiles en yermos
páramos blanquecinos, cuya cada vez mayor esterilidad se trataba de compensar
con más y más regadíos que no hacían sino acrecentar la desolación. Ya a
principios del segundo milenio, la actividad económica y la población se fue
desplazando hacia el norte, dando paso al imperio babilónico. El sur se
convirtió en lo que aún es –y será para siempre: un desierto de barro cubierto de
sal. La trama de canales artificiales agotó las tierras. La maldición bíblica
de la conversión en bloques de sal se cebó en el sur de Mesopotamia, cuya
población fue decreciendo hasta desaparecer. Hoy, solo dos ciudades, cabe la
ubicación actual de las marismas, destacan en el árido sur de Iraq, barrido por
nubes de sal que el viento levanta, acrecentando la superficie de las tierras
condenadas.
Borrador de la ponencia invitada al próximo cursillo Caminos del agua, de la Agrupación para la Defensa y la Intervención en el Patrimonio Arquitectónico (AADIPA) del Colegio de Arquitectos de Cataluña (COAC)
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